El reloj de
péndulo que había sobre la cornisa de la chimenea puso en marcha sus engranajes
rechinando. Se trataba de una especie de reloj de cuco, pero su artístico
mecanismo representaba un pulgar dolorido sobre el que descargaba sus golpes un
martillo.
—¡Ay! ¡Ay!
¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —gritó.
Así pues, eran
las cinco.
De ordinario,
Belcebú Sarcasmo, Consejero Secreto de Magia, se ponía francamente de buen
humor cuando lo oía dar las horas. Pero aquella tarde de San Silvestre le echó
una mirada más bien pesarosa. Le hizo un gesto de rechazo con un leve
movimiento de la mano y se dejó envolver por el humo de su pipa. Con el ceño
fruncido, se sumió en sus cavilaciones. Sabía que le esperaba algo muy
desagradable y que le iba a llegar muy pronto, a medianoche lo más tarde, al
cambiar el año.
El mago estaba
sentado en una cómoda butaca de orejas, que un vampiro muy dotado para la
artesanía había fabricado personalmente, cuatrocientos años antes, con tablas
de ataúdes. Los cojines estaban confeccionados con pieles de ogro, que, por el
paso del tiempo, claro está, se hallaban ya un poco raídas. Este mueble era una
herencia familiar y Sarcasmo lo tenía en gran estima pese a que, por lo demás,
era de ideas más bien progresistas y estaba al día, cuando menos en lo que se
refería a su actividad profesional.
La pipa en que
fumaba representaba una calavera cuyos ojos, de cristal verde, se encendían con
cada chupada. Las nubecillas de humo formaban en el aire figuras extrañas de los
más diversos tipos: cifras y fórmulas, serpientes enroscándose, murciélagos,
pequeños fantasmas y, sobre todo, signos de interrogación.
Belcebú
Sarcasmo suspiró profundamente, se levantó y comenzó a caminar en su
laboratorio de un lado para otro. Le iban a pedir cuentas, de eso estaba
seguro. Pero ¿con quién tendría que vérselas? ¿Y qué podía aducir en su
defensa? Y, sobre todo, ¿aceptarían sus motivos?
Su alta y
esquelética figura se hallaba cubierta con una bata plisada de seda verde
cardenillo (este era el color preferido del Consejero Secreto de Magia). Su
cabeza, pequeña y calva, parecía apergaminada, como una manzana rugosa. Sobre
su nariz aguileña se asentaban unas gafas enormes de montura negra y con unos
cristales, fulgurantes y gruesos como lupas, que agrandaban sus ojos de forma
poco natural. Las orejas le colgaban de la cabeza como el asa del cubo. Tenía
la boca tan estrecha como si se la hubieran abierto en la cara con una navaja
de afeitar. En resumidas cuentas, no era precisamente el tipo en el que se
puede confiar a primera vista. Pero eso no le preocupaba lo más mínimo a
Sarcasmo. Nunca había sido un personaje muy sociable. Prefería no dejarse ver y
actuar en secreto.
Michael
Ende, El Ponche de los Deseos
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