A media
canción se oyó un golpe en la puerta de entrada del granero y Hannah volvió la
cabeza con curiosidad. No era habitual que nadie se retrasara durante los
servicios religiosos.
Dos figuras
altas vestidas de negro avanzaban con pasos rápidos por el pasillo central que
se formaba entre las dos hileras de bancos. La figura de la izquierda era la
del mismo predicador Sweitzer. Hannah se extrañó al verlo entrar de aquella
manera cuando ya debería estar ocupando su lugar en el púlpito hacía rato.
Poco antes de
llegar a su altura se detuvo un instante y Hannah se dio cuenta con horror de
que la persona que lo acompañaba y que ahora estaba ocupando un lugar en un
banco, justo detrás de ella, no era otro que el inglés que la había
fotografiado aquella mañana.
Cuando sus
miradas se encontraron, Hannah volvió la cabeza hacia el frente con rapidez, disimulando
su asombro. Las hileras de bancos estaban tan cerca las unas de las otras que
pudo percibir perfectamente el olor del forastero, fresco y peligroso como una
tormenta a punto de estallar. La congregación siguió cantando mientras ella
trataba de que no se notara su turbación:
¡Cuida de mi corazón
y de mi boca!
De repente,
Hannah distinguió entre la multitud de voces conocidas una nueva, profunda y masculina,
teñida de una vibración tan pura que la hizo estremecerse. Era un canto alegre
que desprendía tal despreocupación y confianza en el mundo que tuvo que dejar
de cantar, deseosa de perderse en aquel sonido inaudito. Los ojos se le
llenaron de lágrimas mientras su corazón vibraba al ritmo de la cadencia de la
melodía.
Hannah se
volvió con disimulo y comprobó que se trataba del extranjero, que cantaba sin vacilaciones
un salmo que a ella le había costado años aprender:
¡Sostenme con tu
amor!
Algo de ese amor
viaja ya conmigo.
El trago del
sufrimiento se muestra ante nosotros
pero también lo hacen
las falsas enseñanzas.
Son muchos los que
tratan de apartarnos
de Cristo nuestro
Señor.
Por eso, te entrego
mi alma. No permitas que me avergüence.
No dejes que el
enemigo se exalte gracias a mí.
El himno acabó
y Hannah se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Jamás había
oído a nadie entonar de aquel modo. Los cánticos de los amish eran lúgubres y
extraños. La letra ni siquiera rimaba, pero en boca de aquel extranjero la
música había cobrado otra dimensión. Su pronunciación era curiosa, pero aun
así… Soltó todo el aire que acumulaba en los pulmones maravillada.
Rocío
Carmona, El Corazón de Hannah
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