Cuando el rey
consideró llegado el momento de casar a su hija e hizo pública la convocatoria
matrimonial, lo que más difusión tuvo entre súbditos y vasallos y, sobre todo,
entre los caballeros del reino que aspiraban a conseguir su mano, fue la
condición impuesta por la propia princesa para elegir marido. «Sólo podré
amar», dijo la princesa, «a quien esté dispuesto a morir por mí.» Tal vez por
eso, en lugar del ingente número de caballeros que se esperaba, pues todos
estaban convencidos de que acudirían desde los más alejados confines del
territorio, sólo fueron apareciendo, muy lentamente, como con desgana, algunos
jóvenes atrevidos o algunos viejos codiciosos. Tal vez también por eso la
princesa se enojó, pues, acostumbrada a los caprichos de palacio, soñaba con
tener decenas de caballeros a sus pies, sufriendo, pendientes sólo de su
decisión. De modo que lo que se pretendía celebrar como una gran fiesta de amor
llevaba camino de convertirse en un torneo insulso entre caballeros
secundarios, en número escaso y de renombre exiguo. Se dio, además, la
circunstancia de que algunos caballeros que no tenían conocimiento exacto de
las palabras de la princesa o que ignoraban su verdadero alcance, después de
merodear algunos días por los alrededores de palacio, tomaron el camino de
regreso a sus hogares o se retiraron a los campamentos exteriores para asistir
a la fiesta desde fuera, sin participar, sólo como espectadores de un desenlace
probablemente turbio y desdichado. Los juglares cantaban las penas de la princesa,
que desde sus dependencias seguía con lágrimas de rabia la escasa afluencia de
caballeros o su deserción tras conocer las rigurosas condiciones del amor, y de
hecho algún juglar que se mostró compasivo fue condenado a la horca por cantar
la verdad. El caso fue, pues, que cuando se cumplió el plazo dado por el rey,
tras el penoso desfile de caballeros curiosos o desaprensivos o cobardes, sólo
habían quedado finalmente siete pretendientes. El rey los convocó solemnemente
a la sala de audiencias para que los examinara la princesa y allí se
presentaron los siete, gallardos y aguerridos, dispuestos a una tarea
verdaderamente difícil: obtener la mano de la princesa y sobrevivir. En el
rostro de la princesa se apreciaba la sombra de una pesadumbre otoñal, el reflejo
de una contrariedad profunda, porque ella había imaginado setenta veces siete
caballeros pidiendo su mano y grandes combates cruentos de amor. De modo que
ahora miraba a cada uno de los caballeros sin verlos o a todos en conjunto con
la mirada puesta en la ausencia de los otros, añorando a los que no habían
venido o a los que se habían ido después de venir. No obstante, para cumplir
los trámites legales, los fue examinando uno por uno, sin orden,
caprichosamente, nadie sabe si dispuesta a arrojarlos rápidamente de la sala de
audiencias o si buscando alguna razón cautiva en los ojos y en el pensamiento
de cada uno. Hizo una primera ronda desganada y ritual, una primera pregunta
general articulada siete veces. «¿Estáis efectivamente dispuesto a morir por mí?»,
fue preguntando a uno tras otro. Todos respondieron que sí. «¿Por qué?»,
preguntó de nuevo, en segunda ronda, a uno tras otro. «Por amor», dijo el
primero. Y a la princesa le pareció tan absurda la respuesta que no pudo
contener la ira. «¡Fuera!», dijo señalando con el dedo extendido la puerta de
salida. Y el caballero desechado abandonó la audiencia torpemente, procurando
no manifestar la huella de la humillación. «Porque sin vos tampoco podría
vivir», respondió el segundo. Y la princesa tampoco supo reprimir su cólera
ante aquella falsa declaración de amor artificial inventada por poetas.
«¡Fuera!», dijo de nuevo con la mano extendida. «Bien lo merece vuestra
hermosura», dijo el tercero. Y aunque a la princesa no le enojó en exceso la
frivolidad, repitió la orden con energía. «¡Fuera!», dijo. «Por la fama de
vuestra virtud», dijo el cuarto caballero. Y la princesa, que nunca había
soportado el halago mentiroso ni la hipocresía que reduce a condición moral los
atributos de la belleza, gritó de nuevo: «¡Fuera!». El quinto caballero no
articuló palabra, se limitó a arrodillarse ceremoniosamente ante la princesa,
que, en un rapto de humor, señaló también la puerta sin hablar. El sexto
caballero, por el contrario, habló extensamente. «Yo no quiero morir por vos»,
dijo, «sino vivir por vos, porque vuestro deseo es imposible de cumplir. Yo os
amo, princesa, pero, si muero, ¿de qué me sirve vuestro amor? Y si sólo con mi
muerte podéis creer que mi amor es verdadero, ¿para qué os sirvo muerto?» A la
princesa le sorprendió la agudeza de aquellas manifestaciones y, por primera
vez, no dijo ¡fuera! con desprecio. Sin hacer ningún comentario preguntó al
séptimo caballero. «Por lealtad», se limitó a responder éste. Y como la
princesa no lograra entender el sentido de aquellas palabras le pidió que se
explicara. Pero el séptimo caballero no era hombre elocuente ni de hábil
retórica. Sólo dijo: «La lealtad está antes que el amor». En ese momento
comprendió la princesa que el séptimo caballero no la amaba y, tal vez por eso
mismo, lo declaró el preferido de su corazón. Imaginó un futuro fugaz tratando
de conseguir su amor y lamentó no haber despedido al caballero anterior, porque
entonces hubiera elegido, sin dudarlo, al séptimo caballero, pero, puesto que
el anterior, que no carecía de ingenio, ya había sido distinguido con el
permiso de presencia y había adquirido, por tanto, un derecho de lucha, la
princesa se quedó durante un momento perpleja, sin saber qué hacer o temiendo
hacer algo por primera vez en su vida, sabiéndose responsable de su decisión.
Sin embargo, no podía dejar de cumplir su propósito y, como el caballero que
recibiera su amor debería demostrar primero que estaba dispuesto a morir por
ella, se decidió que ambos pretendientes se enfrentaran en singular torneo. Y
así fue. Ante el clamor y la expectación general, los caballeros salieron a la
plaza para celebrar el combate el mismo día de primavera en que la princesa
cumplía diecisiete años. El sexto caballero, ufano y galante, salió dispuesto a
vencer. El séptimo caballero, resignado y leal, salió dispuesto a morir. Y como
la estadística del azar indica que el destino termina siempre por cumplirse, un
caballero venció y otro murió. Entonces la princesa arrojó de la corte al
caballero vencedor, que había sabido luchar, pero no morir, y abrazó el cuerpo
moribundo del séptimo caballero. Tras su muerte, colocaron la cabeza en una
caja de plata y se la entregaron a la princesa, que la llevó consigo al remoto
castillo al que se retiró a desgranar una y otra vez, interminablemente, la
triste paradoja del amor y de la muerte y donde vivió el resto de sus días y de
sus noches, en absoluta desolación y soledad, urdiendo delirios de bálsamo y
pasión frente a la caja, entregada a veces a la locura, a veces a la melancolía.
Gonzalo Hidalgo Bayal, La
Princesa y la Muerte
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