Durante todo
el mes de septiembre, tras el éxito de nuestro robo, fuimos tentados,
invadidos, conquistados por el misterio del mundo exterior, sobre todo el de la
mujer, el del amor, el del sexo, que los escritores occidentales nos revelaban
día tras día, página tras página, libro tras libro. El Cuatrojos no sólo se
había marchado sin atreverse a denunciarnos sino que, por fortuna, el jefe de
nuestra aldea había ido a la ciudad de Yong Jing para asistir a un congreso de
los comunistas del distrito. Aprovechando estas vacaciones del poder político y
la discreta anarquía que reinaba momentáneamente en la aldea, nos negamos a ir
a trabajar a los campos, algo que a los aldeanos, ex cultivadores de opio
reconvertidos en custodios de nuestras almas, les importó un pimiento. Me
pasaba así los días, la puerta más herméticamente cerrada que nunca, con las
novelas occidentales. Dejaba de lado los Balzac, pasión exclusiva de Luo, y
me enamoraba sucesivamente, con la frivolidad y la seriedad de mis diecinueve
años, de Flaubert, de Gogol, de Melville e, incluso, de Romain
Rolland.
Hablemos de
éste. La maleta del Cuatrojos sólo contenía uno de sus libros, el primero de
los cuatro volúmenes de Jean-Christophe. Puesto que se trataba de la vida de un
músico, y yo mismo era capaz de tocar al violín piezas como Mozart piensa en el
presidente Mao, me sentí tentado a hojearlo, al modo de un coqueteo sin
consecuencias, tanto más cuanto que había sido traducido por Fu Lei, el
traductor de Balzac. Pero en cuanto lo abrí, ya no pude soltarlo. Mis libros
preferidos eran, normalmente, las colecciones de cuentos, que narran una
historia bien compuesta, con ideas brillantes, a veces divertidas o que te
dejan sin aliento, historias que te acompañan toda la vida. Por lo que a las
novelas largas se refiere, salvo por algunas excepciones, me mostraba bastante
desconfiado. Pero Jean-Christophe, con su empecinado individualismo, sin
mezquindad alguna, fue para mí una saludable revelación. Sin él, nunca hubiera
conseguido comprender el esplendor y la amplitud del individualismo. Hasta
aquel encuentro robado con Jean-Christophe, mi pobre cabeza educada y reeducada
ignoraba, sencillamente, que fuera posible luchar en solitario contra el mundo
entero. El coqueteo se transformó en un gran amor. Ni siquiera el énfasis
excesivo en el que había caído el autor me parecía perjudicial para la belleza
de la obra. Me zambullí literalmente en el poderoso río de aquellos centenares
de páginas. Era para mí el libro soñado: al acabar de leerlo, ni la maldita
vida ni el maldito mundo volvían a ser como antes.
Dai Sijie, Balzac y la JovenCosturera China
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