El padre de Búchette solía llevarla al bosque al despuntar del
alba, y la niña permanecía sentada muy cerca mientras él talaba los árboles.
Búchette veía cómo se hundía el hacha haciendo volar delgados trozos de
corteza; a menudo, los musgos grises venían a arrastrarse sobre su rostro.
«¡Cuidado!», gritaba el padre cuando el árbol se inclinaba produciendo un
crujido que parecía subterráneo. Ella sentía cierta tristeza por el monstruo
extendido en el claro del bosque, con sus ramas magulladas y sus ramitas
heridas. Por la noche, un círculo rojizo de pilas de carbón se encendía en
medio de la sombra. Búchette sabía a qué hora había que abrir la cesta de
juncos para ofrecer a su padre el cántaro de gres y el trozo de pan moreno. El
se tendía entre las ramitas despedidas y masticaba con lentitud. Después,
Búchette sorbía su sopa. Corría en torno a los árboles marcados y, si su padre
no la miraba, se escondía para gritar: «¡Uuu!».
Había una caverna oscura, llena de zarzas y de ecos sonoros, a la
que se daba el nombre de Santa María Becerra. Alzándose de puntillas, Búchette
solía observarla desde lejos.
Cierta mañana de otoño en que las marchitas cimas del bosque
estaban aun encendidas por la aurora, Búchette vio que delante de la Becerra se
estremecía un objeto verde: Tenía brazos y piernas, y la cabeza parecía
pertenecer a una niñita de la misma edad de Búchette.
Al principio tuvo miedo de acercarse; ni siquiera se atrevió a
llamar a su padre. Pensó que era una de las personas que respondían en la
caverna de la Becerra cuando alguien hablaba fuerte. Cerró los ojos, temiendo
que cualquier movimiento suyo provocase algún siniestro ataque. Al inclinar la
cabeza oyó un sollozo cercano: la extraordinaria criatura verde lloraba.
Entonces, Búchette abrió los ojos y sintió pena. Pues veía el rostro verde,
dulce y triste, humedecido por las lágrimas, y dos nerviosas manitas verdes que
se apretaban contra la garganta de la niñita extraordinaria.
-Tal vez se haya caído sobre malas hojas que destiñen -se dijo
Búchette. Armándose de valor atravesó helechos erizados de ganchos y de
zarcillos, hasta llegar casi junto a la singular figura. Dos bracitos
verdeantes se tendieron hacia Búchette, en medio de las mustias zarzas.
-Se parece a mí -pensó Búchette- pero tiene un extraño color. La
sollozante criatura verde estaba semicubierta por una especie de túnica hecha
de hojas cosidas. Era en realidad una niñita que tenía el tinte de una planta
silvestre. Búchette imaginó que sus pies estaban arraigados en la tierra. A
pesar de esto, los movía con mucha ligereza.
Búchette le acarició los cabellos y le tomó la mano. Ella se dejó
conducir siempre llorosa. Parecía que no supiese hablar.
-¡Ay! ¡Dios mío! ¡Una diablesa verde! -exclamó el padre de
Búchette cuando la vio llegar-. ¿De dónde vienes, pequeña? ¿Por qué eres verde?
¿No sabes responder?
Era imposible saber si la niña verde había entendido. «Tal vez
tenga hambre», dijo él. Y le ofreció el pan y el cántaro. Pero ella dio vueltas
al pan en sus manos y lo arrojó al suelo; luego agitó el cántaro para escuchar
el ruido del vino.
Búchette rogó a su padre que no dejara a esa pobre criatura en el
bosque durante la noche. A la hora del crepúsculo las pilas de carbón brillaron
una por una y la muchacha verde observó, temblorosa, los fuegos. Cuando entró
en la casita, retrocedió al ver la luz. No podía acostumbrarse a las llamas y
lanzaba un grito cada vez que alguien encendía la vela.
Al verla, la madre de Búchette se persignó. «Dios me ayude
-afirmó- si se trata de un demonio; pero no es ni remotamente una cristiana».
La niña verde no quiso tocar ni el pan, ni la sal, ni el vino, de lo cual
resultaba claramente que no podía haber sido bautizada ni presentada a la
comunión. Fueron a visitar al cura, quien llegó a la casa en el preciso momento
en que Búchette ofrecía a la criatura habas en su vaina.
Muy contenta al parecer, se puso de inmediato a partir el tallo
con las uñas, pensando encontrar las habas en el interior. Mas luego,
decepcionada, comenzó a llorar hasta que Búchette le hubo abierto una vaina.
Entonces royó las habas mientras observaba al cura.
Por más que llevaron a su presencia al maestro de escuela, no fue
posible hacerle comprender una sola palabra humana ni pronunciar un solo sonido
articulado. Lloraba, reía, o emitía gritos.
El cura la examinó minuciosamente, sin descubrir en su cuerpo
ninguna señal del demonio. Al domingo siguiente la condujeron a la iglesia y
allí no manifestó signo alguno de inquietud, aparte de gemir cuando la
humedecieron con agua bendita. Pero no retrocedió lo más mínimo ante la imagen
de la cruz y, cuando pasó sus manos por sobre las sagradas llagas y las
desgarraduras de las espinas, pareció apenada.
Las gentes de la aldea sintieron gran curiosidad y algunas hasta
temor. A pesar del consejo del párroco, seguían hablando de la «diablesa
verde». La criatura sólo se nutría de granos y frutas; cada vez que le ofrecían
espigas o ramitas, partía el tallo o la madera y lloraba de desilusión.
Búchette no lograba hacerle aprender en qué lugar había que buscar los granos
de trigo o las cerezas, y su decepción era siempre la misma. Por imitación,
pronto fue capaz de transportar madera y agua, barrer, secar y hasta coser, aun
cuando manejaba la tela con cierta repulsión. Mas nunca se resignó a encender
el fuego, o tan siquiera a aproximarse al hogar. Entretanto, Búchette crecía y
sus padres quisieron ponerla a trabajar. Esto le causó tanta pena que todas las
noches, oculta bajo las sábanas, sollozaba suavemente. La otra niña se condolía
al ver en ese estado a su amiguita. Por la mañana miraba largamente a Búchette
y los ojos se le llenaban de lágrimas. Y por la noche, durante su llanto,
Búchette sentía que una mano tierna le acariciaba los cabellos y unos labios
frescos se posaban en su mejilla.
Se acercaba la fecha en que Búchette debía entrar a trabajar. Sus
sollozos se habían hecho casi tan angustiosos como los de la criatura verde
cuando la hallaron abandonada ante la caverna de la Becerra. La última noche,
cuando el padre y la madre de Búchette estaban entregados al sueño, la niña
verde acarició los cabellos de su amiga y la tomó de la mano. Luego abrió la
puerta y extendió el brazo hacia la noche. Y así como antes Búchette la había
conducido a las casas de los hombres, ella la llevó de la mano hacia la
libertad ignorada.
Marcel Schwob
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