CYRANO.— … os ordeno que calléis.
Y dirijo un desafío colectivo al patio… Apunto el nombre de todo el que quiera
batirse… ¡Que se vayan acercando los valientes!… Por orden, ¡por orden!… ¡A
cada uno le daré un número! ¡Vamos!, ¡a ver quién es el primero en abrir la
lista!… ¿Vos?… ¡No! ¿Vos?… ¡Tampoco! A ver quién es el primero. ¡Le daré el
pasaporte con los honores que merece! ¡Que todos los que quieran morir levanten
el dedo! (Silencio.) ¿Acaso el pudor os prohíbe contemplar desnuda mi espada?… ¡Ni
un hombre!… ¡ni un solo dedo!… ¡Está bien!… ¡Entonces sigo! (…)
CYRANO.— ¡Marchaos! Un momento…
Decidme, ¿por qué miráis tanto mi nariz?
EL IMPERTINENTE.— (Asustado.)
¡Que yo miraba…!
CYRANO.— ¿Qué tiene de extraño?
EL IMPERTINENTE.—
(Retrocediendo.) Vuestra señoría se equivoca.
CYRANO.— ¿Es blanda y colgante
como una trompa?
EL IMPERTINENTE.—
(Retrocediendo.) Yo… no…
CYRANO.— ¿O encorvada como el
pico de un búho?
EL IMPERTINENTE.— Yo…
CYRANO.— ¿O acaso tiene una
verruga en la punta?
EL IMPERTINENTE.— Pero si…
CYRANO.— ¿O alguna mosca por ella
se pasea?… ¡Contestadme! ¿Tiene algo de extraño?
EL IMPERTINENTE.— ¡Oh!
CYRANO.— ¿Es un fenómeno?
EL IMPERTINENTE.— Tuve mucho
cuidado de no mirarla…
CYRANO.— ¿Y por qué no la habéis
mirado?
EL IMPERTINENTE.— Yo había…
CYRANO.— ¿Acaso os disgusta?
EL IMPERTINENTE.— ¡Caballero!
CYRANO.— ¿Tan mal color tiene?
EL IMPERTINENTE.— ¡Oh no!, no es…
CYRANO.— Y su forma… ¿es obscena?
EL IMPERTINENTE.— ¡Que va!… ¡Al
contrario!
CYRANO.— ¿Por qué la despreciáis
entonces? ¡Quizás os parece un poco grande!…
EL IMPERTINENTE.— Me parece
pequeña… muy pequeña… ¡pequeñísima!
CYRANO.— ¿Qué?… ¿Cómo?… ¿Acusarme
de semejante ridículo? ¡Pequeña! ¿Que mi nariz es pequeña?
EL IMPERTINENTE.— ¡Cielos!…
CYRANO.— ¡Enorme!… Imbecil
desnarigado. ¡Mi nariz es grandísima! Y has de saber, cabeza de alcornoque, que
estoy muy orgulloso de semejante apéndice. Porque una nariz grande es
característica de un hombre afable, bueno, cortés, liberal y valeroso, tal como
soy y tal como vos nunca podréis ser, ¡lamentable idiota!, porque una cara sin
ninguna cosa especial… (Le abofetea.)
EL IMPERTINENTE.— ¡Ay…!
CYRANO.— … está tan desnuda de
orgullo, de gracia, de lirismo y de suntuosidad, ¡como ésta (Le vuelve por los
hombros y une el gesto a la palabra.) a la que mi bota va a buscar debajo de
vuestra espalda!
EL IMPERTINENTE.— (Huyendo.)
¡Socorro!… ¡cuidado con ese hombre!
CYRANO.— ¡Que esto sirva de aviso
a los papanatas que encuentran divertido el centro de mi rostro! ¡Y si, por
ventura, el mirón es noble, tengo por costumbre, antes de dejarle marchar,
meterle por delante, y un poco más arriba, una espada en vez de la punta de mi
bota! (…)
VALVERT.—¡Esperad un momento y
veréis!… (Se dirige hacia Cyrano, que le observa, y se planta ante él con pedantería.)
Tenéis… tenéis… una nariz… ¡una nariz muy grande!
CYRANO.— (Gravemente.) ¡Mucho!
VALVERT.— (Riendo.) ¡Ja, Ja!
CYRANO.— (Imperturbable.) ¿Eso es
todo?
VALVERT.— Yo…
CYRANO.— Sois poco inteligente,
jovenzuelo. Pueden decirse muchas más cosas sobre mi nariz variando el tono.
Por ejemplo, agresivo: «Si tuviese una nariz semejante, caballero, me la
cortaría al momento»; amigable; «¿Cómo bebéis; metiendo la nariz en la taza o
con la ayuda de un embudo?»; descriptivo; «¡Es una roca… un pico… un cabo…! ¿Qué
digo un cabo?… ¡es toda una península!»; curioso; «¿De qué os sirve esa nariz?,
¿de escritorio o guardáis en ella las tijeras?»; gracioso; «¿Tanto amáis a los
pájaros que os preocupáis de ponerles esa alcándara para que se posen?»;
truculento; «Cuando fumáis y el humo del tabaco sale por esa chimenea… ¿no
gritan los vecinos; ¡fuego!, ¡fuego!?»; prevenido; «Tened mucho cuidado, porque
ese peso os hará dar de narices contra el suelo», tierno; «Por favor, colocaros
una sombrilla para que el sol no la marchite»; pedante; «Sólo un animal, al que
Aristóteles llama hipocampelefantocamelos, tuvo debajo de la frente tanta carne
y tanto hueso»; galante: «¿Qué hay, amigo? Ese garfio… ¿está de moda? Debe ser
muy cómodo para colgar el sombrero»; enfático: «¡Oh, magistral nariz!, ¡ningún
viento logrará resfriarte!»; dramático; «¡Es el mar Rojo cuando sangra!»;
admirativo; «¡Qué maravilla para un perfumista!»; lírico; «Vuestra nariz… ¿es
una concha? ¿Sois vos un tritón?»; sencillo; «¿Cuándo se puede visitar ese
monumento?»; respetuoso; «Permitidme, caballero, que os felicite; ¡eso es lo
que se llama tener una personalidad!»; campestre; «¿Qué es eso una nariz?…
¿Cree usted que soy tan tonto?… ¡Es un nabo gigante o un melón pequeño!»;
militar: «¡Apuntad con ese cañón a la caballería!»; práctico: «Si os admitiesen
en la lotería, sería el premio gordo». Y para terminar, parodiando los lamentos
de Píramo: «¡Infeliz nariz, que destrozas la armonía del rostro de tu dueño!»
Todo esto, poco más, es lo que hubierais dicho si tuvieseis ingenio o algunas
letras. Pero de aquél no tenéis ni un átomo y de letras únicamente las cinco
que forman la palabra «tonto». Además, si poseyeseis la imaginación necesaria
para dedicarme, ante estas nobles galerías, todos esos piropos, no hubieseis articulado
ni la cuarta parte de uno solo, porque, como yo sé piropearme mejor que nadie,
no os lo hubiese permitido.
Edmond Rostand, Cyrano de
Bergerac
No hay comentarios:
Publicar un comentario