Tito Macio
Plauto corría frenético de un lado a otro del escenario. Aún faltaban varias
horas para la representación pero él se había presentado allí mismo con el
alba. Quería supervisar cada mínimo detalle, tenía que estar seguro de que todo
saldría bien. Si fracasaba, que fuera porque sus palabras, porque su obra no
mereciera el éxito, pero no quería que su gran oportunidad se desmoronara ante
sus ojos por culpa de unos malos actores, por el exceso de un borracho, por un
escenario endeble o a causa de un público hostil manipulado. Eso último era lo
que más le preocupaba. Sabía que la otra compañía de teatro de la ciudad se
había visto perjudicada en la asignación de representaciones por parte de los
ediles, mientras que la compañía de Casca había salido muy favorecida. Casca
parecía que había sabido hacer valer sus contactos con el nuevo edil de Roma
encargado de estos asuntos para las Saturnalia de aquel final de año. Un edil
joven, Publio, de la gens Cornelia de la familia de los Escipiones, hijo y
sobrino de los procónsules de Roma en Hispania; poderoso pero joven y
seguramente influenciable, pensaba Tito, por alguien tan manipulador como
Casca. O quizá no. Casca le había vuelto a repetir por enésima vez aquella
mañana que la selección se ganó porque él ofrecía más comedias mientras que la
otra compañía sólo presentaba una larga serie de tragedias y el edil de Roma
también compartía la visión de Casca de que el pueblo necesitaba algo más
catártico que las desgracias ajenas (...)
—Has sufrido
mucho, lo sé —empezó Casca buscando animarle—, no creo que nada de lo que pueda
acontecer hoy pueda ser peor que las muchas penurias que has padecido, ¿no
crees? Ánimo. El texto es bueno, la obra está bien. He visto los ensayos y es
divertida, muy entretenida. Gustará.
—Eso si los
actores que tienes recuerdan los diálogos y si el que hace de Líbano está
medianamente sobrio.
—Bueno, eso es
cierto en parte; en cuanto a ese actor, el que actúa como Líbano, tampoco te
interesa que esté completamente abstemio. En el fondo es un gran tímido. Necesita
beber para salir a escena. Si te da problemas, dale un par de vasos de vino y
empújalo al escenario. En cuanto el licor haga su efecto, las palabras fluirán
por su boca como un torrente. Luego, claro, hay que controlar que no beba más
de la cuenta durante el resto de la obra.
Con esto Casca
lo dejó para atender a unos patricios que se acercaban curiosos al recinto del
teatro para ver cómo era todo aquel bullicio unas horas antes de que empezase
la representación.
Quedaban
quince minutos para el comienzo. El teatro estaba prácticamente lleno y seguía
entrando gente. Las Saturnalia llegaban a su fin y el pueblo quería aprovechar
cualquier evento que le hiciese sentir el carácter festivo de aquellos días,
que lo alejase de sus preocupaciones diarias y, sobre todo, que lo hiciese
olvidar el continuo estado de guerra que soportaba desde hacía ya más de seis
años. Roma había estado en guerra con frecuencia; de hecho, apenas había estado
en paz y pocas veces se podía cerrar la puerta del templo de Jano para indicar
tal estado de tranquilidad; pero aquélla era una guerra que se luchaba en su
propio territorio y en donde sólo unas pírricas victorias se veían sazonadas
con flagrantes derrotas. Se había conseguido enderezar ligeramente un poco el
rumbo de la guerra en la península itálica, pero la presencia de Aníbal seguía
pesando sobre el ánimo de todos los romanos, cercana, como una espada de
Damocles a punto de caer sobre ellos. Las festividades y, muy en especial, las
Saturnalia con su carácter descontrolado, eran un tiempo especialmente
apetecido en aquellos momentos y el teatro, si se presentaba una comedia, un
lugar apropiado para disfrutar de aquel ambiente de olvido y enajenación
colectiva. La obra era de un desconocido, pero Roma estaba dispuesta siempre a
conceder oportunidades. Nadie se había presentado por primera vez siendo
famoso. Eso sí, el juicio sería implacable: éxito y una carrera como
comediógrafo durante años para el autor, o fracaso y ostracismo, soledad y, con
mucha probabilidad, miseria para el escritor poco favorecido por el público. El
punto medio no era algo muy apreciado por el pueblo romano: éxito o fracaso,
victoria absoluta o derrota, vida o muerte.
Tito Macio
sabía de todo aquello: si su primera obra era despreciada por los espectadores,
ése era el principio y el fin de su carrera como autor teatral y su regreso
inexorable a la mendicidad y la podredumbre. Roma agasajaba a sus ídolos de
igual forma que usaba como carnaza fresca a los caídos. En Sicilia estaban
desterrados los legionarios supervivientes del desastre de Cannae, las legiones
malditas, los vencidos por antonomasia. A un autor de teatro fracasado no hacía
falta que se le desterrara: la miseria y el hambre, una muerte humillante y
lenta sería su condena. Tito ya había saboreado bastante de aquellos platos de
la pobreza y el sufrimiento. La obra estaba escrita. Ya no se podía cambiar
nada ni corregir una coma. Sólo le restaba volcar sus esfuerzos en sostener el
montaje en el endeble entramado de aquella compañía de actores inseguros, la
mayoría esclavos, algunos borrachos y todos igual de atemorizados que él.
Habían presenciado el desastre del montaje de la obra de Livio con los ataques
y abucheos promovidos por los actores y tramoyistas de la otra compañía y eso
no había hecho sino acrecentar su pavor. Su futuro también dependía de la obra
que representaban. Todos se salvaban o todos se hundían. Iban en un mismo barco
que Tito Macio intentaba pilotar en medio de una mar revuelta.
—¿Y Líbano y
Deméneto? —preguntó Tito. Se dirigía a los actores por el nombre del personaje
que representaban para ver si así cada uno se identificaba al máximo con su
personaje, o el mínimo suficiente para que no olvidaran en escena el papel que
les tocaba representar.
—Aquí —dijo un
joven actor junto a otro mayor, de unos cincuenta años, ambos con sus pelucas
correspondientes y ya maquillados.
—Bien, bien.
Estad listos. En unos minutos salgo a escena para presentar la obra y entráis
vosotros. Haced bien vuestro papel y seré generoso con vosotros. Hundidme y os
acordaréis de mí.
Y antes de que
el joven actor, cuyas rodillas temblaban, pudiera decir nada, Tito desapareció.
Iba en busca de su propia peluca y su toga para salir a escena.
—¡Un minuto!
—era Casca, gritando desde un extremo del escenario—. ¡El teatro está lleno!
¿Dónde está Tito?
Le indicaron
un lugar cubierto con telas que a modo de tienda hacía de vestidor justo detrás
del escenario. Tito, en su interior, estaba terminando de ponerse la toga
ayudado por un joven mozalbete que le recordaba los tiempos en los que él se
había dedicado a ayudar a otros a vestirse para salir a escena. Él también
salió alguna vez a escena, pero ni había tanta gente como hoy ni el teatro
había alcanzado la popularidad de ese momento, ni la obra que se representaba era
la suya. No acertaba a ponerse bien la peluca. Casca entró en la tienda.
—Ánimo, Tito
—dijo Casca—, el propio edil está sentado en la primera fila. Ha venido con su
mujer y su familia. Parece que está celebrando el nacimiento de su primogénita.
Eso nos favorece. Está de buen humor y bien predispuesto a pasar un buen rato.
Y tengo a mis hombres acechando para echar a todos los miserables de la otra
compañía. Ya hemos atrapado a dos y hemos dado buena cuenta de ellos; ésos no
vuelven ni esta noche ni en un mes. Al menos hasta que se les recompongan los
huesos.
Tito asentía
mientras se ajustaba la toga. Dos. Se habían deshecho de dos, pero la otra
compañía contaba con más de treinta personas entre actores fijos y
colaboradores. Y el edil. Bien. En primera fila. Celebrando el nacimiento de su
hija. ¿O hijo? ¿Qué había dicho Casca? No importaba eso ahora. Bien. Asentía
con la cabeza.
—Te toca. Te
veré desde el público —Casca se volvió para salir, se detuvo un instante y de
nuevo mirándole concluyó con una idea que le bullía en la mente—. Tito Macio,
no sé si triunfarás esta noche o no, pero lo que has escrito está bien. Por si
te vale de algo —y se fue.
El muchacho
que le ayudaba a vestirse también salió. Tito Macio se quedó a solas. Cerró los
ojos. Inspiró profundamente una vez, dos, tres, cuatro, cinco. Abrió los ojos.
Se levantó y, como disparado por un resorte, sorteando al resto de los actores,
sin mirar a nadie, con paso firme sobre sus pies planos que tantos estadios
habían recorrido ya por el mundo, llegó junto a los peldaños de la escalera que
conducía al escenario; subió por ellos y, sin detenerse en el extremo de la
tarima, avanzó a grandes zancadas hasta situarse en el centro del escenario del
teatro que Roma había levantado a las afueras del foro. Alzó sus ojos al cielo.
Era una tarde fresca y el cielo de diciembre se dibujaba con nubes oscuras que
presagiaban lluvia, pero éstas eran frecuentes en aquella época del año y quizá
no descargasen o esperasen a que cayera la noche. Faltaban unas horas para el
atardecer. Eran sus horas, su tiempo, unas horas durante las que Roma estaría
con sus ojos fijos en su obra. Bajó su mirada y ante él el público: miles de
personas de pie, por todas partes, llenando el amplio recinto rodeado por una
pequeña empalizada de madera: soldados, muchos, legionarios en servicio y
hombres que habían servido en alguna o varias de las campañas contra Aníbal;
bastantes heridos, algunos mutilados; libertos, comerciantes, mercaderes,
jóvenes, algunos niños y esclavos con sus amos y esclavos solos, atrienses en
su mayoría, con la confianza de sus amos para conducirse a su albedrío por la
ciudad, y más aún durante las Saturnalia, donde los valores y las costumbres de
Roma se revertían: los que mandaban servían y los servidores eran libres;
muchos bebidos, otros bebiendo. Se veían vasijas de vino y vasos de mano en
mano. Había mujeres, muchas también, con sus maridos, matronas, lenas,
prostitutas de calle y cortesanas caras, amantes de patricios, senadores, ex
cónsules. Y unas pocas filas al principio, junto al escenario con las
autoridades de Roma: el edil, Publio Cornelio Escipión en el centro, a su lado
una joven y hermosa mujer, su esposa sin duda, y al otro lado una distinguida
patricia, ¿su madre? Alrededor amigos y otros patricios, tribunos de la plebe,
un pretor, otros ediles, senadores. Roma a sus pies, pero no en silencio. Una
algarabía general de miles de conversaciones cruzadas, risas y gritos surgía de
toda aquella muchedumbre haciendo imposible que se oyera otra cosa que no fuera
aquel enorme tumulto de voces entremezcladas.
Tito avanzó
unos pasos hasta situarse al borde de la escena. Abrió la boca. No le salieron
las palabras. La cerró. La volvió abrir.
—Ahora,
espectadores, prestad atención… por favor… espectadores….
La algarabía,
el ruido y la indiferencia permanecían adueñadas del lugar. Tito elevó su voz
con fuerza.
—¡Ahora,
espectadores, prestad atención, por favor! ¡ Y que todo sea para bien mío y
vuestro, de esta compañía, de sus directores y de los contratistas! —dijo mirando
al edil que había contratado aquella obra, su obra. Publio levantó la mirada.
Tito vio los ojos oscuros, intensos de aquel joven fuerte, bien vestido,
rodeado de amigos, poderoso. No leyó rencor ni odio. Algo de interés, mucha
curiosidad. Sin condescendencia. Estaba feliz. Eso era evidente. Tito se volvió
hacia un heraldo.
—Tú,
pregonero, haz que el público sea todo oídos.
El heraldo
subió al escenario por la misma escalera por la que había accedido Tito y a voz
en grito pidió silencio de mil formas distintas, por favor, con educación y con
amenazas y hasta imprecaciones a los dioses. Muchos rieron, pero poco a poco,
si bien no un silencio, al menos sí se estableció una algarabía
significativamente más reducida que la anterior, de forma que un actor con potentes
cuerdas vocales podría hacerse oír, al menos, unos minutos. De la agudeza de
sus palabras y del interés que éstas despertaran en el público dependería que
aquel estado tornase a un tumulto ensordecedor o se encaminase hacia un
silencio poco frecuente en aquellas representaciones.
Tito volvió e
intentó apoderarse de la escena.
—¡Anda, vuelve
a sentarte! ¡Que tu trabajo no haya sido en balde! ¡Ahora… ahora os voy a decir
a qué he salido! ¡ Y qué es lo que deseo! ¡Quiero que sepáis el título de esta
comedia!
Y así Tito
presentó su obra: La Asinaria; se refirió al autor griego en el que se había
basado y al título de la pieza en la lengua helena. Aquellos datos no
parecieron cautivar al auditorio que asistía con bastante indiferencia a su
parlamento.
—¡Tened la
bondad de estar atentos y que Marte…! —concluía ya Tito elevando aún más su
voz— Y que Marte, como en tantas otras ocasiones, también ahora os sea
propicio!
Santiago
Posteguillo, Africanus, el Hijo del Cónsul
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