Madrid bullía, alegre y despreocupada, como una bella incauta que
olvida, irresponsable, la verdad de su destino aciago. Todavía continuaban
abiertas las heridas de una guerra devastadora y de un nefasto reinado
absolutista, que la habían dejado llena de escombros, de pobreza y de hambre
atroz.
Pero la noche de carnaval, los madrileños, cómplices de su insensata
ciudad, se escondían tras las máscaras y el brillo para ocultar sus miserias y
su miedo.
Una fina capa de hielo hacía resbalar los cascos de los caballos en
la plaza del Ángel. El carruaje se detuvo ante la puerta del palacio en el que
se celebraba el baile más solicitado de la ciudad, aquel al que todos querían
acudir pero que solo unos pocos privilegiados gozarían: el precio del billete
sobrepasaba la cantidad de dinero que la mayoría de sus habitantes ganaba en todo
un año. La recaudación, eso sí, iría en parte a la beneficencia: la inclusa de
la Puerta del Sol o San Bernardino.
Un chapín de tela rosada descendió lentamente del carruaje; un
abultado vestido dieciochesco del mismo tono precedía a la aparición de su
dueña: una jovencita de largos tirabuzones cuyo rostro se escondía tras una
máscara veneciana auténtica. Su padre, un acaudalado comerciante de sedas,
había mandado traerla de la ciudad de los canales.
Eugenia, que así se llamaba la joven, puso su delicado pie en el
suelo al tiempo que un solícito lacayo la ayudaba a alcanzar la cercana puerta
del palacio de Santoña, en el número nueve de la calle de las Huertas. La
entrada rebosaba de damas ataviadas con sus mejores galas y caballeros
impecables, todos ellos escondidos tras las máscaras, a cual más vistosa y
original. Pero ella permanecía ajena al bullicio y parecía buscar entre el
gentío a una persona en particular. El padre, don Onofre, la seguía a poca
distancia y no quitaba los ojos del vuelo de su vestido.
Sería fácil escabullirse de la vigilancia paterna en medio de tamaño
gentío, pensó Eugenia, y dirigió sus pasos al centro del salón de baile,
tropezando con unos y con otros y riendo a carcajadas ante cualquier
encontronazo. Se sentía feliz, incauta y despreocupada, como la ciudad que
albergaba sus sueños de adolescente. Eugenia buscaba a aquel hombre, misterioso
y arrolladoramente atractivo que llevaba meses siguiéndola, entre las máscaras
y los disfraces. Días antes, él le había dado una pista sobre su atuendo: «Me
verás entonando cantares dirigidos a tu belleza, mi deseada Eugenia». Aquellas
palabras provocaron que su corazón se alterase hasta sentirse mareada, era osado
el caballero expresando su deseo con tal claridad, y no fue capaz de contestar
ni un monosílabo. Solo pudo imaginarlo disfrazado de cantaor de flamenco
provisto de una guitarra española. Pero no veía a nadie con sombrero cordobés
ni instrumento de cuerda, que no fuesen los músicos de la orquesta que tocaban
en ese momento los acordes de un rigodón.
Recordó fugazmente a su amiga Teresa. «¡Qué boba!», pensó, «¡Lo
que se está perdiendo por su cabezonería! Esa manía suya de no fiarse de ningún
hombre y a la vez querer ser igual que ellos le costará cara. De momento ha
conseguido discutir conmigo y quedarse sin baile».
Decidió no regalarle ni un solo pensamiento más a la arisca Teresa;
sabía que no le iba a costar demasiado recuperar su amistad, porque no era la
primera vez que se producía un desencuentro entre ambas y siempre lo arreglaban
entre lágrimas y abrazos.
—¿Vienes dispuesta a convertirte en otra, escondida tras la máscara?
La pregunta sobresaltó a Eugenia, que sintió el aliento de aquella
voz masculina desconocida en su oído como un vendaval inesperado.
—Tu belleza no se puede disimular ni ocultándola tras un rostro
ficticio —insistió el hombre.
—¿Quién sois? —La chica no se atrevió a volverse.
—Soy el trovador que canta sus penas de amor en cuanto te alejas,
adorada Eugenia.
—¡Eres tú! —exclamó feliz—. Déjame que te vea. ¿Cómo te has
disfrazado?
Cuando Eugenia se volvió, el hombre había desaparecido. Las
estancias del palacio, abarrotadas de madrileños disfrazados, se convirtieron
para Eugenia en el escenario de un juego con el trovador. Le parecía entreverlo
al fondo de una sala, pero cuando llegaba, él ya se había escabullido por la
puerta hasta el siguiente salón.
Don Onofre había desistido de perseguirla. Rendido, se sentó en
uno de los sillones en el salón menos bullicioso.
Entre tanto, Eugenia continuaba su persecución. De nuevo, la voz
del trovador la sorprendió a su espalda, esta vez acompañada del tacto de unas
manos que agarraron con fuerza su cintura.
—No te vuelvas —ordenó la voz—. Ya casi has llegado al final de
laberinto. Cierra los ojos y cuenta hasta diez.
El hombre tomó las manos de la joven y tapó con ellos sus ojos por
encima de la máscara. Antes de escabullirse de nuevo, susurró en su oído:
—No hagas trampa y cuenta.
Ella, divertida, comenzó a contar en alto: uno, dos, tres… cada
vez más deprisa.
—Y diez.
Apartó las manos y abrió los ojos, justo a tiempo para descubrir que
su presa se escapaba tras una pequeña puerta camuflada al fondo del salón.
Eugenia llegó hasta la puerta y la abrió, detrás reinaban un silencio
y una oscuridad extrañas en medio de tanta fiesta. A punto estaba de dar media
vuelta para regresar al baile cuando unas manos enguantadas la asieron por la
cintura.
Luego, más silencio.
************************
Ya amanecía cuando los últimos invitados abandonaron la fiesta,
desprovistos de sus máscaras, descubriendo sus rostros al nuevo día. Don Onofre
buscaba inútilmente a su hija entre aquellos pocos espectros borrachos. Para
tranquilizarse quiso pensar que, al no encontrarle, ella se había marchado sola
a casa. Pero el cochero seguía en la puerta, cabeceando sobre el pescante, y el
carruaje vacío solo mostraba la verdad: Eugenia había desparecido.
Rosa Huertas,
Todo Es Máscara
No hay comentarios:
Publicar un comentario