Según cuentan algunos, el corso de la avenida La Plata, en Santos
Lugares, era utilizado frecuentemente por ángeles y demonios cuando tenían que
cumplir alguna misión terrestre. Solía decirse también que entre todas las
máscaras del corso, una era el diablo. Los hechiceros de Lourdes y Villa Lynch
aprovechaban aquellas jornadas para suscribir convenios de toda clase con los
poderes de las tinieblas. Tras las caretas espeluznantes se ocultaba el
verdadero horror de las caras del mal.
Los hombres sensibles de Flores solían pasearse por allí tratando
de reconocer el sello de las Legiones, o bien gritando frases ingeniosas en el
oído de las muchachas. Cada vez que sospechaban el carácter sobrenatural de
algún enmascarado, comenzaban a acosarlo tratando de provocar alguna reacción
reveladora.
Nunca tuvieron suerte. Las mascaritas eran muy diestras en la
ocultación de investiduras infernales o eran, lisa y llanamente, sifoneros o
ferroviarios disfrazados de Mandinga.
Una noche, un mozo alto, vestido de Arlequín, les pareció el
finado Antúnez, un pintor de la calle Morón que llevaba diez años muerto.
Indagada a fondo, aquella máscara negó terminantemente la
identidad que se le atribuía. El ruso Salzman, a quien Antúnez le debía sesenta
pesos, exigió al hombre la exhibición plena de su rostro y la devolución de la
suma precitada. El finado Antúnez huyó a la carrera y se perdió entre los
vagones de los talleres del ferrocarril.
En la última jornada de aquellos mismos carnavales, una figura
cubierta con una capa negra se acercó a Manuel Mandeb, que había llegado solo
hasta el extremo del corso.
—Soy la Muerte —dijo.
Mandeb señaló su mediocre indumentaria de pirata y declaró que era
el Capitán Morgan. La figura insistió.
—Disculpe. No ha sido mi intención dar título a mi disfraz. Soy la
Muerte, más allá de cualquier metáfora. Y si me permite la franqueza, vengo a
llevármelo.
Manuel Mandeb entornó los ojos y levantó el índice, como quien se
apresta a una refutación. Después dio media vuelta y salió corriendo por
avenida La Plata en dirección a Rodríguez Peña. Al cabo de una cuadra y media
de persecución, la figura lo alcanzó.
—Déjese de payasadas —dijo jadeando—, venga conmigo. Lo único que
falta es que me haga un escándalo en plena calle.
—Me va a tener que arrastrar —gritó Mandeb, muerto de miedo—
Además, me parece que usted no es más que un sifonero, o quizás un ferroviario
disfrazado.
La Muerte alzó un brazo y Mandeb quedó helado. Quiso moverse, pero
no pudo.
Tal como suele ocurrir en estos casos, pasaron por su mente los
episodios principales de toda una vida. Mandeb advirtió, sin embargo, que esa
vida no era la suya. Se atrevió a una objeción desesperada.
—Me parece que usted está buscando a otra persona.
—Yo busco al que encuentro. Nadie es otra persona.
—¿No podría ir a morirme a un lugar más discreto? Aquí está lleno
de gente y si hay algo que no soporto es estar muerto en medio del corso de
avenida La Plata, frente a una muchedumbre de curiosos.
—¡Basta! No trate de ganar tiempo.
En ese momento apareció una muchacha deslumbrante vestida de
ángel. Era Beatriz Velarde, el amor imposible de Mandeb, la novia ausente, la
mujer que lo había amado sólo por un rato. Lucía unas alas de color celeste y
un antifaz de plata ocultaba sus ojos. Mandeb la reconoció por las tetas.
—¿Qué es lo que pasa? —dijo el ángel.
—Soy la Muerte y vengo a llevarme a este caballero.
El ángel se acercó a Mandeb y lo besó en la boca.
—Muy bien. Ahora no te lo podrás llevar. Si un ángel besa a un
moribundo, la Parca debe retroceder.
La Muerte miró largamente a Beatriz Velarde. Era difícil no
confundirla con un ángel. Sin decir una palabra, dio media vuelta y desapareció
detrás de una murga. Mandeb quiso tomar la mano de Beatriz, pero ella le tiró
una serpentina y salió corriendo.
Durante el resto de la noche, el pensador de Flores buscó
infructuosamente al ángel por todo el corso. Se asomó a la pizzería "Los
ases", revisó los palcos, entró en la heladería "Pololo",
preguntó a sus amigos. Ya era de día cuando llegó a su casa.
Después, durante toda su vida, siguió buscando a Beatriz. Pero
ella no volvió a besarlo nunca más.
Alejandro
Dolina
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