lunes, 25 de febrero de 2019

LA CAJA DE PLATA



Cuando el rey consideró llegado el momento de casar a su hija e hizo pública la convocatoria matrimonial, lo que más difusión tuvo entre súbditos y vasallos y, sobre todo, entre los caballeros del reino que aspiraban a conseguir su mano, fue la condición impuesta por la propia princesa para elegir marido. «Sólo podré amar», dijo la princesa, «a quien esté dispuesto a morir por mí.» Tal vez por eso, en lugar del ingente número de caballeros que se esperaba, pues todos estaban convencidos de que acudirían desde los más alejados confines del territorio, sólo fueron apareciendo, muy lentamente, como con desgana, algunos jóvenes atrevidos o algunos viejos codiciosos. Tal vez también por eso la princesa se enojó, pues, acostumbrada a los caprichos de palacio, soñaba con tener decenas de caballeros a sus pies, sufriendo, pendientes sólo de su decisión. De modo que lo que se pretendía celebrar como una gran fiesta de amor llevaba camino de convertirse en un torneo insulso entre caballeros secundarios, en número escaso y de renombre exiguo. Se dio, además, la circunstancia de que algunos caballeros que no tenían conocimiento exacto de las palabras de la princesa o que ignoraban su verdadero alcance, después de merodear algunos días por los alrededores de palacio, tomaron el camino de regreso a sus hogares o se retiraron a los campamentos exteriores para asistir a la fiesta desde fuera, sin participar, sólo como espectadores de un desenlace probablemente turbio y desdichado. Los juglares cantaban las penas de la princesa, que desde sus dependencias seguía con lágrimas de rabia la escasa afluencia de caballeros o su deserción tras conocer las rigurosas condiciones del amor, y de hecho algún juglar que se mostró compasivo fue condenado a la horca por cantar la verdad. El caso fue, pues, que cuando se cumplió el plazo dado por el rey, tras el penoso desfile de caballeros curiosos o desaprensivos o cobardes, sólo habían quedado finalmente siete pretendientes. El rey los convocó solemnemente a la sala de audiencias para que los examinara la princesa y allí se presentaron los siete, gallardos y aguerridos, dispuestos a una tarea verdaderamente difícil: obtener la mano de la princesa y sobrevivir. En el rostro de la princesa se apreciaba la sombra de una pesadumbre otoñal, el reflejo de una contrariedad profunda, porque ella había imaginado setenta veces siete caballeros pidiendo su mano y grandes combates cruentos de amor. De modo que ahora miraba a cada uno de los caballeros sin verlos o a todos en conjunto con la mirada puesta en la ausencia de los otros, añorando a los que no habían venido o a los que se habían ido después de venir. No obstante, para cumplir los trámites legales, los fue examinando uno por uno, sin orden, caprichosamente, nadie sabe si dispuesta a arrojarlos rápidamente de la sala de audiencias o si buscando alguna razón cautiva en los ojos y en el pensamiento de cada uno. Hizo una primera ronda desganada y ritual, una primera pregunta general articulada siete veces. «¿Estáis efectivamente dispuesto a morir por mí?», fue preguntando a uno tras otro. Todos respondieron que sí. «¿Por qué?», preguntó de nuevo, en segunda ronda, a uno tras otro. «Por amor», dijo el primero. Y a la princesa le pareció tan absurda la respuesta que no pudo contener la ira. «¡Fuera!», dijo señalando con el dedo extendido la puerta de salida. Y el caballero desechado abandonó la audiencia torpemente, procurando no manifestar la huella de la humillación. «Porque sin vos tampoco podría vivir», respondió el segundo. Y la princesa tampoco supo reprimir su cólera ante aquella falsa declaración de amor artificial inventada por poetas. «¡Fuera!», dijo de nuevo con la mano extendida. «Bien lo merece vuestra hermosura», dijo el tercero. Y aunque a la princesa no le enojó en exceso la frivolidad, repitió la orden con energía. «¡Fuera!», dijo. «Por la fama de vuestra virtud», dijo el cuarto caballero. Y la princesa, que nunca había soportado el halago mentiroso ni la hipocresía que reduce a condición moral los atributos de la belleza, gritó de nuevo: «¡Fuera!». El quinto caballero no articuló palabra, se limitó a arrodillarse ceremoniosamente ante la princesa, que, en un rapto de humor, señaló también la puerta sin hablar. El sexto caballero, por el contrario, habló extensamente. «Yo no quiero morir por vos», dijo, «sino vivir por vos, porque vuestro deseo es imposible de cumplir. Yo os amo, princesa, pero, si muero, ¿de qué me sirve vuestro amor? Y si sólo con mi muerte podéis creer que mi amor es verdadero, ¿para qué os sirvo muerto?» A la princesa le sorprendió la agudeza de aquellas manifestaciones y, por primera vez, no dijo ¡fuera! con desprecio. Sin hacer ningún comentario preguntó al séptimo caballero. «Por lealtad», se limitó a responder éste. Y como la princesa no lograra entender el sentido de aquellas palabras le pidió que se explicara. Pero el séptimo caballero no era hombre elocuente ni de hábil retórica. Sólo dijo: «La lealtad está antes que el amor». En ese momento comprendió la princesa que el séptimo caballero no la amaba y, tal vez por eso mismo, lo declaró el preferido de su corazón. Imaginó un futuro fugaz tratando de conseguir su amor y lamentó no haber despedido al caballero anterior, porque entonces hubiera elegido, sin dudarlo, al séptimo caballero, pero, puesto que el anterior, que no carecía de ingenio, ya había sido distinguido con el permiso de presencia y había adquirido, por tanto, un derecho de lucha, la princesa se quedó durante un momento perpleja, sin saber qué hacer o temiendo hacer algo por primera vez en su vida, sabiéndose responsable de su decisión. Sin embargo, no podía dejar de cumplir su propósito y, como el caballero que recibiera su amor debería demostrar primero que estaba dispuesto a morir por ella, se decidió que ambos pretendientes se enfrentaran en singular torneo. Y así fue. Ante el clamor y la expectación general, los caballeros salieron a la plaza para celebrar el combate el mismo día de primavera en que la princesa cumplía diecisiete años. El sexto caballero, ufano y galante, salió dispuesto a vencer. El séptimo caballero, resignado y leal, salió dispuesto a morir. Y como la estadística del azar indica que el destino termina siempre por cumplirse, un caballero venció y otro murió. Entonces la princesa arrojó de la corte al caballero vencedor, que había sabido luchar, pero no morir, y abrazó el cuerpo moribundo del séptimo caballero. Tras su muerte, colocaron la cabeza en una caja de plata y se la entregaron a la princesa, que la llevó consigo al remoto castillo al que se retiró a desgranar una y otra vez, interminablemente, la triste paradoja del amor y de la muerte y donde vivió el resto de sus días y de sus noches, en absoluta desolación y soledad, urdiendo delirios de bálsamo y pasión frente a la caja, entregada a veces a la locura, a veces a la melancolía.

Gonzalo Hidalgo Bayal, La Princesa y la Muerte

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