El fuego lamía la forja con avidez. Su piedra negra, extraída de
montañas sometidas con artes arcanas olvidadas hace mucho, estaba envestida de
un infierno rojo, intenso, tan vivo que no se recordaba nada parecido desde los
años de la formación del Reino, cuando los volcanes lo dominaban todo. Mirarlo directamente
suponía quedarse ciego.
Glaurung, la Espada de Espadas, la más poderosa y bella obra de
artesanía que ningún herrero hubiera forjado jamás, yacía en medio de aquel
fuego abrasador, furibundo y ancestral. Sus bordes encendidos centelleaban como
las ascuas que alimentan el corazón de las estrellas. A su lado, Trøndlag, con
el martillo que le regalaran los dioses cientos de años atrás, estudiaba las delicadas
líneas que conformaban su hoja. Había que dedicar un tiempo de reflexión antes
de cada golpe, y aunque percibía que el final estaba cerca y la ansiedad
empezaba a morderle, se esforzaba por no apresurarse. Cada golpe requería su
tiempo. Un solo error, un golpe demasiado fuerte, demasiado débil, o desde el
ángulo equivocado, podía arruinar la estructura de la espada de una manera
irremediable y dar al traste con el trabajo de años.
Decidió entonces que la Espada de Espadas necesitaba tan solo un
par de golpes más. Uno más fuerte, desde la izquierda, y otro golpe final,
calculado con sumo cuidado, a tres cuartas de la punta. Entonces la espada
estaría alineada. Después de diez largos años, Glaurung estaría por fin lista
para ser blandida y entregarse a su destino.
Trøndlag levantó el martillo de ébano por encima de su cabeza. Un
agujero en el techo, encima de él, dejaba entrar unos rayos de luna plateados, encendidos,
que pendían en el aire como una suerte de cascada congelada. Bañaron la
superficie del mazo y los surcos redondeados que lo recorrían refulgieron por
un instante, como si los canales se hubieran llenado de oro pálido de una
pureza desconocida para el ojo humano. Luego, golpeó.
La hoja de la Espada emitió un sonido vibrante, casi inaudible,
como el de un diapasón. Trøndlag escuchó ese sonido y se quedó congelado por
unos instantes. Luego, retiró con suavidad el martillo de su superficie y
admiró el brillo y la uniformidad de la hoja, tan delicada en apariencia como
terrible en su capacidad. Abrió poco a poco sus ojos hundidos y grises y, de
pronto, lo supo: su obra estaba lista. No hacía falta ningún golpe más. Ciento
veinte lunas de meticuloso trabajo, y había terminado. Por fin.
Con la mano firme del artesano que sabe a ciencia cierta que ha
hecho un buen trabajo, Trøndlag asió la Espada y la sumergió en agua. El vapor
ascendió a toda velocidad con un sonido atronador, y llenó la cámara por unos
breves instantes. Cuando la cálida neblina desapareció, el herrero colocó la
espada bajo los rayos de luna y estudió la artesanía Era preciosa, inmaculada, única.
Devolvía un reflejo perfecto, sin ondulaciones ni deformidades. Era, a fin de
cuentas, perfecta: Ninguna criatura sobre la faz de la tierra, ningún metal, sortilegio
o maldición conocida, podrían quebrar su hoja. Jamás.
Pero entonces ocurrió algo. La cámara se estremeció con una
sacudida tan violenta como inesperada, y unas grietas profundas surgieron del
suelo para recorrer, presurosas, las paredes rocosas. Unos trozos de roca
cayeron del techo y se estrellaron contra el piso. El contenedor con el agua
que Trøndlag había recogido con gran paciencia del rocío nocturno se desmoronó,
y el preciado elemento se escurrió lánguidamente por todas partes, llegó al fuego
de la forja y se esfumó como si nunca hubiera existido. En la piedra vencida se
abrió una oquedad oscura de donde surgió una figura alta y delgada, adornada
con mil abalorios de hueso y hierro que recorrían su cuerpo escuálido y casi
desnudo. Sus ojos resplandecían iracundos tras una máscara de piedra que era a
la vez su emblema y su fuente de poder: El Signo del Nigromante.
—Te conozco —masculló Trøndlag— Eres el Nigromante Bajo la Colina,
Señor del Túmulo Sombrío…
El Nigromante avanzó un par de pasos. Sus pies, entablillados por
decenas de minúsculos huesos, evaporaban los charcos. Rodeado de una suerte de
aura preñada de una oscuridad insoportable a la vista, levantó los brazos y
ladeó la cabeza.
Trøndlag lo miró con odio. El fuego de sus ojos arrojaba pequeños
destellos de un rojo carmesí. Por fin, le señaló con un dedo huesudo y
vociferó:
—¡NILS, A CENAR!
Nils arrugó la nariz. Sostenía un par de viejísimos muñecos en las
mano a los que manejaba con entusiasmo en el interior de una vieja caja de
zapatos. Uno de ellos tenía atado un diminuto martillo en la mano, y en la otra
portaba un pequeño clavo, alargado y puntiagudo. Un pequeño recipiente volcado
tenía aún restos de agua, al lado de unos algodones pintados de rojo y amarillo.
Carlos Sisi,
Troll
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