Mucho más inconcebible, esta aversión por la
lectura, si pertenecemos a una generación, a una época, a un medio, a una
familia en los que la tendencia era más bien la de impedimos leer.
-¡Venga, deja de leer, que te vas a quedar sin
vista!
-Más vale que salgas a jugar, hace un tiempo
estupendo.
- ¡Apaga la luz! ¡Es tarde!
Sí, siempre hacía demasiado buen tiempo para leer,
y de noche estaba demasiado oscuro.
Fijémonos en que se trata de leer o no leer, el
verbo ya era conjugado en imperativo. En el pasado ocurría lo mismo. De manera
que leer era entonces un acto subversivo. Al descubrimiento de la novela se
añadía la excitación de la desobediencia familiar. ¡Doble esplendor! ¡Oh, el
recuerdo de aquellas horas de lecturas clandestinas debajo de las mantas a la
luz de la linterna eléctrica! ¡Qué veloz galopaba Ana Karenina hacia su Vronski
a aquellas horas de la noche! ¡Ya era hermoso que aquellos dos se amaran, pero
que se amaran en contra de la prohibición de leer todavía era más hermoso! Se amaban
en contra de papá y mamá, se amaban en contra del deber de mates por terminar,
en contra de la «redacción» que entregar, en contra de la habitación por
ordenar, se amaban en lugar de sentarse a la mesa, se amaban antes del postre,
se preferían al partido de fútbol y a la búsqueda de setas..., se habían elegido
y se preferían a todo... ¡Dios mío, qué gran amor!
Y qué corta era la novela.
Daniel Pennac, Como una Novela
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