jueves, 14 de febrero de 2019

L’AMOUR, C’EST L’AMOUR



Le resulta demasiado tentador. Haber encontrado a alguien que quizá sea capaz de entender el mundo en el que él ha vivido prácticamente durante toda su existencia… Sabe que no debería dejarse llevar, pero no puede evitarlo.
—Podría enseñárselo, si usted quisiera —propone, al cabo de un momento.
—Me encantaría —responde Isobel.
Terminan el vino y Marco le paga la cuenta a la mujer que está al otro lado de la barra. Se pone el bombín y coge a Isobel del brazo mientras abandonan el calor del café y echan a andar de nuevo bajo la lluvia.
Marco se detiene bruscamente a mitad de la manzana siguiente, justo delante de un patio grande rodeado por una verja. Está un poco apartado de la acera, como si fuera una especie de antecámara adoquinada con muros de piedra gris.
—Aquí está bien —dice. Aleja a Isobel de la acera y la conduce hacia el espacio entre el muro y la verja. La coloca de forma que la joven queda con la espalda apoyada en la piedra gris y húmeda del muro, y se sitúa justo delante de ella, tan cerca que la muchacha puede ver hasta la última gota de lluvia en el ala de su bombín.
—¿Bien para qué? —quiere saber Isobel, con la voz atenazada por el temor. Sigue lloviendo y no hay escapatoria posible. Marco se limita a levantar una mano enguantada para tranquilizarla, y se concentra en la lluvia y en el muro gris, tras la cabeza de ella.
Nunca, hasta ese momento, ha podido poner en práctica esa proeza concreta con nadie y no está del todo convencido de que vaya a salir bien.
—¿Confía usted en mí, señorita Martin? —le pregunta, dirigiéndole la misma mirada intensa que en el café, con la única diferencia de que ahora sólo unos pocos centímetros separan los ojos de ambos.
—Sí —responde ella, sin vacilar.
—Bien —contesta Marco.
Y, con un movimiento rápido, levanta la mano y la coloca con firmeza sobre los ojos de Isobel.
Ella, sobresaltada, se queda inmóvil. Es como si hubiera perdido por completo la visión; no ve nada y lo único que nota es el roce de la piel húmeda del guante de Marco. Se estremece, sin saber muy bien si se debe al frío o a la lluvia. Junto a ella, una voz susurra palabras que debe esforzarse para escuchar y que, aun así, no entiende. Poco después, deja de oír el golpeteo de la lluvia y tiene la sensación de que la pared de piedra en la que está apoyada se vuelve rugosa, cuando hasta ese momento le había parecido lisa. La oscuridad se le antoja algo más luminosa y, justo entonces, Marco baja la mano.
Isobel parpadea para que los ojos se le acostumbren a la luz, y ve al joven, que sigue delante de ella. Sin embargo, hay algo distinto: ya no se aprecian gotas de lluvia en el ala de su sombrero. En realidad, no hay gotas de lluvia en ninguna parte. Más bien al contrario: la luz del sol proyecta sobre él un leve resplandor, aunque no es eso lo que deja sin aliento a Isobel.
Lo que la deja sin aliento es el hecho de que ahora se encuentran en un bosque y que ella tiene la espalda apoyada en un enorme y añejo tronco. Los árboles son negros y carecen de hojas; sus ramas se extienden hacia la inmensa y radiante extensión azul que es el cielo, sobre sus cabezas. El suelo está cubierto por una finísima capa de nieve que brilla y centellea bajo la luz del sol. Es un hermoso día de invierno y no se ve ni un solo edificio en kilómetros a la redonda, únicamente una gran extensión de nieve y bosques. Un pájaro trina en un árbol cercano y, a lo lejos, otro le responde.
Isobel está desconcertada. Es real. Nota el calor del sol en la piel y la rugosidad de la corteza del árbol bajo los dedos. El frío de la nieve es palpable, aunque se da cuenta de que su vestido ya no está empapado de lluvia. Hasta el aire que le llega a los pulmones tiene la inconfundible frescura del campo, sin rastro alguno de la polución londinense. No puede ser real, pero lo es.
—Es imposible —dice, volviéndose hacia Marco. Él sonríe, y sus ojos, verdes, resplandecen bajo el sol del invierno.
—Nada es imposible —afirma él.
Isobel se echa a reír, con la risa aguda y alegre de una niña. Se le pasan por la cabeza miles y miles de preguntas, pero no es capaz de formular adecuadamente ni una sola de ellas. Y, entonces, de golpe, una imagen muy clara invade su mente: El Mago.
—Eres mago —asegura.
—Creo que hasta ahora nadie me había llamado así —responde Marco.
Isobel se echa a reír de nuevo y sigue riéndose en el momento en que él se inclina para besarla.
Dos pájaros revolotean sobre sus cabezas mientras una ligera brisa sopla entre las ramas de los árboles, en torno a los dos jóvenes. Los transeúntes de las oscuras calles de Londres no ven en ellos nada de extraordinario: sólo son dos jóvenes enamorados que se besan bajo la lluvia.

Erin Morgenstern, El Circo de la Noche

PREMIO ALEX 2012

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