—¿Cuál fue la
palabra que gozó del honor infame de inaugurar vuestro diccionario? —preguntó
al fiscal.
—Poesía
—contestó Rafael con voz ronca—. Dícese de la lujuria del alma por lo bello o
melancólico. O febril potro de versos. A veces me pregunto si aniquilando toda
pasión capaz de engendrar un poema, acabaríamos también con el sufrimiento.
—Quizá el
hombre sufriría entonces por no sufrir. Yo a veces prefiero ser cautivo del
dolor que de la nada. Pero ahora soy yo quien quiere saber. Contadme por qué
aborrecéis tanto la poesía. Por qué cada noche la quemáis en la hoguera de la
chimenea como a hereje.
—¿Corresponderéis
después a mi historia con la vuestra? —le preguntó Rafael.
—Si para
entonces el vino no ha dormido mi memoria y mi lengua —respondió Íñigo.
—Tengo la
esperanza de que así sea. Comenzaré pues por la mía.
Rafael dio un
sorbo al vino, arrellanándose en el butacón y en sus orígenes.
—Mi padre fue
un hidalgo que dedicó toda su vida al ejército, como lo había hecho antes mi abuelo.
Apenas pasaba tiempo en casa, su hogar era el campo de batalla. Mi madre se
acostumbró pronto a sus prolongadas ausencias, entregándose a un vicio más
voraz que los dados o los naipes, la poesía. Era una mujer obsesionada con los
versos y las rimas, una depredadora de la belleza. Pasé mi infancia asistiendo
a justas poéticas y juegos florales, soportando delirios y éxtasis de los
llamados poetas, de librería en librería comprando cuanto libro de poemas
encontrábamos, porque ella engullía desde Homero hasta los nuevos amantes de la
pluma, desde los sonetos más excelsos hasta la estrofa más indigna, todo le
servía a su apetito insaciable. Pero como no teníamos muchos posibles y los
libros son caros —en verdad que hubo ocasiones que creí que acabaríamos
alimentándonos de metáforas y ripios despreciables—, mi madre resolvió
adquirirlos en las subastas de los bienes de difuntos, así que siempre
estábamos pendientes de si había muertos en la ciudad. Crecí con alma de
buitre, entre lágrimas de viudas y lamentos de huérfanos de los que ella se
servía para acometer la rapiña literaria. Llegó a tal extremo su obsesión que
en cuanto aprendí a escribir, a muy temprana edad, me sometió a la tortura de
dictarme los poemas una y mil veces. De cada libro que adquiríamos había lo
menos tres copias por si se extraviaba, rompía, mojaba o daba cuenta de él la
carcoma o las ratas. Sólo así descansaba su avaricia. La casa estaba infectada
de manuscritos con mi letra infantil, que a los doce años ya gozaba de la
calidad de cualquier copista de abadía. Aprendí a soportar el dolor que me
resquebrajaba los dedos al cabo de las horas de fervorosa escritura.
»Cuando
salíamos a la calle a hacer cualquier recado, nos llevábamos todos los libros y
papeles que éramos capaces de cargar en unas bolsas, incluso nos los metíamos
entre las ropas como si fuéramos bibliotecas vivientes. Mi madre temía que
durante nuestra ausencia un incendio o cualquier otra desgracia destruyera la
casa, y con ella su preciado tesoro. La deformidad con la que me había
alumbrado (este pecho hundido que deja cóncavo mi vientre y echa mis hombros
hacia delante, cargando mi espalda con la vergüenza de una chepa) ella osaba
llamarlo “la cueva de mis versos”. Ajena a mi sufrimiento por soportar aquel
defecto físico, lo rellenaba de manuscritos regocijándose del espacio que le
proporcionaba para poner a salvo su locura. Y yo lo permitía, incluso hundía
más mi vientre para que ella lo hinchara de sonetos y liras, de romances y
silvas, de la agonía de mis dedos encallecidos por el uso de la pluma.
»Pero la
hacienda familiar comenzó a mermar y mi padre le prohibió adquirir más de un
libro por año. Mi madre, en vez de desalentarse, resolvió convertirse en la
amante de un noble que poseía una de las mejores bibliotecas de Toledo. A
cambio de los gozos carnales que ella le otorgaba sacrificando su honra en aras
del orgasmo poético, él nos prestaba libros que yo debía copiar no una sino,
como era costumbre, infinidad de veces. La luz del día no me bastaba para
terminar tan engorroso trabajo, necesitaba para ello de las noches con su
silencio y su tiempo inmortal. Así comencé a dormir poco, así el insomnio fue
apoderándose de mí.
»Y así pasé mi
más tierna juventud, hasta que un día a mi madre se le vino encima una de las
librerías donde atesoraba sus amados libros y manuscritos. El mueble no aguantó
la sobrecarga de poesía, y ella murió aplastada por el peso de su pasión.
»Yo tenía
quince años. Mi padre, consciente de que jamás llegaría a ser un soldado, se
resignó a entregar a las letras a su único hijo. Me envió a la Universidad de
Alcalá de Henares y a mi regreso a Toledo me convertí en oficial de la Santa
Inquisición, pues había adquirido una rapidez y destreza tal en la caligrafía
que me fue sencillo hacerme con el puesto. La lástima es que quemamos herejes y
no poetas. Os aseguro que muchas veces prefiero escribir los horrores que salen
de la boca de prisioneros o delatores, antes que copiar soporíferos
endecasílabos. Y ésta es la historia de mi aversión y de mi insomnio.
Cristina López Barrio, El Cielo en un Infierno Cabe
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