Una noche de junio de 1865, cuando tenía quince años, mientras se
encontraba en una habitación del hospital de Edimburgo, Robert Louis Stevenson,
futuro escritor y viajero, tuvo un sueño. Soñó que se había convertido en un
hombre maduro y que se hallaba en un velero. El velero tenía las velas
hinchadas por el viento y navegaba a través del aire. él estaba a cargo del
timón y lo pilotaba como se pilota un globo aerostático. El velero pasó sobre
Edimburgo, después atravesó las montañas de Francia y comenzó a sobrevolar un
océano azul. Sabía que había tomado aquella nave porque sus pulmones no
conseguían respirar, y necesitaba aire. Y ahora respiraba perfectamente bien,
los vientos le llenaban de aire limpio los pulmones y su tos se había calmado.
El velero se posó sobre el agua y comenzó a avanzar velozmente.
Robert Louis Stevenson había desplegado todas las velas y se dejaba guiar por
el viento. En un momento determinado vio una isla en el horizonte, y numerosas
canoas alargadas, conducidas por hombres oscuros, le salieron al encuentro.
Robert Louis Stevenson vio cómo las canoas se ponían a su flanco y le indicaban
la ruta a seguir; y mientras lo hacían, los indígenas entonaban cantos de
alegría y lanzaban al puente de la nave coronas de flores blancas.
Cuando llegó a cien metros de la isla, Robert Louis Stevenson
arrojó el ancla y descendió por una escala de cuerda hasta la canoa principal,
que lo esperaba al pie de las amuras. Era una canoa majestuosa, con un tótem
gigantesco en la proa. Los indígenas lo abrazaron y lo abanicaban con anchas
hojas de palmera, mientras le ofrecían fruta dulcísima.
Esperándolo en la isla había mujeres y niños que danzaban riendo y
que le pusieron guirnaldas de flores al cuello. El jefe del poblado se le
acercó y le señaló la cumbre de la montaña. Robert Louis Stevenson comprendió
que debía llegar hasta allí, pero no sabía por qué. Pensó que con su mala
respiración no conseguiría nunca llegar hasta la cumbre, e intentó explicárselo
a los indígenas por señas. Pero éstos ya lo habían comprendido y le habían
preparado una silla entrelazando juncos y hojas de palmeras. Robert Louis
Stevenson se acomodó en ella y cuatro robustos indígenas se colocaron la silla
sobre los hombros y comenzaron a ascender hacia la montaña. Mientras subían,
Robert Louis Stevenson veía un panorama inexplicable: veía Escocia y Francia,
América y Nueva York, y toda su vida pasada que aún debía suceder. Y a lo largo
de las laderas de la montaña, árboles benéficos y flores carnosas llenaban el
aire de un perfume que le abría los pulmones.
Los indígenas se detuvieron frente a una gruta y se sentaron en el
suelo cruzando las piernas. Robert Louis Stevenson comprendió que debía
penetrar en la cueva, le dieron una antorcha y entró. Hacía fresco, y el aire
olía a musgo. Robert Louis Stevenson avanzó por el vientre de la montaña hasta
una habitación natural que lejanos terremotos habían excavado en la roca y de
la que colgaban enormes estalactitas. En medio de la habitación había un cofre
de plata. Robert Louis Stevenson lo abrió de par en par y vio que dentro había
un libro. Era un libro que hablaba de una isla, de viajes, de aventuras, de un
niño y de piratas; y en el libro estaba escrito su nombre. Entonces salió de la
cueva, ordenó a los indígenas que volvieran al poblado y ascendió hasta la
cumbre con el libro bajo el brazo. Después se tumbó sobre la hierba y abrió el
libro por la primera página. Sabía que se iba a quedar allí, en aquella cumbre,
leyendo aquel libro. Porque el aire era puro, la historia era como el aire y
abría el alma; y allí, leyendo, era hermoso aguardar el final.
Antonio
Tabucchi, Sueño de Sueños
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