Iria lo poseía
todo.
Tenía una
hermosa cara que había seducido a una corte de admiradores; tenía un hermoso
cuerpo que había enaltecido su condición de bailarina; tenía una hermosa casa
donde vivía sola; tenía riqueza, tenía cultura, tenía personalidad, tenía
salud. Pero no tenía hijos; no los tenía, no.
La compañía de
danza en la que actuaba como primera bailarina estaba de gira por Europa, y la
había llevado hasta Praga. Una mañana libre de ensayos, dedicó sus horas de
asueto a pasear por el barrio judío sin rumbo fijo. De repente, el enigmático
cartel de un pequeño establecimiento acaparó su atención:
NOÉ
ANTIGÜEDADES Y
RAREZAS DEL PASADO
Y... ¿DEL FUTURO?
Iria se detuvo ante el austero escaparate en el que
únicamente vio una ramita de olivo reseca, una vieja lámpara árabe y un simple
libro abierto: los tres expuestos sobre unos ropajes que impedían ver el
interior del local. Cuando Iria traspasó el umbral de la puerta, el sonido
armonioso y prometedor de unas campanillas anunciaron su visita, y salió a
recibirle un anciano enjuto con el cabello tan blanco como su afilada barba.
A Iria le
extrañó que el interior de la tienda estuviese abarrotado de objetos y que
todos tuvieran aspecto de ser valiosas piezas de coleccionista, y así se lo comunicó
a su propietario:
—A juzgar por
el reclamo del escaparate, no me esperaba que esta tienda de antigüedades fuese
tan exquisita y selecta.
—No se fíe de
las apariencias —le corrigió el anticuario—. La ramita de olivo del escaparate
es una de las piezas más valiosas que poseo. Se trata de la rama que la paloma
mensajera llevó a Noé para anunciarle que había parado de llover; la lámpara es
la de Aladino, y el libro es el manuscrito de la Divina comedia. Pero no le
haré perder más su valioso tiempo con mis pobres divagaciones. Así que dígame:
¿en qué puedo servirle?
La mujer se
sentía sobrepasada, descubriendo un tesoro en cada rincón, y no se decidía.
—Quiero un
muñeco, pero ha de ser muy especial —dijo de pronto, apartando los ojos de las
alas de plumas y cera que había fabricado Dédalo. El anciano le pidió que la
siguiese, pues la acumulación de objetos era tan excesiva que los había
clasificado por grupos.
Traspasaron un
larguísimo pasillo repleto de puertas con sus correspondientes letreros. La
sala de pintura estaba abarrotada de magistrales lienzos de todas las épocas, y
el anticuario le mostró uno de los Caravaggios que se habían perdido en una
inundación. En la sala de escultura, la colosal cabeza de Zeus realizada en oro
y marfil por Fidias sobresalía de entre cientos de otras muchas estatuas de la
Antigüedad. En la sala de tapices, había una auténtica alfombra voladora que
había pertenecido a Saladino, y en la sala de joyería, un collar hecho con las
lágrimas coaguladas de Cleopatra. En cambio en la sala de los espejos había una
luna de plata que había pertenecido a Merlín y que reflejaba el alma de quien
se mirara en ella. En la sala de música encontró la partitura de Orfeo, favola
in musica de Monteverdi, y en el vestuario vio los auténticos zapatos de
cristal de Cenicienta.
Y cuando al
fin Noé abrió la puerta de la sala de muñecos, Iria creyó hallarse en el
espacio más mágico y extraordinario que habían pisado sus pies.
Había aquí y
allá muñecos de todos los tamaños, realizados en todos los materiales posibles
e imposibles. Podías encontrar muñecas que habían pertenecido a niñas de
civilizaciones extinguidas, como dos fabulosos muñecos de la Atlántida de
cedro, oro y titanio.
A Iria le
llamó la atención una muñeca pálida y mística y preguntó su precio.
—Es la única
pieza que no le puedo vender. Perteneció a mi madre muerta —se excusó el
anticuario—. Además ya no sé si esta muñeca es real o una creación de mi mente.
Hace tanto tiempo que mi madre murió…
A fin de
animarla a ir en otra dirección, el anciano le mostró la pieza más valiosa de
la estancia: el teatro de marionetas del templo de Baco, del que hablaba Herón
de Alejandría: «Mientras el dios cataba el vino, seis bailarines danzaban
alrededor de un templete. Sobre la cúpula, la Victoria, coronada con hojas de
vid, batía sus alas».
La bailarina
admiró el prodigio del juguete. Conocía su existencia, pero creía que aquel
teatro de marionetas se había perdido en el tiempo, y se planteó la posibilidad
de comprarlo.
—Verdaderamente,
es lo más asombroso que he visto en mi vida. ¿Cuánto cuesta?
El anticuario
anotó una cifra en un cuadernillo y se lo mostró a la mujer. Aunque era una
cantidad muy elevada, todavía estaba al alcance de su mano, así que no regateó.
Estaban a
punto de cerrar el trato cuando, de repente, se encendieron las velas de una
pequeña pasarela, y una muñeca de tamaño sorprendente, pues medía casi metro y
medio, empezó a cantar una melancólica canción mientras ejecutaba los
movimientos lentos, graves y solemnes de una pavana. Después se apagaron las
velas y la muñeca empezó a interpretar algunas figuras mímicas del cotillón,
como la cuna, el mar agitado, la caza con los pañuelos, el espejo, la máscara,
y la engañadora.
Cuando acabó
su torpe pero deliciosa actuación, la mujer aplaudió emocionada y se acercó
para abrazarla. Le acarició sus finos y largos cabellos y le llamó la atención
la textura satinada de su piel.
El anticuario,
con cierta desgana, le indicó que estaba realizada en pasta de cartón con una
mezcla de gutapercha y marfil.
Ante el
interés de su clienta, le aclaró que la muñeca tenía gracia y encanto, pero que
como pieza de coleccionista carecía de valor. Luego añadió que se la regalaría
si le compraba el teatro de marionetas del templo de Baco. Pero Iria ya solo
quería aquella muñeca e insistió en comprársela, pagándole el precio convenido.
El vendedor
vistió a la muñeca con su trajecito de paseo, mientras refunfuñaba algo
inteligible. Quiso meterla en la caja donde ya había guardado sus dos trajes de
baile y un ajado camisón, pero la mujer insistió en salir a la calle con la
muñeca cogida de la mano, mientras que con el otro brazo cargaba con la caja
azul donde estaba impreso en letras doradas el nombre de la muñeca: «Ada».
La muñeca
caminaba despacio mientras iba girando la cabeza de un lado a otro, para
observarlo todo con sus ojos de cristal, y no parecía tener frío, a pesar de
que su vestidito era demasiado primaveral para esa época del año. Cuando
llegaron al hotel, la mujer acostó a su muñeca en su propia cama y le dio un beso
de buenas noches.
La muñeca Ada
la miró un instante, sonrió y pestañeó tres veces. Sus párpados sonaron como el
aleteo de una mariposa cuando se dirigió a su dueña y la llamó mamá.
A partir de
ese día la mujer y la muñeca vivieron felices como madre e hija. Pero sucedió
que al cabo de unos años, pocos, Iria se quedó embarazada y tuvo una hija de
verdad, a la que bautizó con el nombre de Angélica.
La muñeca
sentía celos de la niña pero, aún así, pronto se convirtieron en inseparables
compañeras. Jugaban juntas, comían juntas, dormían juntas, y juntas soñaban lo
que harían cuando se hicieran mayores.
La niña fue
creciendo, como es natural, a diferencia de la muñeca, que siempre aparentaba
la misma edad. Estaban tan íntimamente unidas que no podían vivir la una sin la
otra: la muñeca le daba vida a la niña, y la niña le otorgaba conciencia a la
muñeca.
Angélica
llevaba a Ada a todas partes y no se separaban ni un solo instante, hasta que
llegó el día en que la niña tuvo que ir por primera vez a la escuela y tuvo que
dejar a Ada en casa.
Cuando
Angélica regresó del colegio corrió a jugar con Ada, pero la encontró
paralizada por la tristeza. Estaba rígida e inmóvil como cualquier muñeca y no
parpadeaba.
Ada se había
dado cuenta de que ella siempre sería igual y que había cosas que nunca podría
hacer, como crecer, ir al colegio, casarse, tener hijos... La tristeza la había
inmovilizado y, cuando Angélica le preguntó qué le pasaba, la muñeca se limitó
a mover ligeramente los labios para decirle que envidiaba su suerte.
La niña se
entristeció al escucharla y se apenó del destino de la muñeca y de su propio
destino, pues Angélica no podía ignorar que le daba miedo crecer, casarse,
tener hijos, y le transmitió sus temores a su muñeca, confesándole que ella
también envidiaba su suerte.
—¿Qué puedo
hacer por ti? —sollozó Angélica mirando los ojos de cristal de su hermana—.
Haría lo que fuera para que siempre estuviéramos igual de unidas y siguiéramos
jugando como hasta ahora.
Entonces fue
cuando a la muñeca se le ocurrió la idea de que podían intercambiar sus
respectivos cuerpos, siempre que ambas lo desearan, al igual que solían
cambiarse los vestidos.
Ada sabía cómo
hacerlo. En el anticuario, mientras aguardaba a que alguien la comprara, había
estado leyendo los libros de ciencias ocultas, y con el consentimiento de
Angélica llevó a cabo un conjuro gracias al cual podían intercambiar sus
personalidades por unas horas.
—Abracadabra
tornan las almas, abracadabra —clamó Ada, y la muñeca pasó a poseer el alma de
la niña, y la niña ocupó el cuerpo material de la muñeca. Nadie, ni siquiera la
madre, se dio cuenta del cambio.
A ambas les
complació mucho la experiencia y pasaban el tiempo cambiándose los cuerpos y
las almas. A veces, la muñeca quería hacer de niña, y otras era la niña la que
quería hacer de muñeca.
Y ocurrió que
a medida que Angélica iba creciendo se parecía cada vez más a la muñeca, hasta
el punto de que a veces Iria llegaba a confundirlas.
Cuando
Angélica cumplió los doce años, se convirtió en una adolescente bonita,
inteligente y generosa, pero a Iria le preocupaba que, a su edad, siguiera tan
apegada a la muñeca. No imaginaba que en esos momentos ambas estaban llevando
muy lejos el juego de intercambiar sus naturalezas. Ada se había hecho pasar
por Angélica, y acababa de aceptar una cita galante con un muchacho llamado
Adán, que vivía en la misma calle.
Aquella misma
tarde, Iria estuvo contemplando el teatro de marionetas de un titiritero
ambulante y decidió desprenderse de la muñeca. Así que regresó a su casa, e
ignorando que en ese momento la que yacía en la cama era su propia hija, la
metió en su caja de cartón y le pidió al recadista de la tienda que se la
llevase al titiritero tras darle una buena propina.
Y mientras
ellos trajinaban y hacían desaparecer a Angélica, Ada se divertía bailando con
Adán en la fiesta de fin de año. Era su primer baile y era su primer
pretendiente. Ada se creía enamorada de Adán y Adán pensó que la chica que
bailaba con él, con aquel vestido del color de la espuma del mar, era la más
hermosa que había visto en su vida.
Ada giraba
abrazada a Adán, pero con cada vuelta que daba se sentía más culpable por haber
suplantado a Angélica en una noche tan especial y, antes de que acabara la
fiesta, le pidió a Adán que la acompañase a casa.
Al llegar, la
pareja se detuvo ante la puerta de entrada. En el instante en que empezaban a
sonar las doce campanadas en el reloj de carillón del recibidor y empezaba el
nuevo año, Adán se inclinó para besar a la falsa Angélica.
Sus bocas
apenas se rozaron, porque Ada esquivó sus labios y le pidió a Adán que la
esperara en el porche. Luego corrió en busca de su hermana, pensando que
Angélica podría bajar y recibir al fin el beso de amor que le pertenecía. Abrió
la puerta del dormitorio y, al no encontrarla sentada en la cama o en la
mecedora con su rígido y acartonado cuerpo, sospechó lo peor. Con el alma en
vilo, corrió a la habitación de la madre para preguntarle por la muñeca.
Iria le
contestó que se la había regalado al titiritero. Al ver la cara de pánico de la
muchacha, la mujer se excusó, alegando que lo había hecho por su bien, para que
ese enfermizo e infantil apego no le impidiese crecer.
—Debes
acostumbrarte a los juegos normales de tu edad. Verás cómo a partir de ahora te
olvidas de la muñeca y empiezas a vivir de verdad.
Aterrada, Ada
le habló a la mujer del juego de intercambio de identidades que habían estado
practicando durante el último año. Iria creyó entenderla y dijo:
—No te
preocupes... Ada se encontrará más en su ambiente con el titiritero que con
nosotras.
Más aterrada
todavía, Ada le desveló a Iria su verdadera identidad.
—¿Es que no quieres entenderme?
¿Has regalado al titiritero a tu hija Angélica, a tu verdadera hija?
Los cabellos
de Iria se tornaron súbitamente blancos y salió a la calle en busca del
titiritero ambulante, pero había desaparecido de la ciudad sin dejar rastro.
La tristeza
paralizó a Ada, postrándola primero en una silla de ruedas y después en la
cama, hasta acabar insensible como un maniquí de cartón piedra.
Iria dedicó el
resto de su vida a buscar a Angélica, si bien nunca la encontró. Anduvo por
todas las ciudades, por todos los pueblos, por todas las aldeas, por todos los
caminos. También pasó por Praga para pedir consejo a Noé, pero en lugar de la
tienda de antigüedades solo halló un local vacío. Y, cuando preguntó por él,
nadie le conocía y no supieron contestarle.
Vivió
mortificada hasta el día de su muerte, pensando que en algún lugar del mundo su
hija estaría actuando en un viejo carromato... Y se la imaginaba bailando un
cotillón o una pavana con sus ajados vestiditos y sonriendo apenas, con su
eterna y patética cara de muñeca.
Irene Gracia, Ondina o la Ira del Fuego
No hay comentarios:
Publicar un comentario