Este libro que descansa ahora tan
amistosa y firmemente en sus manos es fruto de una de esas casualidades que
determinan la vida secreta de los libros más que cualquier planificación. El
pintor, dibujante e ilustrador Quint
Buchholz se encontraba una tarde en nuestro despacho para mostrarnos sus
trabajos, que, como sobrecubierta de muchos de nuestros libros, habían
facilitado gracias a su imaginación poética el camino hasta el lector.
Extendidas las hojas en el suelo, no fue difícil reconocer el motivo que las
unía a todas: el propósito de representar el libro —o sus protoformas: el
papel, la máquina de escribir, la pluma— justo en el instante en que éste
recibe la historia y la transmite. Independientemente de los autores, Quint
había dibujado la peripecia del libro, que va por el mundo recogiendo
historias, o repartiéndolas, o haciéndolas enmudecer. Con su peculiar estilo,
había dibujado una Historia de la Literatura como sucesión de los motivos
necesarios para el nacimiento y la supervivencia de la misma. ¿Qué resultaba
más adecuado, pues, que recurrir a unos autores para que escribieran las
historias que yacían implícitas en los dibujos de Quint?Enviamos un dibujo de Quint a
cuarenta y seis autores de países distintos, con la petición de que escribieran
el texto oculto en él. Todos colaboraron. Y así surgió este libro. Un libro
revelador de muchos aspectos de la escritura y de la lectura, y que es un
homenaje a un gran artista, que sigue tejiendo de forma tradicional la vieja
historia que sólo puede encontrarse entre las dos tapas de un libro.
Michael
Krüger
En el invierno de 1996, el escritor y editor Michael Krüger distribuyó
entre un total de cuarenta y seis escritores de diferentes países del ámbito
occidental un número igual de dibujos del ilustrador Quint Buchholz. Los
dibujos tenían un tema común: el libro. Los autores devolvieron a Krüger
cuarenta y seis textos referidos a las ilustraciones que les habían
correspondido. El resultado es, naturalmente, un libro. Se publicó bajo el
título de El libro de los libros, como si fuera la Biblia.
Entre los autores elegidos, figuran nueve españoles, y de sus trabajos
quiero hablar, más incitado por la curiosidad que por el análisis, más por su
sugerencia que por su resultado.
Dos de ellos son poetas, Ana María Moix y José
Agustín Goytisolo. Ambos se han movido hacia la descripción —en esto,
con dos excepciones— han coincidido con los narradores. La de José Agustín encierra
un movimiento de conciencia de fuerzas opuestas (soledad-gratitud); la de Ana
María se asienta en la duda o, mejor dicho, asienta una duda. Ambas son una
poesía expositiva y hasta razonada, más propia, quizá, de un narrador que de un
lírico, lo que les concede una gracia muy especial.
Los narradores también se apuntan mayoritariamente a la duda, pero lo
hacen desde enfoques muy distintos.
Eduardo Mendoza y Javier Tomeo consideran abiertamente
la intención del dibujo y, cuando apuntan un sentido, lo hacen con afán de
solucionar y cerrar el asunto, pero el primero por ironía, y el segundo por
deseo indisimulado, cierran la interpretación del dibujo en una sola dirección,
aunque no firman una conclusión.
En cierto modo, Juan Marsé camina por esa senda,
pero en cambio nos ofrece una interpretación del dibujo que le ha correspondido
mucho más decidida, apuesta por un sentido y lo establece; la sugerencia está
más en la descripción que en el resultado, porque éste se ofrece sin tapujos y con
decisión: este dibujo contiene esta intención y punto.
Ana María Matute ataca un tema literario por excelencia: la
observación de uno mismo, el desdoblamiento, mas con un matiz realmente
inquietante: lo que observa es su propia ausencia del lugar que mira. «Ahí he
estado y ya no estoy y eso es lo que estoy viendo», dice. Lo cual potencia, de
modo extraordinario, a la imagen que le sirve de base (el globo que se aleja,
los objetos que permanecen) dotándola de un fuerte dramatismo: podríamos decir
que con ello devuelve a esa imagen, en un acto de gratitud artística, la
sugerencia que ella le ha ofrecido.
Carmen Martín Gaite y Javier Marías apuestan decididamente
por entrar en el misterio que la imagen contiene, pero lo hacen de manera muy
distinta. Marías fía su trabajo al estilo y desgrana una serie de
consideraciones trabadas precisamente sobre el misterio, misterio que concede
de antemano a la imagen. Una vez concedido, el estilo trabaja y la voz se hace
con el protagonismo de la situación: el resultado final hace que el misterio se
traslade a lo que la voz dice, mientras la imagen parece alejarse, como la
misma barca y su barquero. Martín Gaite logra un texto en el que, siendo
absolutamente fiel al dibujo, logra doblar la sensación de misterio de éste con
la de su propia escritura. Su método es, aparentemente, sencillo: da sentido a
esa cama que vuela donde un padre lee a su hija un libro y les acompaña el
osito de peluche; en cierto modo, diría que, para dar sentido a esa imagen
fantástica, logra con decisión y desparpajo un equivalente al que Buchholz
consigue por medio del ave que vuela; ambos normalizan así en el terreno de la
sugerencia fantástica la relación entre realidad y fantasía, entre vuelo y
tierra; pero Carmen, en un golpe de genialidad, riza el rizo y se hace con la
situación; de un golpe, en dos frases, establece, entre la fantasía y la
realidad, el reino del sueño y el lector se pregunta, admirado, si no es él
mismo quien está soñando este texto desde su propia infancia a la vez que desde
su propia madurez. Y ésa es la inquietud dramática que al final persiste.
Por último, Gustavo Martín Garzo opera también sobre el sueño, pero al
contrario. Las dos personas que hablan —pues se trata de un diálogo— viven una
historia que está fuera del dibujo inspirador y, de hecho, el dibujo (o, mejor
dicho, la referencia al dibujo, hecha en forma de sueño: ese dibujo ha sido
soñado por uno de los dos) es algo que existe independientemente de los dos. Sólo
que, de pronto, se enreda en esa relación porque se vuelve anecdóticamente necesario
que así sea. Entonces, en el momento en que sirve para «representar» la
relación, no sólo adquiere sentido sino que, devuelto al lector, revela toda su
cualidad de misterio, ya que éste ha atravesado y llenado de belleza y de
intensidad dramática la escena de Quint Buchholz. Un instante de analogía transforma
una imagen en una imagen del mundo.
¿Qué sucede con estas nueve miradas a nueve dibujos? Sucede que, al
poner en marcha a nueve escritores, ha creado nueve formas de acercamiento a la
realidad o, yo lo prefiero así, nueve formas de percepción de la realidad resueltas
por medio de la escritura. Una realidad que, en este caso, viene servida por la
imaginación de Buchholz, lo que hace doblemente atractiva la situación. En mi
opinión, estos nueve textos breves, juntos, contienen mucha más información
sobre el modo en que la escritura crea su propio mundo y establece sus reglas
que otras muchas consideraciones acerca de la técnica narrativa. Sólo hay que
saber leer y ver. La ocasión, como dice el dicho, la pintan calva.
José
María Guelbenzu
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