Ahora, en la quietud de su biblioteca, con todos sus volúmenes rodeándolo
como una gran placenta, Erasmo procedió a desatar el cordel que unía las hojas.
A simple vista el legajo estaba compuesto por entre ochenta y cien hojas. Su
conservación, como ya había observado en la tienda, era excelente. Se concentró
en la primera plana y comprobó que la escritura diminuta y minuciosa que la
cubría conservaba la suficiente claridad para que la lectura se pudiera abordar
directamente, sin necesidad de costosos procesos digitales para aumentar el contraste
e intensidad de los trazos. De hecho, era esa claridad lo que había permitido
que Erasmo, incluso con su vista deteriorada, captara ciertas palabras clave
que muy cerca habían estado de fulminarlo como un rayo divino. Con la sensación
de estar asomándose a un texto sagrado, el bibliófilo empuñó su lupa y acercó
la lámpara del flexo. Y en efecto, allí seguía la evidencia que convertía aquellas
humildes hojas en un documento absolutamente excepcional. Milagroso.
(...)
Hoy Erasmo López de Mendoza no había encontrado un solo diamante,
sino dos. Y ambos de valor incalculable. Eran el nombre de una persona y el título
de un libro.
Aun sin haberla descifrado por completo, parecía evidente que en
la primera hoja de aquel documento se hacía referencia al novelista más célebre
de todos los tiempos y, por si quedaba alguna duda, unas líneas más adelante se
mencionaba el título de la novela que lo hizo inmortal. Bajo la lupa de Erasmo
descansaba una crónica escrita por un contemporáneo de Cervantes que afirmaba
haberlo conocido en persona.
Dios era grande y Erasmo López de Mendoza su profeta.
(...)
Erasmo dedicó el resto de la tarde a tratar de descifrar las
primeras páginas del manuscrito. Cada línea que leía renovaba su convicción de
que la pieza que acababa de cobrar no era grande, sino gigantesca. «Una
auténtica ballena blanca entre los manuscritos», se dijo con un guiño de
homenaje para el burlado librero Maestre. El autor, un tal Gonzalo de Córdoba,
anunciaba su intención de narrar una serie de acontecimientos vividos en su
juventud, y para ello se remontaba hasta cuarenta años antes de la fecha en la
que estaba datado el manuscrito, en concreto hasta ciertos días de los meses de
septiembre y octubre de 1604. Y lo más fascinante del asunto era que aquellos acontecimientos
parecían involucrar de un modo muy directo a un tal Miguel de Cervantes,
natural de Alcalá de Henares y antiguo soldado de su majestad. Es más, los
hechos narrados giraban en torno a otro manuscrito, el de un libro que estaba a
punto de entrar en la imprenta, por más señas una novela cómica protagonizada
por cierto hidalgo manchego devenido caballero andante.
Aquello no podía ser cierto. Tenía que tratarse de alguna clase de
broma sofisticada y cruel. (...) Pero su experiencia con impresos y manuscritos
era demasiado amplia para considerar seriamente la posibilidad de que todo
hubiera sido un montaje y, por tanto, el manuscrito que tenía delante no fuese
más que una falsificación. Estaba, para empezar, el tipo de papel, que por sus
características (grosor, textura y filigrana) correspondía sin duda a la época
en la que estaba fechado el manuscrito. (...) Por otro lado, los varios lustros
de Erasmo como bibliófilo le habían permitido desarrollar un sexto sentido con
respecto a los impresos y los manuscritos antiguos, y aquel instinto le decía
que el que tenía delante era original con un 99 por ciento de certeza. Y ante
tamaña responsabilidad no pudo evitar sentirse igual que Moisés por los días en
que bajó del Sinaí con las Tablas de la Ley.
Las Tablas de la Ley, escritas por Yahvé de su puño y letra. Esa
sí que sería una pieza cotizada. Reunía todos los requisitos: manuscrito,
ejemplar único, antigüedad, prestigio de su autor, trascendencia del texto...
Pero se daba la circunstancia de que aquel legajo que tenía delante, ya de por
sí un singular tesoro, podía representar la llave para un hallazgo que
solamente admitía parangón con el original de los Diez Mandamientos. Ya en la
primera página de su crónica, Gonzalo de Córdoba declaraba que durante los
últimos cuarenta años había conservado el manuscrito de El ingenioso hidalgo,
que todavía obraba en su poder, y que lo había preservado como una joya para que
lo heredaran sus hijos y los hijos de estos. Y todo ello por expreso deseo de su
autor, que así lo había manifestado y rubricado con su firma al pie del texto de
la obra, en la última página del manuscrito original. Así las cosas, Erasmo
juzgó concebible que la crónica de Gonzalo de Córdoba, aquel mismo legajo que
descansaba sobre su mesa, contuviera pistas sobre la localización del autógrafo
del Quijote. Si antes había calificado su hallazgo de hoy como la «ballena
blanca de los manuscritos», el autógrafo de la novela de Cervantes sería tan
extraordinario y milagroso como la localización del mismísimo Santo Grial, con
el ADN de Jesucristo y los Doce Apóstoles en forma de baba petrificada en torno
al borde de la copa.
Si hoy en día saliera a la venta un ejemplar de la edición
princeps del Quijote (la primera de Juan de la Cuesta, comienzos de 1605), su
precio alcanzaría probablemente varios millones de euros. Y se trataba de un libro
impreso del que probablemente se habían tirado unos mil ejemplares (aunque solo
se tenía constancia del paradero de unos veinticinco). Pero, ay, los
manuscritos eran harina de otro costal. En el año 2000 la sala Christie’s de
Nueva York subastó un capítulo autógrafo del Ulises de Joyce, novela execrable
donde las hubiera en opinión de Erasmo. Aun así, hubo alguien dispuesto a pagar
un millón y medio de euros por aquellas veintisiete páginas garrapateadas por
un borrachuzo irlandés aquejado de úlcera duodenal. En 1994, Bill Gates no
había dudado en desprenderse de treinta millones de sus Windows-dólares para
hacerse con un códice autógrafo de Leonardo da Vinci, a razón de casi un millón
de euros por hoja. ¿Qué representaría la irrupción en el mercado del manuscrito
completo de la primera parte del Quijote? ¿Mil millones? ¿Dos mil millones? ¿El
presupuesto nacional entero?
De repente Erasmo sintió vértigo y lo atenazó la sensación de
estar asomándose a un pozo sin fondo, de modo que se vio obligado a acudir a la
cocina para prepararse una tila que tuvo la virtud de ayudarlo a recomponerse.
Hasta las cuatro de la mañana no fue capaz de separarse del
legajo. Cada línea encerraba nuevas sorpresas y elevaba el barómetro de su
emoción en varios grados. Pero la experiencia de leer el manuscrito, aun siendo
fascinante, le estaba deparando también un alto grado de frustración. La culpa,
para empezar, la tenía el misterioso cronista y su endiablada escritura. La letra
era ampulosa y enrevesada, como correspondía a la caligrafía de la época. Incluso
resultaba algo más confusa de lo habitual, como si el autor del manuscrito no
hubiese recibido una educación al uso, sino que hubiera aprendido a escribir
por sí mismo. Con la ayuda de su lupa Erasmo había logrado descifrar las líneas
del comienzo, aquellas que contenían la primera mención a Cervantes y al
Quijote. Luego el proceso se había complicado por culpa de su deficiente vista,
y eso no había lupa que lo remediara. En condiciones normales su degeneración
macular representaba un serio fastidio. Pero cuando trataba de forzar la vista,
la zona ciega del centro de su retina extendía sus dominios hasta que todo su
campo visual parecía cubierto por una lámina de agua turbia. Y esta tarde había
forzado la vista como no lo había hecho desde hacía años. Tras un largo rato de
afanosa lectura, apenas se había adentrado en la tercera página de la crónica,
y ello sometiendo su cuello a una dolorosa torsión a fin de aprovechar su
visión periférica, la única que estaba libre de niebla. Poco después, su vista
había quedado reducida a un triste lagrimeo, y hasta el más ligero movimiento
de cabeza le arrancaba un gemido de agonía. Para colmo, ahora apenas era capaz
de identificar palabras, y los trazos de escritura empezaban a parecerle
patitas de insecto. El mayor hallazgo de la historia de la bibliofilia tal vez
estuviese al alcance de su mano, y él se sentía impotente para gozar su premio
por culpa de una pejiguera llamada degeneración macular. Ríase usted del
suplicio de Tántalo.
Mientras guardaba el manuscrito en la caja fuerte donde dormían
sus piezas más valiosas, Erasmo López de Mendoza comprendió con dolorosa clarividencia
que el tiempo había hecho en él su inexorable labor de zapa y que, por tanto,
no iba a poder emprender en solitario aquella aventura.
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