Para ti, viajero, va a suceder ahora un hecho extraordinario que,
si lo piensas bien, te puede convertir en un ser privilegiado. Has llegado a la
ventanilla de tu estación —ya sea de tren, de autobús, de avión o de barco— y,
al otro lado del mostrador, alguien te ha dado un billete en el que está
escrito el nombre del lugar al que tú has solicitado ir. Pues léelo con
atención: en él se encierra toda una historia. Ese billete es como la portada de
un libro. Tenlo entre los dedos muy despacio, con la intrigada ternura con la
que se acaricia el pétalo de una flor. Entorna mientras los ojos y deja que
divague la memoria. No vayas a olvidar nunca que vivir es viajar. Ya nos lo advirtió
Dante
Alighieri en su Divina Comedia: «Nel
mezzo del cammin di nostra vita». O, si no, también don Antonio
Machado: «caminante, se hace camino al andar».
Has llegado al andén que es la víspera del sueño pues, así mismo,
el viaje es un sueño. ¿Sabes lo que va a ocurrir en el trayecto? ¿Sabes lo que
te encontrarás a tu llegada? El ejercicio de imaginación que supone pensarlo,
te abre las primeras páginas de un libro que estás dispuesto a leer. ¿O será a
escribir? Si es el de tu vida, tú solo lo lees; si es el de tu viaje, tú solo
lo vas a escribir. Por eso que no se te olvide que el escritor es el primer
lector de su obra, y el lector, el autor de un viaje maravilloso. Porque
—digámoslo ya— la lectura es un viaje, es una historia en la que el papel de
protagonista se te tiene reservado a ti.
Te has subido a tu vehículo. El asiento acoge tu cuerpo con la
amabilidad complacida que sólo aportan los detalles. En cuanto empieces a
moverte verás por la ventanilla que el mundo es siempre distinto. Lo mismo que
enfrascarse en la lectura de un libro: con ser las mismas letras, con estar las
páginas siempre en el mismo sitio que señala el número que las marca, cada vez
que se lee, la vida empieza de una forma irrepetible. Así es que, por trivial
que pueda ser tu desplazamiento a un lugar, piensa, viajero, que eso que estás
haciendo es una oportunidad única que jamás se te va a volver a repetir, porque
ese paisaje que estás viendo es un destello de presencias que arde en tus ojos.
Y el fuego, después de las llamas y las brasas, sólo deja cenizas.
Y tal vez ese paisaje que se le va revelando a tus pupilas sea
como los latidos de tu corazón: cada uno de ellos sigue siendo el mismo desde
que naciste, y por eso no le prestas atención, pero el último —ponte la mano en
el costado izquierdo y aprieta: ¡sí, en ese sitio!— es el que, de verdad, te da
la vida o su ausencia, te la quita.
Por todo ello, viajero, siéntete ahora un ser privilegiado pero
con esa sincera simplicidad de la que carece el ufano orgulloso. Lo que se te presenta
es un regalo y ni que decir tiene que los dones gratuitos son tan escasos en
esta vida que siempre se prometen para la otra. ¡Aprovéchate! Así pues, mirar,
mirar por la ventanilla, mirar para ver, y no te extrañe, viajero, si alguna
vez te sorprendes al contemplar reflejado en el cristal tu rostro con un gesto
de exclamación gozosa que acaso esté dibujado con la ingenuidad de la cara de
un niño. No te lo vayas a reprochar, ni intentes simular poniendo cara de
recién llegado, ni procures borrar de tu cara ese gesto: sólo florece aquello
que se abona y riega.
Y con todo este cavilar ya casi has llegado a tu destino. Y aquí
sí que hay que ser cauto porque, por un lado, significa llegar al final del
trayecto pero, por otro, es iniciar la vida en otra estancia. Sin agobios hay
que reconocer que cuando tus pies pisan el andén en la llegada, andarás dando
un paso y a la vez dejando una huella. Y ahí es donde está el secreto: el
futuro y el pasado los llevas en tus zapatos, que ojalá los gasten sólo los
viajes y nunca la miseria. Por eso, lo mejor es poner en los labios el sosiego
que significa saludar a quien nos viene a recibir y ha estado allí aguardando
el tiempo del encuentro.
Entonces con llegar, has cumplido tu sueño. Como quien acaba su
lectura y, sin quererlo, por el arte de magia de la literatura se ha visto
inmerso en una sucesión de acontecimientos que le han llenado los bolsillos de
la memoria con cosas que aparentemente son golosinas pero que, a la larga, se
le convertirán en el pan que sacia el apetito.
Pero no te vayas a rendir al cansancio. Si te has cansado,
viajero, quizás será sólo porque no te has concedido esa estupenda oportunidad.
Claro, la rutina cansa, cansa mucho, rinde hasta el cansancio, como el que
deben tener los muertos siempre en la misma postura en ese territorio vago de
la eternidad. Aunque, por fortuna, viajero, tú estás vivo —vuelve a ponerte la
mano en el costado izquierdo: ¿cuál es ahora el latido?—.
Y así llegas al final de tu camino y resuenan de repente en el
recuerdo aquellas otras palabras de Machado cuando nos confesaba: «y al
volver la vista atrás / se ve la senda que nunca / se ha de volver a pisar».
Ya decíamos antes que cada viaje es irrepetible. Porque es un sueño y una
historia. O, como afirmó una vez y para siempre el maestro José Saramago, «ningún
viaje es definitivo». Evidente: por lo menos, hay que volver. Por
cierto, viajero, ¿tú cuándo vuelves?
Fidel Villar
Ribot
Por alusiones:
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