lunes, 26 de abril de 2021

LA TARDE DEL ESTRENO

 

Tito Macio Plauto corría frenético de un lado a otro del escenario. Aún faltaban varias horas para la representación pero él se había presentado allí mismo con el alba. Quería supervisar cada mínimo detalle, tenía que estar seguro de que todo saldría bien. Si fracasaba, que fuera porque sus palabras, porque su obra no mereciera el éxito, pero no quería que su gran oportunidad se desmoronara ante sus ojos por culpa de unos malos actores, por el exceso de un borracho, por un escenario endeble o a causa de un público hostil manipulado. Eso último era lo que más le preocupaba. Sabía que la otra compañía de teatro de la ciudad se había visto perjudicada en la asignación de representaciones por parte de los ediles, mientras que la compañía de Casca había salido muy favorecida. Casca parecía que había sabido hacer valer sus contactos con el nuevo edil de Roma encargado de estos asuntos para las Saturnalia de aquel final de año. Un edil joven, Publio, de la gens Cornelia de la familia de los Escipiones, hijo y sobrino de los procónsules de Roma en Hispania; poderoso pero joven y seguramente influenciable, pensaba Tito, por alguien tan manipulador como Casca. O quizá no. Casca le había vuelto a repetir por enésima vez aquella mañana que la selección se ganó porque él ofrecía más comedias mientras que la otra compañía sólo presentaba una larga serie de tragedias y el edil de Roma también compartía la visión de Casca de que el pueblo necesitaba algo más catártico que las desgracias ajenas (...)

—Has sufrido mucho, lo sé —empezó Casca buscando animarle—, no creo que nada de lo que pueda acontecer hoy pueda ser peor que las muchas penurias que has padecido, ¿no crees? Ánimo. El texto es bueno, la obra está bien. He visto los ensayos y es divertida, muy entretenida. Gustará.

—Eso si los actores que tienes recuerdan los diálogos y si el que hace de Líbano está medianamente sobrio.

—Bueno, eso es cierto en parte; en cuanto a ese actor, el que actúa como Líbano, tampoco te interesa que esté completamente abstemio. En el fondo es un gran tímido. Necesita beber para salir a escena. Si te da problemas, dale un par de vasos de vino y empújalo al escenario. En cuanto el licor haga su efecto, las palabras fluirán por su boca como un torrente. Luego, claro, hay que controlar que no beba más de la cuenta durante el resto de la obra.

Con esto Casca lo dejó para atender a unos patricios que se acercaban curiosos al recinto del teatro para ver cómo era todo aquel bullicio unas horas antes de que empezase la representación.

Quedaban quince minutos para el comienzo. El teatro estaba prácticamente lleno y seguía entrando gente. Las Saturnalia llegaban a su fin y el pueblo quería aprovechar cualquier evento que le hiciese sentir el carácter festivo de aquellos días, que lo alejase de sus preocupaciones diarias y, sobre todo, que lo hiciese olvidar el continuo estado de guerra que soportaba desde hacía ya más de seis años. Roma había estado en guerra con frecuencia; de hecho, apenas había estado en paz y pocas veces se podía cerrar la puerta del templo de Jano para indicar tal estado de tranquilidad; pero aquélla era una guerra que se luchaba en su propio territorio y en donde sólo unas pírricas victorias se veían sazonadas con flagrantes derrotas. Se había conseguido enderezar ligeramente un poco el rumbo de la guerra en la península itálica, pero la presencia de Aníbal seguía pesando sobre el ánimo de todos los romanos, cercana, como una espada de Damocles a punto de caer sobre ellos. Las festividades y, muy en especial, las Saturnalia con su carácter descontrolado, eran un tiempo especialmente apetecido en aquellos momentos y el teatro, si se presentaba una comedia, un lugar apropiado para disfrutar de aquel ambiente de olvido y enajenación colectiva. La obra era de un desconocido, pero Roma estaba dispuesta siempre a conceder oportunidades. Nadie se había presentado por primera vez siendo famoso. Eso sí, el juicio sería implacable: éxito y una carrera como comediógrafo durante años para el autor, o fracaso y ostracismo, soledad y, con mucha probabilidad, miseria para el escritor poco favorecido por el público. El punto medio no era algo muy apreciado por el pueblo romano: éxito o fracaso, victoria absoluta o derrota, vida o muerte.

Tito Macio sabía de todo aquello: si su primera obra era despreciada por los espectadores, ése era el principio y el fin de su carrera como autor teatral y su regreso inexorable a la mendicidad y la podredumbre. Roma agasajaba a sus ídolos de igual forma que usaba como carnaza fresca a los caídos. En Sicilia estaban desterrados los legionarios supervivientes del desastre de Cannae, las legiones malditas, los vencidos por antonomasia. A un autor de teatro fracasado no hacía falta que se le desterrara: la miseria y el hambre, una muerte humillante y lenta sería su condena. Tito ya había saboreado bastante de aquellos platos de la pobreza y el sufrimiento. La obra estaba escrita. Ya no se podía cambiar nada ni corregir una coma. Sólo le restaba volcar sus esfuerzos en sostener el montaje en el endeble entramado de aquella compañía de actores inseguros, la mayoría esclavos, algunos borrachos y todos igual de atemorizados que él. Habían presenciado el desastre del montaje de la obra de Livio con los ataques y abucheos promovidos por los actores y tramoyistas de la otra compañía y eso no había hecho sino acrecentar su pavor. Su futuro también dependía de la obra que representaban. Todos se salvaban o todos se hundían. Iban en un mismo barco que Tito Macio intentaba pilotar en medio de una mar revuelta.

—¿Y Líbano y Deméneto? —preguntó Tito. Se dirigía a los actores por el nombre del personaje que representaban para ver si así cada uno se identificaba al máximo con su personaje, o el mínimo suficiente para que no olvidaran en escena el papel que les tocaba representar.

—Aquí —dijo un joven actor junto a otro mayor, de unos cincuenta años, ambos con sus pelucas correspondientes y ya maquillados.

—Bien, bien. Estad listos. En unos minutos salgo a escena para presentar la obra y entráis vosotros. Haced bien vuestro papel y seré generoso con vosotros. Hundidme y os acordaréis de mí.

Y antes de que el joven actor, cuyas rodillas temblaban, pudiera decir nada, Tito desapareció. Iba en busca de su propia peluca y su toga para salir a escena.

—¡Un minuto! —era Casca, gritando desde un extremo del escenario—. ¡El teatro está lleno! ¿Dónde está Tito?

Le indicaron un lugar cubierto con telas que a modo de tienda hacía de vestidor justo detrás del escenario. Tito, en su interior, estaba terminando de ponerse la toga ayudado por un joven mozalbete que le recordaba los tiempos en los que él se había dedicado a ayudar a otros a vestirse para salir a escena. Él también salió alguna vez a escena, pero ni había tanta gente como hoy ni el teatro había alcanzado la popularidad de ese momento, ni la obra que se representaba era la suya. No acertaba a ponerse bien la peluca. Casca entró en la tienda.

—Ánimo, Tito —dijo Casca—, el propio edil está sentado en la primera fila. Ha venido con su mujer y su familia. Parece que está celebrando el nacimiento de su primogénita. Eso nos favorece. Está de buen humor y bien predispuesto a pasar un buen rato. Y tengo a mis hombres acechando para echar a todos los miserables de la otra compañía. Ya hemos atrapado a dos y hemos dado buena cuenta de ellos; ésos no vuelven ni esta noche ni en un mes. Al menos hasta que se les recompongan los huesos.

Tito asentía mientras se ajustaba la toga. Dos. Se habían deshecho de dos, pero la otra compañía contaba con más de treinta personas entre actores fijos y colaboradores. Y el edil. Bien. En primera fila. Celebrando el nacimiento de su hija. ¿O hijo? ¿Qué había dicho Casca? No importaba eso ahora. Bien. Asentía con la cabeza.

—Te toca. Te veré desde el público —Casca se volvió para salir, se detuvo un instante y de nuevo mirándole concluyó con una idea que le bullía en la mente—. Tito Macio, no sé si triunfarás esta noche o no, pero lo que has escrito está bien. Por si te vale de algo —y se fue.

El muchacho que le ayudaba a vestirse también salió. Tito Macio se quedó a solas. Cerró los ojos. Inspiró profundamente una vez, dos, tres, cuatro, cinco. Abrió los ojos. Se levantó y, como disparado por un resorte, sorteando al resto de los actores, sin mirar a nadie, con paso firme sobre sus pies planos que tantos estadios habían recorrido ya por el mundo, llegó junto a los peldaños de la escalera que conducía al escenario; subió por ellos y, sin detenerse en el extremo de la tarima, avanzó a grandes zancadas hasta situarse en el centro del escenario del teatro que Roma había levantado a las afueras del foro. Alzó sus ojos al cielo. Era una tarde fresca y el cielo de diciembre se dibujaba con nubes oscuras que presagiaban lluvia, pero éstas eran frecuentes en aquella época del año y quizá no descargasen o esperasen a que cayera la noche. Faltaban unas horas para el atardecer. Eran sus horas, su tiempo, unas horas durante las que Roma estaría con sus ojos fijos en su obra. Bajó su mirada y ante él el público: miles de personas de pie, por todas partes, llenando el amplio recinto rodeado por una pequeña empalizada de madera: soldados, muchos, legionarios en servicio y hombres que habían servido en alguna o varias de las campañas contra Aníbal; bastantes heridos, algunos mutilados; libertos, comerciantes, mercaderes, jóvenes, algunos niños y esclavos con sus amos y esclavos solos, atrienses en su mayoría, con la confianza de sus amos para conducirse a su albedrío por la ciudad, y más aún durante las Saturnalia, donde los valores y las costumbres de Roma se revertían: los que mandaban servían y los servidores eran libres; muchos bebidos, otros bebiendo. Se veían vasijas de vino y vasos de mano en mano. Había mujeres, muchas también, con sus maridos, matronas, lenas, prostitutas de calle y cortesanas caras, amantes de patricios, senadores, ex cónsules. Y unas pocas filas al principio, junto al escenario con las autoridades de Roma: el edil, Publio Cornelio Escipión en el centro, a su lado una joven y hermosa mujer, su esposa sin duda, y al otro lado una distinguida patricia, ¿su madre? Alrededor amigos y otros patricios, tribunos de la plebe, un pretor, otros ediles, senadores. Roma a sus pies, pero no en silencio. Una algarabía general de miles de conversaciones cruzadas, risas y gritos surgía de toda aquella muchedumbre haciendo imposible que se oyera otra cosa que no fuera aquel enorme tumulto de voces entremezcladas.

Tito avanzó unos pasos hasta situarse al borde de la escena. Abrió la boca. No le salieron las palabras. La cerró. La volvió abrir.

—Ahora, espectadores, prestad atención… por favor… espectadores….

La algarabía, el ruido y la indiferencia permanecían adueñadas del lugar. Tito elevó su voz con fuerza.

—¡Ahora, espectadores, prestad atención, por favor! ¡ Y que todo sea para bien mío y vuestro, de esta compañía, de sus directores y de los contratistas! —dijo mirando al edil que había contratado aquella obra, su obra. Publio levantó la mirada. Tito vio los ojos oscuros, intensos de aquel joven fuerte, bien vestido, rodeado de amigos, poderoso. No leyó rencor ni odio. Algo de interés, mucha curiosidad. Sin condescendencia. Estaba feliz. Eso era evidente. Tito se volvió hacia un heraldo.

—Tú, pregonero, haz que el público sea todo oídos.

El heraldo subió al escenario por la misma escalera por la que había accedido Tito y a voz en grito pidió silencio de mil formas distintas, por favor, con educación y con amenazas y hasta imprecaciones a los dioses. Muchos rieron, pero poco a poco, si bien no un silencio, al menos sí se estableció una algarabía significativamente más reducida que la anterior, de forma que un actor con potentes cuerdas vocales podría hacerse oír, al menos, unos minutos. De la agudeza de sus palabras y del interés que éstas despertaran en el público dependería que aquel estado tornase a un tumulto ensordecedor o se encaminase hacia un silencio poco frecuente en aquellas representaciones.

Tito volvió e intentó apoderarse de la escena.

—¡Anda, vuelve a sentarte! ¡Que tu trabajo no haya sido en balde! ¡Ahora… ahora os voy a decir a qué he salido! ¡ Y qué es lo que deseo! ¡Quiero que sepáis el título de esta comedia!

Y así Tito presentó su obra: La Asinaria; se refirió al autor griego en el que se había basado y al título de la pieza en la lengua helena. Aquellos datos no parecieron cautivar al auditorio que asistía con bastante indiferencia a su parlamento.

—¡Tened la bondad de estar atentos y que Marte…! —concluía ya Tito elevando aún más su voz— Y que Marte, como en tantas otras ocasiones, también ahora os sea propicio!

Santiago Posteguillo, Africanus, el Hijo del Cónsul

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