El primer mandamiento es no levantarse, vencer a la luz con la voluntad de tinieblas, pero nunca
lo logra, nunca lo ha logrado. Si le hubieran dicho que no se tenía que
levantar más, se habría instalado en la oscuridad sin inmutarse. Si al menos le
hubieran dicho levántate, habría resistido, tal vez lo habría logrado. Eso sí
que le importa. Que le den órdenes, que le digan ahora, que le digan haz esto.
Pero a nadie le importa que se levante o no se levante.
Mide el mundo por las rendijas de la
persiana. Es áspero y frio. Es un lugar ajeno y siente que algún día no lo fue,
que ese mundo era un territorio conocido y hasta placentero, pero que eso tal
vez fue antes de nacer, en un tiempo en el que no había divisiones, día y
noche, noche y día. No cuenta los golpes, no cuenta las noches sin dormir, ni
tampoco las cicatrices. Huele a agrio en el piso y se respira un aire muchas
veces respirado, agotado y ya inservible, y ese no es el aire del mundo que
entonces habitaba y que no era ajeno y frío ni desconocido.
Se levanta por fin. No porque deba, sino
porque quiere escapar. Siempre lo hace con el pie izquierdo al tiempo que se
santigua con la mano derecha, pero hoy pone despacio los dos pies en el suelo y
se agarra con las dos manos al borde del somier. No pasa nada. Sale del cuarto,
el grifo de la cocina gargajea y de vez en cuando suelta aire, pero no agua.
Està cortada. La luz no, esta vez no.
En el espejo del cuarto de baño hay un
extraño y el extraño está en el espejo, que el cuerpecito lo tengo moraíto
como un lirio, y si Dios me diera la muerte acabarían mis martirios. Son
unos tientos, pero él no lo sabe porque no sabe nada de música, ni mucho menos
que los cantaba Camarón.
Lo oyó una vez en la radio del patio y se
le quedó dando vueltas para siempre en la cabeza porque entonces era él el que
tenía el cuerpectio como un lirio, sí, y porque también él quería mejor estar
muerto que castañeteando los dientes de miedo, porque sí, de esa forma acabarían sus martirios. Que el mío cogeré,
que el mío, cogeré, sigue tú por tu camino, que yo el mío cogeré.
Su padre ronca y duerme y dormirá
roncando con un brazo peludo colgando y un reloj falso brillando como brilla el
oro falso, con la correa a medio desabrochar. El brazo que mide la longitud del
mundo. El brazo que sostiene la mano, la mano que a veces se cierra. Ya no le
da miedo, la suya es igual de grande. Padre duerme, madre no. Madre finge que
duerme, o se engaña a sí misma, también para no sentir y para no saber.
No hay casi nada en la nevera, tampoco
mucho en el cajón del pan. Roe. Bebe un poco de leche, no le gusta la leche, y
esta menos porque está agria. Una vez recogió un gato chiquito y guapo de la
basura y lo estuvo criando a biberón y llegó su padre y lo cogió con su mano
izquierda y lo desnucó contra el banco de la cocina y lo metió sin más en el
cubo de la basura. Cada vez que abre el armario de la cocina en el que está el
cubo, se acuerda y piensa que todos los gatos murieron el día en que murió el
gato chiquito y guapo.
Una semana más tarde encontró en los
solares de las Casas de Guerra otra camada y estuvo matándolos como un reloj de
iglesia dando campanadas, sus cabezas contra una piedra, uno a uno y así hasta
seis. El segundo mandamiento es matarás como tu padre. El
tercero es no te importará la muerte ajena. Déjame vivir mi sino, que yo
disfruto con él.
Sale de casa. Una liberación. Hace frío y
llueve a veces. La gente tiene prisa y en los bares no hay más que viejos de
piel enrojecida y ojos perdidos. Todos los viejos tienen los ojos azulados, de
un azul sucio y ausente. Verlos le provoca arcadas. Ese es el cuarto
mandamiento: no envejecerás. Así que, para no verlos en sus banquetas y en su
codos doblados sobre la barra con el cigarrillo colgando del labio muerto, se
va al instituto.
Es un instituto feo y soso que no tiene
ni nombre, solo el nombre del barrio. No le gusta el barrio, pero sobre todo no
le gusta el instituto, le produce una rabia sorda y honda, pero cuando no va
llegan los problemas. En casa y en el instituto. Y sobre todo cuando le obligan
a ir con su madre. Se avergüenza de ella, odia que le vean junto a ella. Quiere
parecer digna, una señora. Se troncharía de risa si no le diera tanta
vergüenza.
Ella habla y habla con el tutor, bla,
bla, bla. Lo que sea por no oírle decir es un buen chico. Un buen chico es un
cartel pegado a su espalda, una diana. El quinto mandamiento es nunca serás
un buen chico. El sexto, odiarás a los buenos chicos.
Desprecia a su madre, desea que se vaya,
que desaparezca. El séptimo mandamiento es despreciarás a tu madre como tu
padre desprecia a su mujer y como ella se desprecia a sí misma. Sabe que
volverá a casa y se beberá un cartón de vino y que cuando él llegue no habrá
comida en la mesa y se tendrá que cocer un poco de pasta oyendo sus quejidos
indignos.
Ya está dentro. Una pesadilla, chicos y
chicas que ni le miran y que parecen saber dónde van. Por eso se acerca a los
que tampoco saben, se dejan llevar por la corriente, se meten en el aula y él
con ellos, al menos no hace frío. Empieza la clase y mira a los que escriben y
escuchan al profesor, mira sus cabezas idiotas, moviéndose al son que marca el
profesor. Cómo sonaban las cabezas de los gatitos contra la acera, chac, uno,
chac, dos, chac, tres. Y así hasta seis. Chac chac chac chac chac chac. No se
le ha ido nunca ese sonido húmedo de la cabeza.
Aquella tarde se encerró en el baño a
llorar y fue la última vez que lloró porque de repente sintió ganas de abrazar
a alguien y salió del baño y encontró a su madre en la cocina mirando perpleja tanto cacharro sucio en la pila y
se abrazó a sus piernas y la falda olía mal pero aun así se puso a llorar de
nuevo y ella se rió como si alguien hubiera dicho algo gracioso al otro lado de
la ventana y de pronto empezó a pegarle bofetadas para que dejara de llorar, moraíto
como un lirio, moraíto como un lirio, mi cuerpesito lo tengo moraíto como un
lirio, si Dios me diera la muerte ay Jesús qué alivio.
El octavo mandamiento es no llorarás
nunca jamás, así te saquen las tripas y las pongan en la sartén, amen.
Acaba la clase y el profesor se acerca.
Le invade, le echa el aliento. Le pregunta cosas que no oye, le devuelve el
aliento y la mirada vacía. El profesor sonríe con una tristeza que se agarra a
las tripas, todos van saliendo y él se queda inmóvil, no puede siquera levantarse
sin empujar al profesor, y aunque querría hacerlo no se atreve.
Mira hacia los lados buscando ayuda, pero
solo ve los ojos del indio, el empollón, el soso, el flojo, el marica, el
santito. El profesor intercepta la mirada. Viejo, viejo, viejo, repite la
letanía, sigue tú por tu camino, que yo el mío cogeré, déjame vivir mi sino,
que yo disfruto con él. Su brazo asoma por la manga de la camisa y es
peludo y le recuerda al de su padre, porque todos los brazos viejos son iguales
y él no quiere que el suyo llegue a ser así nunca, seco y peludo.
Es el noveno mandamiento: no confiarás
en palabra alguna. Aquella guitarra que sonaba volando por las ventanas y
la ropa colgada decía que su cuerpo entendía los golpes y no las palabras. Oye
la palabra expulsión y ni le roza, no la escucha siquiera, y después la palabra director y suena como el traqueteo del
tren, pero no tiene significado. O sí, sabe a lo que le viene encima.
Silencio. El profesor se siente satisfecho
y se aparta y él se levanta, no pasa nada, nada pasa. Se vuelve, el profesor
está ya en la mesa, metiendo papeles en su mochila ridícula. Sale de clase y
los oídos le zumban. El pasillo es largo y estrecho, está lleno de luz gris y
de sombras sin color alguno. Avanza y espanta las palabras que no ha escuchado
y no quiere escuchar.
Al final del pasillo, junto a la puerta
del gimnasio, el grupo de sus colegas rodea al indio, al soso, al marica, al
blando. Se ríen y el indio gimotea, pero nadie se atreve a hacer con él lo que
hay que hacer. Él sí. En su cabeza resuenan los tiempos, moraíto como un
lirio, moraíto como un lirio está el cuerpesito mío.
Una vez en el mundo no hubo ni bien ni
mal, ni ayer ni mañana. Era un tiempo feliz sin culpa ni perdón, pero él no lo
recuerda, no había padre ni tampoco camino porque el hombre tenía la paz en
todas las cosas y en todos los destinos. Entonces no había golpes ni recuerdos
diminutos que pesan en la mente como puños de plomo.
Se abre paso. Él sí que se atreve. El
indio le mira con ojos de cordero degollado.
El decimo mandamiento es odiarás a
todos como a ti te odian, y encierra todos los demás mandamientos.
Gonzalo Moure, 21 Relatos contra el Acoso Escolar
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