Casi todas las
artes y ciencias útiles nos fueron dadas por los antiguos griegos: la
astronomía, las matemáticas, la ingeniería, la arquitectura, la medicina, la
economía, la literatura y el derecho. Incluso el lenguaje científico moderno
está formado mayoritariamente por palabras griegas. Ellos fueron el primer
pueblo de Europa en escribir libros; y dos largos poemas de Homero —acerca del
asedio de Troya y sobre las aventuras de Odiseo— se leen todavía con placer,
aunque su autor viviera antes incluso del 700 a. C. Después de Homero
llegó Hesíodo, quien, entre otras cosas, escribió sobre dioses,
guerreros y la creación. Los griegos tenían un gran respeto por Homero
y Hesíodo,
y las historias (hoy llamadas «mitos») que ellos y otros poetas narraron se convirtieron
en parte de la cultura, no sólo de Grecia, sino de cualquier lugar donde
llegara la lengua griega: desde Asia occidental hasta el norte de África y
España.
Roma conquistó
Grecia unos ciento cincuenta años antes del nacimiento de Cristo, pero los romanos
admiraban tanto la poesía griega que continuaron leyéndola, incluso después de convertirse
al cristianismo. La cultura romana se extendió por toda Europa y, al final,
llegó sin grandes cambios desde Inglaterra hasta América. Cualquier persona
culta debía conocer la mitología griega casi tan bien como la Biblia, aunque
sólo fuera porque el mapa griego del cielo nocturno, aún utilizado por los
astrónomos, era un libro ilustrado de los mitos. Algunos grupos de estrellas
están formados por perfiles relacionados con las personas y los animales
mencionados en aquella mitología: héroes como Heracles y Perseo; el caballo
alado Pegaso; la bella Andrómeda y la serpiente que casi la devora; el cazador
Orión; el centauro Quirón; la popa del Argos; el carnero del vellocino de oro,
y tantos otros.
Estos mitos no
son solemnes, como las historias bíblicas. La idea de que pudiera haber un solo
Dios y ninguna diosa no gustaba a los griegos, que eran un pueblo listo,
pendenciero y divertido. Pensaban que el cielo estaba gobernado por un linaje
divino muy parecido al de cualquier familia humana acaudalada, pero inmortal y
todopoderoso; y solían reírse de ellos, al mismo tiempo que les ofrecían
sacrificios. Incluso hoy, en pueblos europeos recónditos, donde un hombre rico
es propietario de muchas casas y tierras, sucede más o menos lo mismo. Todos
los habitantes del pueblo han sido educados con el propietario y le pagan un alquiler
con regularidad. Pero a sus espaldas suelen decir: «¡Qué tipo más soberbio,
violento y antipático! ¡Qué mal trata a su mujer… y ella no para de chincharle!
¿Y sus hijos? ¡Vaya una pandilla! La hija, tan guapa, está loca por los hombres
y se comporta de cualquier manera; el chico que está en el ejército es un matón
y un cobarde, y el que acompaña a su padre y cuida del ganado es un bocazas del
que no te puedes fiar… Por cierto, el otro día me contaron…».
Así era como
los griegos hablaban de su dios Zeus y de Hera, la esposa de éste; de Ares,
dios de la guerra e hijo de esta pareja; y también de Afrodita, Hermes y el
resto de la pendenciera familia. Los romanos les dieron nombres distintos: Júpiter
en lugar de Zeus, Marte en lugar de Ares, Venus en lugar de Afrodita, Mercurio
en lugar de Hermes…, sustantivos que hoy identifican a los planetas. Los
guerreros, la mayoría de los cuales aseguraban ser hijos de dioses con madres humanas,
solían ser antiguos reyes griegos, cuyas aventuras fueron repetidas por los
poetas para satisfacción de sus orgullosos descendientes.
Robert Graves, Dioses y Héroes de
la Antigua Grecia
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