Le resulta
demasiado tentador. Haber encontrado a alguien que quizá sea capaz de entender
el mundo en el que él ha vivido prácticamente durante toda su existencia… Sabe
que no debería dejarse llevar, pero no puede evitarlo.
—Podría enseñárselo,
si usted quisiera —propone, al cabo de un momento.
—Me encantaría
—responde Isobel.
Terminan el
vino y Marco le paga la cuenta a la mujer que está al otro lado de la barra. Se
pone el bombín y coge a Isobel del brazo mientras abandonan el calor del café y
echan a andar de nuevo bajo la lluvia.
Marco se
detiene bruscamente a mitad de la manzana siguiente, justo delante de un patio
grande rodeado por una verja. Está un poco apartado de la acera, como si fuera
una especie de antecámara adoquinada con muros de piedra gris.
—Aquí está
bien —dice. Aleja a Isobel de la acera y la conduce hacia el espacio entre el
muro y la verja. La coloca de forma que la joven queda con la espalda apoyada
en la piedra gris y húmeda del muro, y se sitúa justo delante de ella, tan
cerca que la muchacha puede ver hasta la última gota de lluvia en el ala de su
bombín.
—¿Bien para
qué? —quiere saber Isobel, con la voz atenazada por el temor. Sigue lloviendo y
no hay escapatoria posible. Marco se limita a levantar una mano enguantada para
tranquilizarla, y se concentra en la lluvia y en el muro gris, tras la cabeza
de ella.
Nunca, hasta
ese momento, ha podido poner en práctica esa proeza concreta con nadie y no
está del todo convencido de que vaya a salir bien.
—¿Confía usted
en mí, señorita Martin? —le pregunta, dirigiéndole la misma mirada intensa que
en el café, con la única diferencia de que ahora sólo unos pocos centímetros
separan los ojos de ambos.
—Sí —responde
ella, sin vacilar.
—Bien
—contesta Marco.
Y, con un
movimiento rápido, levanta la mano y la coloca con firmeza sobre los ojos de
Isobel.
Ella,
sobresaltada, se queda inmóvil. Es como si hubiera perdido por completo la
visión; no ve nada y lo único que nota es el roce de la piel húmeda del guante
de Marco. Se estremece, sin saber muy bien si se debe al frío o a la lluvia.
Junto a ella, una voz susurra palabras que debe esforzarse para escuchar y que,
aun así, no entiende. Poco después, deja de oír el golpeteo de la lluvia y
tiene la sensación de que la pared de piedra en la que está apoyada se vuelve
rugosa, cuando hasta ese momento le había parecido lisa. La oscuridad se le
antoja algo más luminosa y, justo entonces, Marco baja la mano.
Isobel
parpadea para que los ojos se le acostumbren a la luz, y ve al joven, que sigue
delante de ella. Sin embargo, hay algo distinto: ya no se aprecian gotas de
lluvia en el ala de su sombrero. En realidad, no hay gotas de lluvia en ninguna
parte. Más bien al contrario: la luz del sol proyecta sobre él un leve
resplandor, aunque no es eso lo que deja sin aliento a Isobel.
Lo que la deja
sin aliento es el hecho de que ahora se encuentran en un bosque y que ella
tiene la espalda apoyada en un enorme y añejo tronco. Los árboles son negros y
carecen de hojas; sus ramas se extienden hacia la inmensa y radiante extensión
azul que es el cielo, sobre sus cabezas. El suelo está cubierto por una
finísima capa de nieve que brilla y centellea bajo la luz del sol. Es un
hermoso día de invierno y no se ve ni un solo edificio en kilómetros a la redonda,
únicamente una gran extensión de nieve y bosques. Un pájaro trina en un árbol
cercano y, a lo lejos, otro le responde.
Isobel está
desconcertada. Es real. Nota el calor del sol en la piel y la rugosidad de la
corteza del árbol bajo los dedos. El frío de la nieve es palpable, aunque se da
cuenta de que su vestido ya no está empapado de lluvia. Hasta el aire que le
llega a los pulmones tiene la inconfundible frescura del campo, sin rastro
alguno de la polución londinense. No puede ser real, pero lo es.
—Es imposible
—dice, volviéndose hacia Marco. Él sonríe, y sus ojos, verdes, resplandecen
bajo el sol del invierno.
—Nada es
imposible —afirma él.
Isobel se echa
a reír, con la risa aguda y alegre de una niña. Se le pasan por la cabeza miles
y miles de preguntas, pero no es capaz de formular adecuadamente ni una sola de
ellas. Y, entonces, de golpe, una imagen muy clara invade su mente: El Mago.
—Eres mago
—asegura.
—Creo que
hasta ahora nadie me había llamado así —responde Marco.
Isobel se echa
a reír de nuevo y sigue riéndose en el momento en que él se inclina para
besarla.
Dos pájaros
revolotean sobre sus cabezas mientras una ligera brisa sopla entre las ramas de
los árboles, en torno a los dos jóvenes. Los transeúntes de las oscuras calles
de Londres no ven en ellos nada de extraordinario: sólo son dos jóvenes
enamorados que se besan bajo la lluvia.
Erin Morgenstern, El Circo de la Noche
PREMIO ALEX 2012
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