(CUENTO DE NAVIDAD)
Cuenta una leyenda que, en el país que hoy conocemos como Austria,
era costumbre que la familia Burkhard (compuesta por un hombre, una mujer y un
niño) animase las ferias navideñas recitando poesías, cantando baladas de
antiguos trovadores, y haciendo malabarismos que divertían a todo el mundo. Por
supuesto, nunca sobraba dinero para comprar regalos, pero el hombre siempre le
decía a su hijo:
—¿Tú sabes por qué el saco de Papá Noel nunca termina de vaciarse,
con la de niños que hay en el mundo? Pues porque, aunque está lleno de juguetes,
a veces también deben entregarse algunas cosas más importantes, que son los
llamados regalos invisibles. A un hogar dividido, él lleva armonía y paz en la
noche más santa del año cristiano. Donde falta amor, él deposita una semilla de
fe en el corazón de los niños. Donde el futuro parece negro e incierto, él
lleva la esperanza. En nuestro caso, cuando Papá Noel viene a visitarnos, al
día siguiente todos nos sentimos contentos por continuar vivos y por poder realizar
nuestro trabajo, que es el de alegrar a las personas. Que esto nunca se te
olvide.
Transcurrido el tiempo, el niño se convirtió en un muchacho, y
cierto día la familia pasó por delante de la imponente abadía de Melk, que acababa
de ser construida.
—Padre, ¿recuerda usted que hace muchos años me contó la historia
de Papá Noel y sus regalos invisibles? Creo que cierta vez yo recibí uno de
esos regalos: la vocación de hacerme religioso. ¿Le contrariaría mucho a usted
si en este momento diera el primer paso hacia lo que siempre he soñado?
Aunque la compañía de su hijo les hacía mucha falta, los padres
comprendieron y respetaron su deseo. Llamaron a la puerta del convento, y fueron
recibidos con generosidad y amor por los monjes, que aceptaron al joven
Burkhard como novicio.
Llegó la víspera de la Navidad y, justamente ese día, se obró en
Melk un milagro muy especial: Nuestra Señora, llevando al Niño Jesús en brazos,
decidió bajar a la Tierra para visitar el monasterio.
Sin poder disimular su orgullo, todos los religiosos hicieron una
gran fila, y cada uno de ellos se iba postrando ante la Virgen, procurando homenajear
a la Madre y al Niño. Uno de ellos les mostró las bellas pinturas que decoraban
el local, otro les llevó un ejemplar de una Biblia que había requerido cien
años de trabajo para ser manuscrita e ilustrada, y un tercero recitó de corrido
el nombre de todos los santos.
Al final de la fila, el joven Burkhard aguardaba ansioso. Sus
padres eran personas simples, y sólo le habían enseñado a lanzar bolas a lo
alto para hacer con ellas algunos malabares. Cuando le tocó el turno, los otros
religiosos querían poner fin a los homenajes, pues el antiguo malabarista no
tenía nada importante que decir, y podría dañar la imagen del convento. Sin
embargo, también él sentía en lo más hondo una fuerte necesidad de ofrecerles a
Jesús y a la Virgen algo de sí mismo.
Avergonzado, sintiendo la mirada recriminatoria de sus hermanos,
se sacó algunas naranjas de los bolsillos y comenzó a arrojarlas hacia arriba
para atraparlas a continuación, creando un bonito círculo en el aire, al igual
que solía hacer cuando él y su familia caminaban por las ferias de la región.
Fue sólo entonces cuando el Niño Jesús empezó a aplaudir de
alegría en el regazo de Nuestra Señora. Y fue sólo a este muchacho a quien la
Virgen María le extendió los brazos y le permitió sostener durante un tiempo al
Niño, que no dejaba de sonreír.
La leyenda termina diciendo que, por causa de este milagro, cada
doscientos años, un nuevo Burkhard llama a la puerta de Melk y es admitido y,
mientras permanece allí, tiene el don de alegrar el ánimo de todos los que lo
conocen.
Paulo Coelho
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