Hacía un frío de mil demonios. Me había citado a las siete y
cuarto en la esquina de Venustiano Carranza y San Juan de Letrán. No soy de
esos hombres absurdos que adoran el reloj reverenciándolo como una deidad
inalterable. Comprendo que el tiempo es elástico y que cuando le dicen a uno a
las siete y cuarto, lo mismo da que sean las siete y media. Tengo un criterio
amplio para todas las cosas. Siempre he sido un hombre muy tolerante: un
liberal de la buena escuela. Pero hay cosas que no se pueden aguantar por muy
liberal que uno sea. Que yo sea puntual a las citas no obliga a los demás sino
hasta cierto punto; pero ustedes reconocerán conmigo que ese punto existe. Ya
dije que hacía un frío espantoso. Y aquella condenada esquina abierta a todos
los vientos. Las siete y media, las ocho menos veinte, las ocho menos diez. Las
ocho. Es natural que ustedes se pregunten que por qué no lo dejé plantado. La
cosa es muy sencilla: yo soy un hombre respetuoso de mi palabra, un poco
chapado a la antigua, si ustedes quieren, pero cuando digo una cosa, la cumplo.
Héctor me había citado a las siete y cuarto y no me cabe en la cabeza el faltar
a una cita. Las ocho y cuarto, las ocho y veinte, las ocho y veinticinco, las
ocho y media, y Héctor sin venir. Yo estaba positivamente helado: me dolían los
pies, me dolían las manos, me dolía el pecho, me dolía el pelo. La verdad es
que si hubiese llevado mi abrigo café, lo más probable es que no hubiera
sucedido nada. Pero ésas son cosas del destino y les aseguro que a las tres de
la tarde, hora en que salí de casa, nadie podía suponer que se levantara aquel
viento. Las nueve menos veinticinco, las nueve menos veinte, las nueve menos
cuarto. Transido, amoratado. Llegó a las nueve menos diez: tranquilo, sonriente
y satisfecho. Con su grueso abrigo gris y sus guantes forrados:
-¡Hola, mano!
Así, sin más. No lo pude remediar: lo empujé bajo el tren que
pasaba.
Max Aub
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