«Hay que hacerlo», murmuró Dan¡ subiéndose la cremallera de la
chupa y echándose la gastada mochila de los libros a la espalda. Normalmente
disfrutaba de ese momento del día, el instante de abrir el portal y sentir el
aire frío en la cara, justo antes de empezar a caminar por la acera. De pie en
la calle, miraba al cielo y se llenaba los ojos de luz hasta que tenía que
cerrarlos, y luego avanzaba, un paso, dos, tres, el mismo camino de todas las
mañanas, dos manzanas de bloques de ladrillo, la carretera, el descampado, el
paseo arenoso que desembocaba en el instituto. No importaba que hiciese mal
tiempo, que el día hubiese amanecido enfermo de humedad o de lluvia; estar al
aire libre suponía un alivio. Solo que, en ocasiones «especiales» como aquella,
la cabeza, invariablemente, le jugaba una mala pasada. No le dejaba caminar
tranquilo, sintiendo el roce de la brisa matinal en el pelo y en la cara; tenía
que traerle una y otra vez a la memoria la mirada huidiza de Julián, sus pies metidos
hacia dentro, con aquellas deportivas mugrientas, de mercadillo, que lo habían
marcado desde el primer día de curso como «un pringao» ante el resto de la
clase, y sobre todo sus mejillas llenas de granos, unos granos abultados y
rojos como picaduras de mosquito, asquerosos. No le gustaba aquel tío, no le
gustaba nada, pero lo que iban a hacerle... Habría sido mejor que el muy idiota
no los hubiese puesto en aquella situación tan absurda, que hubiese sonreído
como hacían todos cuando Eme insultó a su padre. Pero no, él siempre tenía que
dar la nota; en lugar de callarse se había encarado con Eme, algo que ni los
profesores se atrevían a hacer. En ese momento, el pobre imbécil estaba tan
furioso que ni siquiera se daba cuenta de lo que hacía. Desafió a Eme, y para
colmo delante de un montón de gente, una humillación que alguien como Eme no
podía tolerar. De modo que él se lo había buscado, por tonto. Ahora, Eme y los
suyos lo esperarían en el aparcamiento de bicicletas, lo arrastrarían detrás
del seto del patio y le darían un escarmiento. Todo está previsto: «Bocas» y
«El Perro» lo sujetarían mientras Dan¡ le partía la cara y Eme le daba unas
cuantas patadas en el abdomen. No pararían hasta que sonase el timbre.
Entonces, como sí nada, lo dejarían allí tirado y entrarían en clase. No era la
primera vez que pasaba. Media hora después, el conserje interrumpiría a la de
Naturales, le susurraría algo al oído, y la otra se pondría toda nerviosa,
graznaría un poco para que se callasen, preguntaría sí alguien había visto
algo, todos dirían que no habían visto nada, y la clase continuaría entre
murmullos y risitas ahogadas. En el recreo, el jefe de estudios reuniría a toda
la banda de Eme en su despacho y allí les soltaría el mismo rollo de siempre,
con el adjunto y la directora a su lado, callados, mirándolos con cara de
funeral. Les diría que sabía que habían sido ellos, pero, como de costumbre,
nadie podría probar nada. El imbécil de Julián, a esas alturas, ya estaría en
su casa, o en el hospital. Tardaría un par de semanas en volver, y, para
entonces, con un poco de suerte, a Eme ya se le habría pasado el cabreo. Un mal
trago para todo el mundo; salvo para Eme, que se lo pasaba en grande con esa
clase de cosas. Cuando terminaba de pegar a un tío, le hacía una foto y la
añadía a la galería de imágenes de su móvil. Algunas, las más repugnantes, las
colgaba en Internet. Un pirado, vamos. Pero era mejor estar con él que al otro
lado. Porque, si no estabas con él, antes o después se fijaba en ti. Te miraba
con esa sonrisita suya de enfermo, los ojos oscuros e inexpresivos como los de
un pez. Y entonces comenzaba. Te daba una colleja, otra, la tercera un poco más
fuerte. Insultaba a tu madre, amenazaba a tu novia. Te pedía, como si tal cosa,
que le trajeses cincuenta euros. Y a la semana siguiente, otros cincuenta. Si
no se los traías, te hacía limpiarle los zapatos delante de toda la clase
durante el cambio de hora, o te rompía los libros, o te quitaba el teléfono y
lo destrozaba.
Según Eme, eran los tipos. como Julián los que lo estropeaban
todo. Iban pidiendo a gritos que alguien los pusiese en su sitio. Siempre con
los ejercicios hechos, con el cuaderno impecable, con dos o tres bolis y un
lápiz bien afilado en el estuche de loneta heredado de sus hermanos mayores, y hasta
una goma de borrar. Levantando la mano en clase sin fijarse en las miradas que
le echaban sus compañeros. Haciéndose el listo, pobre infeliz. Un tío que, si
hubiera tenido que sobrevivir por su cuenta, no habría durado ni dos días. La
selección natural se lo habría cargado... Pura biología. Y sin embargo, allí
estaba, dándoselas de enteradillo, mientras todos, sus padres, los profesores,
el sistema entero se esforzaban por protegerle y por sacarle las castañas del
fuego. Eme decía que era una provocación en toda regla. Se ponía rojo al
decirlo. Gallinas, decía. Débiles; todos apoyándose entre sí. Si las cosas
fuesen como deberían ser, el sistema se desharía de esa gentuza y se pondría de
parte de los que de verdad valen para algo. Eso decía Erre. Y Dan¡, en parte,
le daba la razón. Si el sistema fuese de otra forma... Bueno, las cosas serían
más fáciles para todos. Habría autoridad. A los que se pasasen, les pararían
los pies. Los fuertes impondrían su ley, y todo el mundo sabría cuál era su
lugar. Por la mañana, al despertarse, uno no tendría que romperse la cabeza
pensando en lo que iba a hacer ese día, en si estaba o no del lado correcto,
porque no habría más que un lado.
De repente, la sonrisa de Alba interrumpió el hilo de sus
pensamientos. Estaba en pie delante de él, a diez metros de la verja del patio.
Era la chica más guapa del instituto. Era preciosa; pero hasta ese día nunca le
había dirigido la palabra.
-Los sueños se cumplen a veces,,,¿sabes? -le dijo ella, clavándole
sus enormes ojos de color miel-. Supongo que debería darte la enhorabuena.
Se quedó aturdido, sin saber qué contestar. ¿A qué venía aquello
de que los sueños se cumplen? No estaría insinuando que... No, ella nunca
saldría con alguien de la banda de Eme. No era su rollo. Seguramente estaba
siendo irónica. Le habrían llegado rumores de lo de Julián, y pretendía hacerle
sentirse culpable con su sarcasmo. Tenia que ser eso... Sin embargo, él no se
veía capaz de mostrarse sarcástico con ella.
-¿Te marchas? -acertó a balbucear al ver que ella pasaba a su lado
y se encaminaba a la salida del aparcamiento sin mirar atrás-. ¿No vas a entrar
en clase?
Alba no era de las que se fumaban las clases. Que él supiera, no
lo había hecho nunca.
-Hoy no me encuentro bien -repuso-. Me voy a mi casa... Que tengas
suerte.
Dan¡ la observó alejarse, perplejo. El trimestre anterior, se
había pasado semanas buscando la forma de acercarse a Alba, imaginándose lo que
le diría para cornvencerla de que quedase con él. Puras fantasías... Eme le
habría echado de la banda si hubiese empezado a salir con una empollona como
Alba. Siempre que alguien mencionaba su nombre, soltaba alguna obscenidad. Dan¡
se tenía que morder los labios para no protestar.
-Llegas tarde -dijo una voz rasposa a sus espaldas.
Dan¡ se giró en redondo, sobresaltado. Era Eme. ¿Por qué no estaba
en el aparcamiento, con los demás? ¿Ya habrían terminado?
-Siento el retraso -tartamudeó, mirando con timidez al líder de la
banda-. ¿Qué ha pasado con Julián?
-A estas horas, va camino del Centro de Internamiento. El director
protestó un poco, pero al final cedió. Más le vale callarse, si no quiere
terminar haciéndole compañía a ese «pringao» un día de estos.
Dan¡ se fijó entonces en la camisa negra que llevaba Eme, con una
especie de insignia militar en el bolsillo. Su pantalón también era negro.
Aquello parecía una especie de uniforme.
Eme siguió la dirección de su mirada.
-No te has puesto la insignia -gruñó en tono amenazador-. La
próxima vez que aparezcas sin la insignia, te destrozo el hígado a patadas.
Una oleada de pánico erizó la piel de Dan¡ hasta la nuca. La
insignia... ¿De qué demonios estaba hablando Eme? Estuvo a punto de
preguntárselo, pero se contuvoa tiempo. El tipo estaba más agresivo todavía que
de costumbre y, a juzgar por la sonrisa con que le observaba, no parecía que
hubiese nada capaz de contenerlo.
-Además, llevas las botas sucias -prosiguió el líder, implacable-.
Cuando se lo cuente al Mando, verás: dos días de calabozo como mínimo. Oye,
ahora no intentes limpiártelos... Me apetece ver al Mando cabreado contigo.
Dan¡ se pasó una mano por la frente sudorosa y se fijó en sus
botas. ¿De dónde habían salido? Esa mañana, al vestirse, se había puesto unas
zapatillas de tenis, y no aquello... Con un escalofrío, su mirada fue
ascendiendo por los pantalones negros hasta la camisa estrecha, del mismo
color. Llevaba un uniforme exactamente igual al de Eme. Un uniforme que no
había visto en su vida.
-Escucha, las juventudes tenemos que dar ejemplo, ¿entiendes?
-dijo Eme en un tono estridente y engolado que jamás le había oído emplear
hasta. entonces-. Ahora, somos el espejo en el que se mira toda la Nación.
¿Cómo quieres que esa panda de inútiles aprenda a respetarnos si llevamos las
botas sucias y olvidamos en casa la insignia reglamentaria? «patria y Orden»:
esa es nuestra divisa. Y aquí no se tolera la desobediencia.
Dan¡ inclinó la cabeza con humildad. Las palabras de Eme parecían
sacadas de un real videojuego, pero no daba la impresión de que el joven
estuviese bromeando. Por detrás de ellos pasaron un par de tipos de unos
veintitantos años, cuidadosamente afeitados y con unos extraños correajes
cruzados sobre sus camisas negras. Los saludaron con el brazo en alto antes de
desaparecer tras la esquina del edificio.
-Vamos, tenemos trabajo -gruñó Eme, sacándose un papel todo
arrugado del bolsillo del pantalón-. Están interrogando a la de Naturales en el
gimnasio, pura pantomima, ya han decidido que la van a detener. Tú y yo la
acompañaremos en el furgón hasta el Centro de Internamiento. El Mando ha
ordenado que, al pasar por el patio, la empujemos varias veces, hasta que se
caiga al suelo. Las patadas déjamelas a mí. Ya sabes, es para dar ejemplo. Me
encanta el Nuevo Orden. «La hora de los Fuertes»... Ahora todos van a saber
cuál es su sitio.
Mientras arrastraba los pies camino del gimnasio, procurando
seguirle el ritmo al entusiasmado Eme, Dan¡ recordó como en un fogonazo las
enigmáticas palabras de Alba. «Los sueños se cumplen a veces»... De modo que
era a eso a lo que se refería. Justamente antes de encontrarse con ella, estaba
pensando en todo lo que solía decir Eme sobre el sistema y lo que habría que
hacer para cambiarlo. Por un momento, habla deseado que el sueño de Eme se
hiciese realidad. Y había sucedido. No entendía cómo, pero había sucedido. Solo
que ahora, al ver las caras de terror de sus compañeros mientras recorría los
pasillos junto a Eme, al fijarse en las faldas largas de las chicas, en sus
estiradas trenzas y en la tristeza de sus ojos, empezaba a pensar que el mundo
soñado por Eme no era el suyo. «La hora de los Fuertes"... Pero ¿quiénes
eran los Fuertes? ¿Eme y él? No estaba demasiado seguro.
A la puerta del gimnasio se había formado una pequeña cola. Un par
de docenas de alumnos, junto con algunos profesores, esperaban su turno para
ser interrogados. Al pasar junto a la fila, Eme, sin. dejar de mirar al frente,
descargó una bofetada sobre el rostro de la joven profesora de Plástica, que se
tambaleó por el golpe. Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas, pero de su
boca no salió ni un solo quejido. Los dos individuos uniformados que estaban
apostados a la entrada de las instalaciones deportivas prorrumpieron en
carcajadas.
-¡La mascota de la división? -dijo uno de ellos, poniéndole la
zancadilla a Eme cuando este llegó a su altura.
El matón se estampó contra el suelo, mientras los dos individuos
vestidos de negro redoblaban sus risas. Sin embargo, ninguno de los de la fila
se unió a su jolgorio. A Dan¡ ni siquiera le miraron... Eme se puso en pie lo
más deprisa que pudo y, rojo como un tomate, atravesó a toda velocidad el
umbral del gimnasio.
-Les gusta bromear -murmuró Eme, sonriendo forzadamente y sin
dirigirse a nadie en particular-. Bromas entre hombres... Ya sabes, lo que se
llama camaradería.
Dan¡ asintió en silencio. El rubor de Eme demostraba bien a las
claras que no se creía sus propias palabras. El gesto de aquel supuesto
«camarada» solo había tenido como objetivo humillarle, y lo había conseguido.
Sin embargo, Eme no se le había encarado. Ni siquiera había murmurado una frase
de protesta, como habría hecho, por ejemplo, Julián. Se había limitado a
sonreír y a agachar la cabeza... Claro, aquello debía de formar parte del
«Nuevo Orden». «La hora de los Fuertes»... El problema es que uno nunca es el
más fuerte. Siempre hay alguien más fuerte que tú. Y ahora, con el Nuevo Orden,
ya no estaban ahí las normas de convivencia del centro ni la Carta de Derechos
de los Alumnos para protegerte. Ahora, el pez grande se comía al chico...
Selección natural. Como solía decir Eme, «pura biología».
Al fondo del gimnasio, alguien había tendido una cortina sucia que
separaba el área de interrogatorios del resto de la instalación. Cuando pasaron
al otro lado de la cortina, Dan¡ sintió que iba a vomitar. Laura, la profesora
de Naturales, estaba escupiendo sangre en un pañuelo de papel, con un ojo
morado y un chichón en la frente que le deformaba espantosamente la cara. Una
mujer uniformada de negro la sujetaba por el pelo, mientras otros dos miembros
de las juventudes observaban a la mujer con aire divertido.
-No me encuentro bien -susurró Dan¡, y, empujando la cortina,
atravesó a la carrera el gimnasio sin hacer caso de los gritos e insultos de su
compañera. Al llegar a la salida, sintió que alguien le ponía la zancadilla y
se cayó al suelo. El pánico que sentía le había embotado los reflejos, de modo
que ni siquiera le dio tiempo a parar el golpe con las manos, y su nariz crujió
al estrellarse contra el terrazo gris. El dolor era tan insoportable, que por
un momento creyó que iba a perder el conocimiento.
-¿Qué haces aquí"? -oyó que le preguntaba una agradable voz
femenina-. Ahora no tengo clase con vosotros... Además, todavía es pronto.
¿Cómo has entrado?
Dan¡ se sentó en el suelo y miró a su alrededor, desorientado. La
puerta del gimnasio estaba abierta, pero en el interior no se veía ninguna
cortina sucia que dividiese la habitación, y la fila de profesores y alumnos
que esperaban su turno para ser interrogados había desaparecido. Junto a él,
Blanca, la profesora de Educación Física, se había arrodillado en el suelo y lo
observaba asustada.
-¿Dónde están los de las juventudes? -le preguntó el muchacho,
aferrándose como un crío a la manga de su chaqueta-. ¿Y los demás? El
interrogatorio...
Blanca lo miró con preocupación.
-Dan¡, aquí no hay nadie más que yo. Falta todavía un cuarto de
hora para que suene el timbre... Creo que estás un poco confundido.
La expresión aterrada de Dan¡ se fue suavizando poco a poco.
Durante unos instantes contempló los cordones de sus zapatillas deportivas con
una ambigua sonrisa. La profesora tenía razón, allí no había nadie más; todo
había sido una especie de pesadilla, o una alucinación. No había otra
explicación posible. A menos que... Recordó, estremeciéndose, las palabras de
Alba a la puerta del patio, y entonces tuvo la certeza de que lo que acababa de
vivir no había sido únicamente un sueño. Quizá, por el contrario, había sido lo
más real que le había ocurrido en la vida.
Blanca seguía mirándolo con inquietud.
-¿Has tropezado? -le preguntó-. Te sangra la nariz.., Eso tiene
mal aspecto. ¿Puedes levantarte? Espera, voy a avisar a conserjería.
-No hace falta, estoy bien -le interrumpió Dan¡, poníéndose en pie
de un salto-. Además, tengo un poco de prisa.
-¿Adónde vas? -le preguntó la profesora con suspicacia-. Oye, he
oído rumores...
Se detuvo, indecisa, y Dan¡ percibió una sombra de miedo en su
mirada.
Sí, todos sabían que él pertenecía a la banda de Eme. Y todos
temían a Eme. Ahora sabía perfectamente cómo se sentían.
-Tengo que ir a hablar con el jefe de estudios -dijo con
decisión-. Van a darle una paliza a Julián... Es decir, íbamos a dársela. Ahí
fuera, en el aparcamiento de bicicletas.
La profesora caminó junto a él por el pasillo lateral que
conectaba el gimnasio con el cuerpo principal del edificio. Aún era temprano,
pero ya había algunos alumnos en el vestíbulo. Iban vestidos como cualquier
otro día del curso, y no les prestaron ninguna atención cuando pasaron por su
lado.
-¿Por qué has decidido dar este paso? -le preguntó Blanca,
deteniéndose de improviso-. Todos sabemos cómo es .Eme; cuando sepa que le has
denunciado, la tomará contigo. Hasta ahora, te consideraba su amigo...
-En realidad, no tenernos mucho en común -contestó Dan¡
encogiéndose de hombros-. Antes creía que sí, pero ahora lo veo de toda manera.
-¿Y cómo lo ves? -preguntó la profesora con curiosidad-. Quiero
decir, ¿qué te ha hecho cambiar de opinión?
-Una especie de sueño; o de pesadilla, más bien. Algo que yo
quería que pasara y que de pronto, no sé cómo, se cumplió... Pero entonces me
di cuenta de que no era eso lo que de verdad quería.
Durante un rato, caminaron en silencio.
-Eme tiene mucha fuerza aquí, en el instituto -dijo por fin la
profesora en voz baja-. Supongo que eres consciente de lo que estás haciendo...
-Eme es fuerte, pero no es el más fuerte -contestó Dan¡, tratando
de dominar el temblor de sus piernas-. Siempre, seas quien seas, vas a
encontrar a alguien más fuerte que tú, ¿no? Pero, no sé, la fuerza no lo es
todo.
-Entonces, ¿no le tienes miedo a Eme?
Dan¡ se detuvo y miró a Blanca con una sonrisa que tenía algo de
heroico.
-A lo único que le tengo miedo en este momento -murmuró- es a mi
propio miedo.
Ana Alonso, 21 Relatos contra el Acoso Escolar
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