viernes, 13 de marzo de 2015

EL QUIJOTE Y EL MOLINO DE VIENTO

EL primer robot del Mundo iba caminando sobre verdes colinas, destellante su bruñida metálica envoltura por los rayos del Sol. Su andar tenía una gracia casi felina, y sus pasos eran silenciosos... si bien se podía sentir vibrar la tierra desvanecidamente, bajo el impacto de aquella formidable masa, y estremecerse tenuemente el aire por el latido del gran motor que le marcaba el compás.
ÉL. No se podía pensar en el robot como en un ser neutro. Tenía la brutal virilidad de un fusil naval o de un alto horno. Toda la suave elegancia del perfecto diseño y construcción no ocultaban el peso y la fuerza de una estatura de dos metros y medio. Sus ojos fulguraban, como por brasas interiores de incandescentes átomos; podían ver en cualquier gama de frecuencia que escogiera; podía dirigir a un cuerpo un haz de rayos X y registrarlo por completo con aquellos terribles ojos. Lo habían construido humanoide, pero habían tenido el buen gusto de no darle un rostro; tenía los ojos, con sus cuencas para lentes extra cuando necesitaba una visión microscópica o telescópica, y otros pequeños orificios sensoriales y vocales, pero por lo demás su cabeza era una máscara de reluciente metal.
Humanoide, mas no humano –creación del hombre pero más que el hombre, la primera máquina independiente, volitiva, no especializada-, pero habían soñado en ella hacía tiempo; antes había sido el genio en la botella o El Golem, la cabeza de bronce de Bacon, o el monstruo de Frankenstein, la trascendente criatura del hombre, que podía servir o destruir con la misma facilidad despectiva.
Caminaba bajo un límpido y destellante cielo estival, sobre campos luminosos y a través de bosquecillos que danzaban y susurraban al viento. Las casas de los hombres estaban esparcidas aquí y allá, casas que prácticamente cuidaban de sí mismas; allá en el horizonte se encontraba una gigantesca, que era una fábrica casi automática de artículos alimenticios; la sobrevolaban unos cuantos vehículos de pilotaje automático. Se divisaban seres humanos, hombres atezados por el Sol. Sus mujeres e hijos iban a hacer sus recados, con holgadas vestiduras de vivos colores que flotaban a la brisa. Unas cuantas personas parecían estar trabajando: había un colorista experimentando una nueva armonía cromática; un compositor sentado en su porche que arrancaba notas a un instrumento omnimusical, y un grupo de ingenieros dentro de un laboratorio de muros transparentes probando algunos mecanismos. Pero con el período de trabajo normativo de aquellos días, la mayoría descansaba. Una partida de campo, un baile bajo los árboles, un concierto, una pareja de enamorados, un grupo de niños entregados a uno de los inmemorialmente antiguos juegos de su edad, un viejo en feliz reposo con un libro y una botella de cerveza... la raza humana andaba despreocupada.
Veían pasar al robot, y a menudo se hacía un gran silencio al paso de su tremenda sombra. Sus detectores electrónicos captaban los apresurados latidos que significaban nerviosismo, y leve desasosiego... oh, ellos confiaban en los hombres cibernéticos, no los consideraban monstruos devoradores, pero se interrogaban. Sentían la vieja inseguridad del hombre ante lo ajeno y desconocido; en lo profundo de sus mentes se preguntaban qué buscaba el robot, y qué podía significar su nueva e invencible raza para los moradores de la Tierra... y luego, quizá, cuando su destellante masa se retiraba sobre las colinas, reían y lo olvidaban. El robot siguió su camino.

No había muchos clientes en el Casanova a aquella hora. Después de la puesta del Sol la taberna se llenaría y los autodistribuidores funcionarían ininterrumpidamente, pues presentaba un espectáculo viviente y la televisión estaba ya pasando de moda. Pero en aquellos momentos sólo estaban presentes quienes al paso tomaban algún trago por la tarde, y algunos recalcitrantes bebedores.
El establecimiento estaba apartado, en una boscosa ladera y rodeado por jardines con un amplio aparcamiento. Su porche encolumnado era largo, bajo y gracioso; en el interior se estaba a la fresca sombra y en un ambiente muy tranquilo; y el aire general de decoro, debido por entero a la momentánea falta de clientela, duraría probablemente hasta el anochecer. El encargado, se había ido a sus asuntos, y las muchachas no consideraban que mereciera la pena andar rondando hasta más tarde, por lo que el Casanova se encontraba ahora completamente a cargo de sus máquinas.
Dos hombres estaban dando un buen trabajo a su autodistribuidor. Apenas acababa de servir una bebida, le era introducida una nueva moneda para otra. El hombre más pequeño estaba bebiendo whisky con soda, y el de mayor estatura se servía de la cerveza más fuerte, y ambos estaban ya poco menos que trompas.
Estaban sentados en una esquina desde la cual podían mirar a través de la puerta abierta, pero su atención estaba dirigida a las bebidas. Era una de esas curiosas amistades de bar que brotan entre los más diversos tipos. Al día siguiente apenas se recordarían, pero en la ocasión se contaban sus cuitas.
El tipo pequeño de cabello negro, Roger Brady, acabó su bebida y manipuló en la máquina para otra.
-¡Batido! -dijo triunfalmente.
-Dame tiempo -dijo el grandote pelirrojo, Pete Borklin-. Esto baja más despacio.
-¿Por qué diablos no funcionará al instante este artefacto? -murmuró con voz estropajosa-. Tiene diez segundos de demora. ¡Diez secas eternidades! Exijo combinados instantáneos, servidos más rápidos que una centella.
-Temo -dijo con la precisión de un borracho- que voy a cogerla llorona. Preferiría que me diera por una peleona. Pero por desgracia no hay nadie aquí con quien engancharse.
-Yo me pelearé contigo -se ofreció Borklin cerrando sus enormes puños.
-Ah.,., ¿y por qué? No sería de todos modos una pelea. Me dejarías en seguida para el arrastre. ¿Y por qué habríamos de pelearnos? Los dos estamos en el mismo saco.
-Tienes razón -Borklin se miró los puños-. No serviría de mucho. Alguien podría hacerlo mejor con una automática que yo con esto.
Abrió los puños, lentamente, como con esfuerzo, y tomó otro trago de su vaso.
-Lo que debemos hacer –dijo Brady- es luchar contra un mundo. Volar toda la Tierra y desperdigar los pedazos desde aquí a Plutón. Pero tampoco serviría de nada. Aparecería alguna máquina para juntarlos de nuevo.
-Yo sólo quiero emborracharme -dijo Borklin-. Mi mujer me abandonó. ¿Te dije eso? Me abandonó mi mujer.
-Sí, ya me lo dijiste.
-Dijo que yo era un borracho. Hizo que acudiese a un médico, pero no sirvió de nada. Dijo... olvidé lo qué dijo. Pero de todos modos tuve que seguir bebiendo. No había nada que
hacer.
-Lo sé. La psiquiatría ayuda a la gente a resolver problemas, pero no es capaz de resolver un problema que empuja a un hombre a la locura. ¿Pues qué pasa cuando el problema es intrínsicamente insoluble? No queda sino beber, y tratar de olvidar.
-Mi mujer quería que me ocupase en algo -dijo Borklin-. Quería que consiguiese un trabajo.. Pero, ¿qué podía hacer yo? Lo intenté. Sinceramente, lo intenté. Lo intenté por... bueno, lo he estado intentando toda mi vida, de verdad. Pero se daba el caso de que no había ningún trabajo. Ninguno que pudiese hacer yo.
-Afortunadamente el subsidio básico del ciudadano es suficiente para emborracharse -dijo Brady-. Sólo que las bebidas no llegan lo bastante rápidas. Voy a pedir un autoservicio instantáneo.
-Yo he sido siempre fuerte -dijo-. Sé que no soy muy inteligente, pero soy fuerte, y soy bueno trabajando con máquinas y todo eso. Pero nadie quiso contratarme -separó sus gruesos dedos de obrero-. Era muy mañoso en casa. Teníamos una pequeña casita en Alaska, y mi padre no la había provisto de muchos artilugios, pero yo me las apañaba. Pero él murió ya, se vendió la casita, ¿y para qué sirven ahora mis manos?
-El Paraíso de los obreros –los delgados labios de Brady se contrajeron-. Desde el final de la Transición, la Tierra ha sido Utopía. Las máquinas hacen todo el trabajo rutinario, todo él, y producen tanto que las necesidades básicas de la vida están cubiertas.
-¡Narices! Quieren dinero para todo.
-No mucho. Y hay el subsidio de ciudadano que es justamente el medio de cubrir las necesidades. Si se quiere más dinero, para lujos extras, se trabaja de ingeniero, o músico, o pintor, o tabernero, o astronauta, o... de cualquier cosa que tenga demanda. Y no se trabaja demasiado. Lo dicho, ¡el Paraíso!
-Pues yo no puedo encontrar trabajo. No me quieren en ninguna parte.
-Desde luego que no. ¿Para qué diablos vale el trabajo manual en estos días? Las máquinas lo hacen todo. Oh, están los técnicos, por supuesto, una gran cantidad de ellos..., pero son sumamente hábiles, con años de entrenamiento. El hombre que no tiene nada más que ofrecer sino su fuerza y un conocimiento empírico no consigue trabajo. ¡No hay sitio para él! –Brady tomó otro trago de su vaso-. El genio humano ha eliminado la necesidad del obrero manual. Ahora ya sólo le queda eliminar al propio obrero.
Los ojos de Borklin volvieron a entornarse peligrosamente.
-¿Qué quieres decir? –preguntó agriamente-. ¿Qué quieres decir en resumen?
-Nada personal. Pero tú ya lo sabes por propia experiencia. Tu tipo no encaja ya en la sociedad humana. Y así los especialistas en genética están tratando de extirparlos gradualmente de la raza. La población se mantiene estática, relativamente pequeña, y está evolucionando lentamente a un tipo que pueda adaptarse al actual am... ambiente. Y ése no es nuestro tipo, Pete.
La cólera del hombrón se redujo a la nada, y se quedó con la vista clavada inexpresivamente en su vaso.
-¿Qué hacer? -murmuró-. ¿Qué puedo hacer?
-Nada en absoluto. Sólo beber, y tratar de olvidar a tu mujer. Sólo beber.
-Quizá quieran irse a las estrellas.
-No en nuestros años de vida. Y en tal caso, se llevarían sus máquinas consigo. Y nosotros seguiremos siendo tan inútiles. Ea, bebe, amigo. ¡Alégrate! ¡Estás viviendo una Utopía!
Hubo un prolongado silencio. El día era radiante afuera. Brady estaba agradecido a la obscuridad que reinaba en la taberna.
-Lo que no puedo imaginarme eres tú -dijo por fin Brady-. Pareces listo. Tú puedes encajar en... ¿o no?
Brady esbozó una sonrisa que más bien parecía una mueca triste.
-No, Pete -respondió-. Tuve un trabajo. Era un mediocre servotécnico. El último día no pude soportarlo más, y le dije al patrón lo que podía hacer con sus servos. Desde entonces he estado bebiendo, y no deseo dejarlo. Hastío, monotonía, rutina... lo odiaba. Algo insoportable. Preferí estar borracho. Estuve bajo tratamiento psiquiátrico, desde luego, y no me hizo nada. Realmente, el mismo problema que el tuyo.
-No lo entiendo.
-Mira, yo soy un tío inteligente, Pete. ¿Por qué ocultarlo? Mi cociente de inteligencia me sitúa en la clase de los genios. Pero... no lo suficientemente inteligente -Brady hurgó su bolsillo en busca de otra moneda; sólo encontró un billete, pero la máquina le dio el cambio-. Quiero una instantánea auto... ¿o lo dije ya antes? No importa. Eso no importa.
-¿Qué quieres decir con eso de no soy lo bastante inteligente? –insistió Borklin; tenía una vaga noción de que un nuevo sesgo de su propio problema podría posiblemente ayudarle a ver una solución-. Eso es lo que me dijeron a mí. Pero tú...
-Yo lo soy demasiado para ser un técnico corriente. No por mucho. Y no tengo ningún talento artístico o literario, que tanto cuenta hoy. Lo que yo deseaba era ser matemático. Y me empeñé en serlo. Estudié con afán. Aprendí todo cuanto podía contener una mente humana, y sé dónde buscar el resto -sonrió melancólicamente-. ¿Y cuál es el resultado final? Que las máquinas lo han asumido todo. No sólo todo el cálculo rutinario, sino hasta la investigación independiente. Y a un nivel más elevado del que puede operar el cerebro humano. Todavía tienen humanos trabajando en ello. Desde luego. Hombres que esbozan los problemas, controlan y chequean las máquinas, hombres que son... el alma de la ciencia, aún hoy. Pero sólo los genios supremos, las eminencias. Las mentes realmente brillantes y originales con destellos de pura inspiración. Ellos son necesarios todavía. Pero las máquinas hacen todo lo demás. Pero yo no soy un genio de primera fila, Pete. Yo no puedo hacer nada que no consiga un cerebro electrónico con mayor rapidez y mejor. Así, tampoco conseguí mi trabajo.
-Por lo menos puedes divertirte un poco. A mí no me gustan todos esos conciertos y pinturas y todas esas fantasías. Yo no tengo más que la bebida, las mujeres y algún estereofilm.
-Supongo que tienes razón –dijo Brady con indiferencia-. Pero no estoy hecho para ser un hedonista. Ni tampoco tú. Ambos queremos trabajar. Queremos sentir que tenemos alguna importancia y validez... que contamos algo. Nuestros amigos... tu mujer... yo tuve una novia, Pete... se espera que hagamos algo.
-Sólo que no hay nada que podamos hacer...
Un destello cegador le hirió la vista. Miró a través de la puerta, y dio tal respingo que volcó su vaso.
-¡Gran Universo! -jadeó-. ¡Pete... Pete... mira, es el robot! ¡Es el robot!
-¿Eh? -Borklin giró en redondo, tratando de mirar a través de la puerta-. ¿Qué es eso?
-¡El robot... ya has oído de él, hombre! -la embriaguez de Brady se había transformado en una súbita intensidad estremecida, y su voz resonó como el metal-. Lo construyeron hace tres años en los Laboratorios de Cibernética. Semejante al hombre, con un cerebro volitivo, no especializado... semejante al hombre, ¡pero más que hombre!
-Sí... sí, ya lo oí -Borklin alzó la vista y vio a la gran forma reluciente atravesando los jardines, en marcha hacia algún desconocido lugar que le hacía pasar ante la taberna-. Lo estaban probando. Pero ha estado andando suelto por ahí durante un año o cosa así... ¿Adonde irá?
-No lo sé -respondió Brady con la vista clavada en el robot, como hipnotizado-. No lo sé... -su voz se arrastró pero de súbito se puso en pie y exclamó con firmeza restallante-: ¡Pero lo descubriremos! ¡Ven, Pete!
-¿Adonde... un... por qué...? -respondió Borklin levantándose lentamente, y con aire desconcertado-. ¿Qué quieres decir?
-¿Es que no lo ves, no lo ves? Es el robot... el hombre después del hombre... todo lo que es el hombre, y mucho más de lo que ni siquiera podemos imaginarnos. Pete, las máquinas han estado reemplazando al hombre, aquí, allí, en todas partes. ¡Ésta es la máquina que reemplazará al hombre! Claro... ¿por qué no? El hombre es simplemente carne y sangre. Los humanos son sólo humanos. No son lo bastante eficientes para nuestro nuevo resplandeciente Mundo. ¿Por qué no desechar a toda la raza humana? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que no tengamos sino hombres de metal en un insensato hormiguero metálico? Vamos, Pete. El hombre está descendiendo a la obscuridad. ¡Pero podemos descender luchando!
Algo de ello penetró en la mente de Borklin. Vio la gigantesca máquina frente a él, y súbitamente fue como si encarnase cuanto le había destruido. La última máquina, la arrogancia final de la eficiencia, remota y endiosada, e indiferente cuando le destrozó a él... Se sintió agitado por un odio tan violento que pareció estallarle el cráneo. Tambaleándose torpemente al lado de Brady, ambos se acercaron al robot.
-¡Vuélvete! -vociferó Brady-. ¡Vuélvete y pelea!
El robot hizo una pausa en su caminar. Brady cogió una piedra del suelo y se la arrojó. La piedra rebotó en la coraza con opaco sonido. El robot miró en derredor. Borklin corrió a él, lanzando maldiciones. Sus zapatones se abatieron en patadas contra los tobillos del robot, mientras que le golpeaba a puñetazos el pecho. Sin embargo, nada dio resultado.
-Estate quieto -dijo el robot; su voz apenas tenía una variación tonal, pero con la resonancia de una gran campana-. Estate quieto. Vas a hacerte daño.
Borklin se retiró, jadeando por el dolor de la carne magullada y de la sofocada impotencia. Brady se puso, haciendo eses, ante el robot. El alcohol le cantaba y zumbaba en la cabeza, pero su voz sonó fríamente clara.
-No podemos hacerte daño -dijo-. Somos Don Quijote embistiendo a los molinos de viento. Pero tú no sabrías de eso. No sabrías de ninguno de los viejos sueños del hombre.
-Soy incapaz de explicarme vuestras actuales acciones -dijo el robot. Sus ojos fulguraron con sus profundas brasas, escudriñando a los hombres. Inconscientemente, ellos dieron un paso atrás.
-Sois desgraciados -decidió el robot-. Habéis estado bebiendo para escapar a vuestra infelicidad, y en vuestra actual intoxicación me identificáis con las causas de vuestra desgracia.
-¿Y por qué no? -espetó Brady-. ¿Acaso no lo eres? Las máquinas lo están asumiendo todo en la Tierra con su orgullosa eficiencia... y ahora vienes tú, el último modelo, el que va a reemplazar al mismo hombre.
-Yo no tengo ninguna intención beligerante -dijo el robot-. Debieras saber que fui condicionado contra tales tendencias, cuando todavía se hallaba mi cerebro en proceso de construcción -algo como una ahogada risita vibró en la profunda voz metálica-. ¿Qué razón tendría para luchar con alguien?
-Ninguna -dijo Brady melifluamente-. Ninguna en absoluto. Sólo os imponéis, y cuantos más y más de vosotros se hacen, y vuestro poder sin emociones comienza a...
-¿Comienza a qué? -preguntó el robot-. ¿Y cómo sabes que no tengo emociones? Cualquier psicólogo te dirá que la emoción, aunque no necesariamente del tipo humano, es una base de pensamiento. ¿Qué razón lógica tiene un ser para pensar, para trabajar, y hasta para existir? Yo no puedo racionalizar que lo haga así; simplemente lo hace debido a su sistema endocrino, su planta de energía que rige sus emociones... Y una mentalidad capaz de ser consciente de sí, sentirá una gama tan amplia de emociones como tú... será tan feliz o tan interesado... o tan desgraciado como tú.
Era fantástico, hasta en un Mundo acostumbrado a máquinas, que lo eran todo menos vivientes, estar así discutiendo con una viviente masa de metal y plástico, de vacío y energía. La rareza de ello impresionó a Brady, quien se dio cuenta inmediatamente de lo borracho que estaba. Pero tenía aún que soltar frases de odio y desesperación que le aliviaran la restallante tensión que le agitaba.
-No me importa lo que sientas o no sientas -dijo tartajeando un poco-. Es porque representas el futuro, el insensato futuro en que todos los hombres serán tan inútiles como lo soy yo ahora; y por eso te odio, y lo peor de ello es que no puedo matarte.
El robot permaneció inmóvil, semejante a una pulida estatua de algún antiguo dios no antropomórfico, pero su voz hizo temblequear el aire en calma:
-Tu caso -dijo- es muy corriente. Has sido relegado a la obscuridad por una avanzada tecnología. Pero no te identifiques con toda la humanidad. Siempre habrá hombres que piensen y sueñen y canten y lleven adelante todo cuanto ha amado siempre la raza. El futuro pertenece a ellos, y no a ti... o a mí. Me sorprende que un hombre de tu aparente inteligencia no se dé cuenta de mi situación. Pues... ¿para qué diablos sirve un robot? Para cuando la ciencia avanzó al extremo de que pude ser construido, ya no había ninguna razón para ello. Piénsalo... tenéis una máquina especializada para realizar o ayudar al hombre a ejecutar todas las tareas concebibles. ¿Qué utilidad posible existe para que lo haga todo una máquina no especializada? El propio hombre colma esa función, y las máquinas no son sino sus herramientas. ¿Desea acaso un ama de casa un servidor robot cuando necesita tan sólo controlar la docena de máquinas que hacen ya todo el trabajo?. ¿Por qué desearía un científico un robot que pudiese, pongamos por caso, penetrar en peligrosas estancias radiactivas, si ya ha instalado aparatos automáticos y de control remoto que lo hacen todo allí? La máquina para todo propósito es y será por siempre... el propio hombre. Mira, yo fui hecho para un estudio puramente científico. Al cabo de un par de años supieron todo cuanto tenían que saber sobre mí... ¡Y ya no tenía yo otro propósito! Me dejaron convertirme en un inofensivo vagabundo que camine sin objetivo, sólo para que pudiese estar haciendo algo... ¡Y mi vida se calcula en quinientos años! No tengo ningún propósito, ninguna utilidad. No tengo ninguna razón real para la existencia. No tengo ningún compañero, ningún lugar en la sociedad humana, ni empleo alguno para mi fuerza y mi cerebro. Hombre, hombre, ¿te piensas que yo soy feliz?


El robot se volvió para marcharse. Brady se había sentado sobre la hierba, sosteniendo su cabeza con las manos para que no se le escapase remolineando hacia el espacio. Pero captó las últimas palabras del robot, y advirtió una especie de impresionante amargura en la átona voz metálica. Ya nunca olvidaría lo que le había dicho.
-¡Hombre, tú eres el afortunado. Tú puedes emborracharte!

Poul Anderson

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