Estaba
perdida.
O,
al menos, eso le pareció a Manuel.
Llevaba
un buen rato observándola con desconfianza, esperando que se marchara sin
causar problemas. Era la víspera de Navidad, y de momento la tarde se estaba
desarrollando sin incidentes. Pero aún quedaba un rato antes de que las tiendas
empezaran a cerrar, y toda la noche por delante.
Estaba
de mal humor. Le había tocado trabajar en Nochebuena, y aquella extraña
muchacha que iba de un lado para otro haciendo cosas raras no contribuía a
mejorar su estado de ánimo.
Parecía
una indigente, aunque no molestaba a los clientes pidiendo limosna, ni tampoco
estaba buscando comida, o al menos a Manuel no le dio esa sensación. Vagaba
desorientada por el centro comercial, un maremágnum de gente, de ruidos… de
luces.
Las
luces le llamaban la atención. Bombillas multicolores en los escaparates de
todas las tiendas, disfrazando los muros de los grandes almacenes en un mosaico
que atrapaba su mirada una y otra vez.
Y
daba unos pasos en una dirección, hacia el brillante cartel que anunciaba
“Feliz Navidad” sobre la puerta de una tienda de moda; pero se detenía a mitad
de camino, y entonces daba media vuelta y avanzaba con timidez hacia un Papá
Noel que presidía otro de los escaparates, y cuyo gorro rojo estaba cuajado de
bombillas que, de nuevo, atraían su atención. Se daba cuenta entonces de que no
era eso lo que buscaba, y seguía dando vueltas, desconcertada y confusa.
Manuel
observaba sus pasos vacilantes, desde su puesto cerca de la entrada principal
del edificio. No sabía si echarla o no. De momento, la chica no hacía nada
malo.
Llevaba
ya muchos años trabajando como guardia jurado, y por norma general no
intervenía si no lo consideraba necesario. Aunque eso no impedía que estuviera
alerta, vigilando con atención a todo el que pudiera causar algún conflicto en
un momento determinado.
Deseó,
de todas formas, que la chica se cansase de dar vueltas por allí y se marchara
a cualquier otra parte. Lo último que quería era tener problemas la víspera de
Navidad.
La
gente andaba muy atareada aquellos días. Todos con prisas, de una tienda a
otra, eligiendo regalos, cargados con bolsas, y con aquel aspecto agobiado.
Algunos sí se habían quedado mirando a la chica que deambulaba desorientada por
los pasillos; contemplaban, con lástima o con reprobación, sus ropas ligeras,
viejas y gastadas, sus pies descalzos. Pero sus ojos resbalaban sobre ella y la
olvidaban enseguida, hechizados por las luces, la música, el ajetreo de la zona
comercial. Si la hubieran observado con atención, se habrían dado cuenta de que
aquella muchacha no parecía sentir frío, y apenas era consciente incluso de que
llevaba ropa encima. Vestía de forma descuidada, como si cubriera su cuerpo más
por imitación que por verdadera necesidad de taparse. Eso intrigaba a Manuel.
¿De dónde habría salido aquella muchacha? No pasaría de los diecisiete o
dieciocho años; y, sin embargo, parecía actuar como una niña de cinco.
La
vio sentarse en un rincón, exhausta, y echar un vistazo desalentado a su
alrededor. Daba la sensación de que ni siquiera sabía cómo había llegado hasta
allí. La atraían las luces, eso estaba claro. Era como si buscase una en
particular, pero no la encontrase en medio de aquel estallido de reflejos y
destellos.
Manuel
sacudió la cabeza, perplejo. Abandonó su puesto junto a la puerta para
acercarse un poco más a ella y vigilarla discretamente desde la entrada de la
pizzería. Prefería no perderla de vista, y, por otro lado, si ella se daba
cuenta de que el guardia estaba pendiente, tal vez se pusiera nerviosa y se
marchara.
No
obstante, la muchacha no hizo nada de eso. Permaneció allí, sentada en el
suelo, abatida, y no le prestó más atención que al resto de las personas que
recorrían el centro comercial.
Alguien
dejó caer una moneda frente a ella. Manuel pensó que tal vez sí había ido a
mendigar allí. En tal caso, se dijo, tendría que echarla.
De
nuevo, la actitud de aquella chica lo sorprendió. La vio coger la moneda y
contemplarla con curiosidad y cierta perplejidad, como si no supiera qué clase
de objeto era aquél. La olió y hasta se arriesgó a mordisquearla. Descubrió,
obviamente, que no era comestible, y la tiró a un lado, con indiferencia, un
poco decepcionada. Una señora, que la observaba, exclamó:
—¡Será
desagradecida!
Manuel
empezaba a pensar que la muchacha simplemente estaba loca. Tal vez se había
escapado de algún psiquiátrico. Se retiró un poco para hablar con uno de sus
compañeros a través del walkie:
—Oye,
Luis, que tengo a una tía un poco rara por aquí.
—¿Cómo
de rara?
—Pues
parece una indigente, pero hace cosas que… Más que una chica parece un perrillo
perdido, va de un lado a otro un poco despistada… No sé si tirarla, macho, es
que me da pena. Fuera se va a congelar de frío, y de momento no da guerra.
—Ya,
pues como la vean los jefes… A los chuchos perdidos también los echamos, por
muy bien que se porten, ¿no?
—No
te pases, tío, que es una mujer, no un perro.
—¿Le
has dicho algo?
Manuel
abrió la boca para contestar, pero se calló lo que iba a decir: que no quería
acercarse mucho a ella por temor a asustarla. Pensó que aquello era un poco estúpido,
de todas formas.
—No,
ahora voy.
Cortó
la comunicación y se acercó a la muchacha, inseguro.
Entonces
vio que de pie, junto a ella, se había detenido una niña que parecía una
mullida pelota, envuelta en un grueso abrigo rosa, con un gorro y una bufanda
que le tapaban la cara casi por completo, dejando ver solamente unos expresivos
ojos castaños.
Las
dos se miraron. La chica perdida sonrió a la niña y le tendió la mano, tal vez
ofreciendo su amistad, tal vez implorando ayuda. La niña nunca llegó a saberlo,
porque su madre tiró de ella para alejarla de aquella extraña joven. Manuel oyó
aún su voz, protestando:
—¡Era
un ángel, mamá!
No
pareció que la muchacha entendiera sus palabras ni se diera por aludida. Manuel
la contempló un momento.
Un
ángel…, qué imaginación tienen los niños. Pero Manuel pensó de pronto, que,
desde luego, aquella chica resultaba lo bastante peculiar como para no
parecerse a ninguna otra que hubiera conocido.
Se
inclinó junto a ella; la muchacha levantó la cabeza para mirarlo con unos
enormes ojos oscuros, abiertos de par en par, curiosos y sin asomo de temor.
—¿Te
has perdido? —le preguntó Manuel, con el tono de voz que habría utilizado para
hablarle a un niño pequeño.
Aun
así, la muchacha lo miró sin comprender.
“Vaya
por Dios”, pensó el vigilante. “No habla mi idioma”. Seguramente sería una de
esos inmigrantes que venían de Europa del Este o de algún sitio similar. Lo
intentó de nuevo, gesticulando mucho:
—¿Tienes
hambre? ¿Quieres comida?
Calló
enseguida, sintiéndose ridículo. La chica lo contemplaba fascinada y divertida,
con sus grandes ojos fijos en la boca de él, como si le resultara chocante oír
salir de ella aquellos sonidos tan curiosos. Definitivamente, o estaba loca o
era muy, muy rara.
—Bueno,
espera aquí —farfulló—. Veré si puedo traerte algo de comer, ¿vale?
Ella le dedicó una radiante sonrisa, que iluminó su rostro sucio y cansado.Veía
algo en ella, tal vez ingenuidad, inocencia… algo encantador, diferente, que
hacía que Manuel sintiese ganas de protegerla.
La
dejó allí, sentada en el suelo, y se dirigió a la bocatería más cercana.
Cuando
volvió a salir, momentos más tarde, con un bocadillo de jamón y un botellín de
agua, la chica se había marchado.
Maldiciendo
por lo bajo, Manuel recorrió todo el pasillo, buscándola, hasta desembocar en
la plaza principal del complejo.
El
centro comercial estaba construido en torno a un inmenso árbol centenario que
no habían derribado porque los ecologistas de la región pusieron el grito en el
cielo. De manera que allí se quedó, y las tiendas crecieron en torno a él,
dejándolo en el centro del complejo, como punto de referencia. Ahora estaba
engalanado con todas las luces y adornos de Navidad, y una enorme estrella
relucía en su rama más alta.
Y la
extraña chica estaba allí, al pie del árbol, contemplando, extasiada, aquella
orgía de luces, luces rojas, azules, verdes, amarillas… todas tan brillantes,
que parpadeaban, y se encendían, y se apagaban, y bañaban su rostro con su
suave resplandor.
Manuel
se detuvo a pocos pasos de ella y la miró. Se leía en su expresión una huella
de profunda nostalgia, como si el árbol, o las luces, o tal vez ambas cosas, le
recordaran a algo perdido tiempo atrás, que añorara con todo su ser. Alzó la
mano, maravillada, y rozó las ramas bajas con profunda ternura. Después tocó
una de las luces rojas con la punta del dedo, con precaución, como si esperara
quemarse. Pareció sorprendida al comprobar que no era así.
Cogió la bombilla con los dedos y tiró de ella. Se resistía a separarse del
árbol, por lo que tiró con más fuerza. Contempló, fascinada, la sarta de luces
que salían detrás de la primera.
Manuel
reaccionó y se apresuró a acercarse a ella.
—¡Eh,
eh! ¿Qué haces? ¡Deja eso!
La
muchacha lo miró sin comprender, e insistió en tirar de las bombillas. Manuel
la agarró del brazo y trató de arrebatarle las luces. La chica gimió,
angustiada, y se debatió con la desesperación de un animalillo atrapado en una
trampa. Manuel la soltó, un poco intimidado. Ella dio un fuerte tirón y echó a
correr, llevándose la ristra de bombillas detrás.
Manuel
corrió tras ella, enfadado y desconcertado. Algunas personas se habían parado a
contemplar la escena, y el vigilante se sintió muy ridículo y furioso consigo
mismo por no haber echado a aquella chica del centro horas atrás.
Al
cabo de unos momentos se detuvo, frustrado. La había perdido de vista.
No volvió a toparse con ella en toda la tarde, y abrigó la esperanza de que se
hubiera marchado.
Aquel
día, las tiendas cerraban mucho antes que de costumbre. Manuel asistió, con amargura,
a la marcha de los clientes y de los dueños de los comercios, que regresaban a
sus casas para celebrar la Nochebuena, y los envidió en silencio.
Cuando
el centro comercial quedó en calma, solitario y a oscuras, Manuel hizo una
nueva ronda por los pasillos. Le dolía la cabeza, seguramente a causa de aquel
disco de villancicos que había estado sonando por megafonía toda la tarde,
machaconamente. Se consoló pensando que una de las ventajas de hacer el turno
de noche era que no tendría que soportar aquella música.
Estaba
pensando en ello todavía cuando volvió a ver a la chica.
La
descubrió al pie del árbol centenario, bailando en torno a él. Manuel se quedó
mirando, fascinado, cómo sus gráciles pies descalzos se deslizaban sobre las
raíces sin tropezar con ellas, casi como si flotaran. Contempló sus
movimientos, aquella danza salvaje y exótica que no se asemejaba a nada que
hubiera visto antes, pero que parecía tener su propio ritmo, el ritmo de todas
las cosas, un ritmo que incluso los latidos del corazón del vigilante parecían
seguir. Todavía estaba enredada en la sarta de bombillas que se había llevado
un rato antes, y resultaba una imagen chocante, con su cabello flotando en
torno a ella, bailando, envuelta en inútiles bombillas apagadas. Debería ser un
espectáculo grotesco, y no lo era; la chica debería parecer ridícula, pero
Manuel la encontró más encantadora que nunca.
Y
entonces vio, turbado y estupefacto, cómo ella se arrancaba las bombillas,
deshaciéndose de ellas como de un molesto estorbo, y acto seguido se quitaba la
ropa, sin dejar de bailar, hasta quedar desnuda bajo las luces del árbol de
Navidad.
“Ahora
sí que sé que está completamente loca”, pensó Manuel, aturdido, sin saber muy
bien si acercarse o no a ella.
Sin
embargo, enseguida sucedió algo que lo hizo decidirse: porque, antes de que
Manuel se diera cuenta, la chica se abrazó al tronco y comenzó a trepar por él
con envidiable agilidad.
—¡Eh!
—le gritó él, perplejo y alarmado—. ¡Baja de ahí! ¡No puedes hacer eso!
La
muchacha no lo escuchó. Estaba ya a una altura considerable e iba directa a la
estrella que brillaba en lo alto del árbol. “La luz”, pensó Manuel. Estaba
claro que era eso lo que le llamaba la atención; pero estaba demasiado alta,
era una locura. Maldiciendo por lo bajo, corrió hacia allí y se dispuso a
trepar tras ella para obligarla a bajar.
Al
llegar junto a las raíces descubrió, estupefacto, algo extraordinario: de la
tierra nacían docenas de pequeñas flores blancas, flores que antes no estaban
allí, que parecían haber brotado bajo los pies descalzos de la muchacha perdida
que había estado bailando, momentos antes, en torno al árbol centenario.
“Estoy
soñando”, se dijo Manuel, muy confuso. Pero la chica seguía trepando por las
ramas, y se concentró en detenerla como fuera, antes de que resbalara y cayera
al suelo.
Nunca
llegó a saber cómo demonios consiguió alcanzarla. El árbol era enorme y
altísimo y, aunque no resultaba difícil ascender por sus ramas, sí era
peligroso. Sin embargo, Manuel fue sin dudarlo en pos de la muchacha perdida, y
logró agarrarla por el tobillo cuando ella ya alcanzaba la estrella.
—¡Baja
de ahí! —le gritó, aun a sabiendas de que ella no podía entender sus palabras;
esperaba, al menos, que captase la intención—. ¡Vas a hacerte daño!
Ella
apenas lo escuchó. Cogió la estrella y tiró de ella.
—¡No,
no hagas…! —empezó Manuel.
Demasiado
tarde. La estrella chisporroteó y se apagó. La chica la dejó caer, indiferente;
el objeto chocó contra el suelo, varios metros más abajo, y se rompió en mil
pedazos.
En
esta ocasión, Manuel no dijo nada.
Porque
la muchacha se había encaramado a la rama más alta y miraba hacia lo alto, y su
rostro mostraba una dulce y radiante expresión de éxtasis, como si hubiera
encontrado algo largamente anhelado. Manuel comprendió enseguida qué había
atrapado su atención.
Era
la luna, su tenue disco plateado presidiendo el cielo.
La
luna, que relucía sobre ellos, bañando sus rostros y el cuerpo desnudo de ella.
La muchacha dejó escapar un curioso sonido, entre gorjeo, risa y gemido. Sacudió
el pie, y Manuel le soltó el tobillo.
—¿Es
la luna? —le preguntó, sintiéndose, sin embargo, un poco estúpido—. ¿La luna es
la luz que estabas buscando?
Ella
no contestó. Seguía contemplando la luna como si fuera lo más hermoso que
hubiera visto jamás. Y, en su expresión de júbilo, Manuel vio reflejada su
propia añoranza, algo que había estado oculto en su corazón, la luz de la luna,
de aquellas estrellas que tachonaban el cielo, y que las luces artificiales de
la ciudad se esforzaban tanto por ocultar.
Volvió
a la realidad cuando ella se puso en pie sobre la rama, aún con los ojos fijos
en la luna, y abrió los brazos.
Manuel
entendió enseguida lo que iba a hacer.
—¡NO!
—pudo gritar, antes de que ella diera un salto y se arrojara al vacío, como una
hoja en otoño.
Manuel
se lanzó hacia adelante, manoteó en el aire, tratando de agarrarla antes de que
cayera. Consiguió abrazarla. Pero perdió el equilibrio, y tuvo la suerte de que
una rama lo retuviera allí y le impidiera caer al suelo.
Se
dio cuenta entonces de que ya no tenía entre sus brazos a la chica perdida.
Jadeó, atónito y aterrado, al ver lo que estaba aferrando: una piel, una piel
humana, la piel de la muchacha, que ahora no parecía más que un inútil disfraz
desinflado. Con un pequeño grito de horror, Manuel dejó caer aquella piel, que
se deshizo entre sus dedos, transformándose en un fino polvo dorado.
Sintiéndose inmerso en un extraño sueño, el vigilante, todavía temblando entre
las ramas, miró en torno a sí.
Y
entonces, la vio.
Estaba
suspendida en el aire, frente a él. La luz de la luna bañaba su verdadero
cuerpo, luminoso, sobrenatural; sus delgadas alas transparentes, que temblaban
a su espalda como gotas de rocío; sus inmensos ojos rasgados, negros, todo
pupila, tan profundos, sabios, eternos, que lo miraban fijamente. Manuel no se
atrevió a moverse. La contempló, fascinado, preguntándose si estaba soñando.
La
criatura rió, feliz, y fue una risa cantarina y musical, que coreó el susurro
de la brisa en las hojas del árbol centenario. Se acercó un poco más al
vigilante, que quiso retroceder, intimidado, pero no fue capaz. Y depositó un
suave beso en los labios de él, apenas un roce, y después, hizo vibrar sus alas
y echó a volar.
Manuel
la vio dar un par de vueltas en torno al árbol, quizá para despedirse, jugando
con las ramas, acariciando sus hojas, fluyendo en el aire nocturno como un
suave aroma arrastrado por el viento; y después la contempló, maravillado,
mientras se elevaba sobre el centro comercial hacia el cielo nocturno, como una
estrella fugaz que regresara a lo más profundo del cosmos.
Y
ella desapareció, de vuelta a su hogar, dondequiera que éste estuviese. Y de
aquella noche no quedó más que el círculo de flores que nacieron en pleno
invierno, en el corazón del centro comercial, en torno al árbol centenario,
bajo los pies del hada que había bailado allí, a la luz de la luna.
Y
Manuel se acurrucó allí, entre las ramas, y lloró como un niño.
Laura Gallego García