Nadie se dio cuenta hasta que ya fue demasiado tarde.
Se habló mucho, durante años, del cambio climático,
del agujero en la capa de ozono, de los terremotos, de las lluvias
torrenciales, de los tsunamis, de los huracanes...
Se habló mucho.
Pero nadie se dio cuenta del viento.
Ni de aquella suave y cálida brisa en verano, ni de
las ráfagas que en otoño desnudaban a los árboles, ni de ese aliento gélido en
invierno.
Hasta que ya fue demasiado tarde.
Un día, uno como cualquier otro, el parte meteorológico
anunció fuertes ventadas. Y a la mañana siguiente, una como cualquier otra, simplemente
empezó a soplar.
Nadie le dio importancia.
Pero siguió soplando durante días.
Semanas.
Meses.
Sin parar.
Cada vez más fuerte.
Durante más tiempo.
Entonces empezó a resultar molesto.
Y entonces todos se dieron cuenta.
El mundo entero.
La gente ya no podía tender la ropa sin arriesgarse
a perderla.
Al principio sólo volaban calcetines, bragas, pañuelos
y sombreros; después les siguieron los pantalones, los jerséis, las mantas y
las chaquetas.
Al final, los tendederos.
Algunos construyeron bunkers. Otros se rieron de
ellos.
Y el viento siguió soplando.
Los telediarios empezaron a difundir hipótesis, mientras
los expertos buscaban respuestas. Los daños y las molestias iban aumentando, al
igual que la preocupación.
Y el viento siguió soplando.
La gente formó grandes colas en los almacenes y supermercados
para comprar todo tipo de reservas. Se llenaron despensas y se vaciaron las tiendas
de comestibles.
Y el viento siguió soplando.
Caían los árboles, las personas mayores, los tejados.
Flotaban los niños, los perros y los gatos, como globos entre cables sin poste
al que agarrarse. Y se vaciaron las calles. El cielo, las
carreteras.
Pero el viento siguió soplando.
Se activaron todas las alertas. El ejército salió al
rescate y, como lo demás, también se fue volando. Con los coches, los aviones,
los barcos y los tanques.
Entonces cundió el pánico.
Pero ya era demasiado tarde.
El viento soplaba, de noche y de día.
Cada vez más fuerte, cada vez más frío.
La gente se refugió en sus casas mientras pudo.
Primero sin electricidad, luego sin agua. La gente se
refugió en sus casas mientras tuvo.
El viento soplaba, de abajo a arriba.
Cada vez más seco, cada vez más fino.
De aquellos que sobrevivieron a los derrumbes, la
mitad murió huyendo de las ciudades al campo. Pero pese a llenarse los
bolsillos de piedras, a atarse los unos a los otros, la mayoría murió por causas
naturales; y algunos también por suicidio.
El viento soplaba por todos lados.
Cada vez más a dentro, cada vez más agudo.
Los pocos sobrevivientes que quedaban vivieron en
cuevas durante un tiempo. Hasta que se acabaron los víveres, la esperanza y el
sentido común. Luego, se volvieron caníbales. Después, locos. Y, al final,
también murieron.
Todos.
Personas, animales y vegetales.
El mundo entero desapareció.
Y el viento seguía soplando.
Durante días, semanas, meses.
Hasta que no quedó nada en la faz de la tierra.
Y, aún así, el viento siguió soplando.
Durante años.
Hasta que una mañana, una como cualquier otra, simplemente
se detuvo.
De golpe. En seco.
Y, justo entonces, cuando ya no quedaba nada, todo
volvió a empezar.
Cómo en una partida de Monopoly, sobre la tabula
rasa terrestre, la vida comenzó a brotar de nuevo. Desde cero.
Y el planeta obtuvo una segunda oportunidad.
Quién sabe si, millones de años más tarde, el universo
se la daría también al hombre... ¿Y a quién le importa? De todos modos, ya no
quedaba nadie para recordar todo lo que el viento se llevó.
Porqué nadie se dio cuenta...
Nadie se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde.
Teresa Roig
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