Te
das cuenta de que has estado presionando demasiado a los patos cuando dejan de
confiar en ti, y mi padre llevaba desde el verano anterior tomándoles el pelo
en todo momento.
Iba
hasta el estanque.
—Hola,
patos —saludaba a los patos.
Cuando
llegó enero, se alejaban nadando de él. Un macho particularmente furioso —lo
llamábamos Donald, pero sólo a sus
espaldas, porque los patos son muy susceptibles para esas cosas— se quedaba por
allí y regañaba a mi padre:
—No
nos interesa —le decía—. No queremos comprar nada de lo que vendes: ni seguros
de vida, ni enciclopedias, ni revestimiento de aluminio, ni cerillas de
seguridad, y, especialmente, nada de protecciones contra la humedad.
—¡Doble
o nada! —graznó un ánade real muy indignado—. Seguro que nos dejarías probar
suerte lanzando una moneda. Aunque tendría una cara en cada lado.
Los
patos, que tuvieron la oportunidad de examinar la moneda de veinticinco
centavos cuando mi padre la tiró al agua, graznaron al unísono y se deslizaron,
con elegancia y enfado, hasta el otro extremo del estanque.
Mi
padre se lo tomó como un asunto personal.
—Esos
patos —dijo—. Siempre estaban allí. Como una vaca a la que pudieras ordeñar.
Eran unos crédulos, de los mejores. De esos a los que puedes recurrir una y
otra vez. Y yo lo eché todo a perder.
—Tienes
que conseguir que vuelvan a confiar en ti —le dije—. O, lo que es mejor
todavía, podrías empezar a ser honrado. Pasar página. Ahora tienes un empleo de
verdad.
Trabajaba
en la pensión del pueblo, al otro lado del estanque.
Mi
padre no pasó página. Ni siquiera se lo planteó. Robó pan recién hecho de la
cocina de la pensión, se llevó las botellas de vino que habían quedado a medias
y se fue al estanque a
ganarse la confianza de los patos.
Los
estuvo distrayendo durante todo marzo, les dio de comer, les contó chistes,
hizo todo lo que pudo para ablandarlos. No fue hasta que llegó abril, cuando el
mundo se llenó de charcos y los árboles eran nuevos y verdes, y el planeta se
había sacudido de encima el invierno, cuando sacó una baraja de cartas.
—¿Qué
tal una partida amistosa? —preguntó mi padre—. Sin dinero.
Los
patos se miraron entre sí con nerviosismo.
—No
sé… —murmuraron algunos de ellos con recelo.
Entonces,
un ánade real anciano que no me sonaba de nada extendió un ala con gentileza.
—Después
de tanto pan recién hecho y de todo el buen vino que nos has traído, sería una
grosería que rechazáramos tu oferta. ¿Qué tal una partida de gin rummy? ¿O
mejor a las familias?
—¿Qué
tal si jugamos al póquer? —preguntó mi padre con su cara de póquer, y los patos
aceptaron.
Mi
padre estaba muy contento. Ni siquiera tuvo que sugerir que empezaran a apostar
dinero para que el juego fuera más interesante, el pato anciano lo hizo por él.
Durante
aquellos años yo había aprendido algunas cosas sobre la técnica de repartir las
cartas desde la parte inferior del mazo: había visto a mi padre sentado en
nuestra habitación por la noche, practicando una y otra vez, pero aquel pato
viejo podría haberle enseñado un par de cosas a mi padre. El pato repartía las
cartas de la parte inferior del mazo. Repartía las del medio. Sabía dónde
estaban todas las cartas de la baraja, y le bastaba con agitar el ala con
rapidez para colocarlas justo donde quería.
Los
patos desplumaron a mi padre: la cartera, el reloj, los zapatos, la caja de
rapé y la ropa que llevaba. Si los patos hubieran aceptado que mi padre
apostara un niño, estoy seguro de que también me habría perdido a mí, y puede
que me perdiera en más de un sentido.
Regresó
a la posada en calzoncillos y calcetines. Los patos dijeron que no les gustaban
los calcetines. Cosas de patos.
—Por
lo menos has conservado los calcetines —le dije.
Ese
abril mi padre aprendió a no confiar en los patos.
Neil Gaiman
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