A la
memoria de Diego,
la
última victima de acoso escolar conocida;
¡por
que no haya más!
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¡Ring-ring…!
Vamos, vamos, espabílate, está sonando el despertador. Arriba,
dormilón, abre los ojos y mira por la ventana; comienza un nuevo día y la
mañana es espléndida. Anda, no seas holgazán y sal de la cama; piensa que hoy
es el primer día del resto de toda tu vida y cualquier cosa puede suceder, pues
el mundo está lleno de promesas.
Te incorporas y te sientas en la cama con los ojos todavía
abotargados por el sueño; durante unos segundos sientes una punzada de angustia
por haberte despertado, pero ese dolor, ese taladro sordo que te perfora por
dentro, desaparece poco a poco sumido en la resignación. Un nuevo día, sí, un
día en el que todo es posible. Te levantas, te duchas, te pones el uniforme del
colegio, desayunas en la cocina, recoges la mochila con los libros y te
despides de mamá con un fugaz beso. Que pases un buen día, dice ella, sonriendo. Un buen día...
como ayer, como mañana, como siempre.
Sales a la calle; la mañana es soleada pero fría, las personas que
pueblan las aceras deambulan con prisa, como si todos llegaran tarde a algún
sitio. Te arrebujas en el chaquetón y metes las manos en los bolsillos para
protegerlas del frío, echas a andar hacia el colegio; solo está a seis manzanas
de distancia, apenas diez minutos de tranquila caminata. Miras el reloj que
preside la torre de una iglesia: marca las nueve menos cinco, faltan quince
minutos para que empiecen las clases. Automáticamente, casi sin darte cuenta,
comienzas a caminar más despacio; si llegas demasiado pronto, te encontrarás a
tus compañeros en el patio, y eso no es bueno, ¿verdad?, no, no, no, nada
bueno, así que no corras, tranquilo, arrastra los pies, procura retrasar al
máximo el momento de la llegada.
Las nueve en punto... Las nueve y cinco... Cruzas el viaducto que salva
un desnivel entre dos calles; ya ves el colegio, ahí está, frente a ti.
Conforme te acercas, un nudo se va formando en tu estómago y sientes ganas de
darte la vuelta y alejarte corriendo, perderte en las calles, desaparecer, pero
sabes que no puedes, sabes que cadenas invisibles te atan a tu deber, y tu
deber es ir al colegio, estudiar, formarte, y aguantar, y aguantar, y aguantar,
soportar lo insoportable.
Ya está, has llegado. El patio se encuentra casi desierto, buena
suerte; cruzas la verja y echas a andar hacia el edificio del colegio. De
pronto, escuchas a tu espalda un repique de pasos acelerados; son tres
compañeros tuyos que llegan corriendo para no retrasarse. Al pasar a tu lado,
uno de ellos te da un doloroso palmetazo en la nuca; los otros dos se ríen y
escupen algún comentario hiriente. Bajas la mirada y sigues caminando en
silencio; hoy no vas a llorar, te dices apretando los dientes, no, no llorarás.
Ellos pasan de largo –el eco de su carrera reverberando en los pasillos– y tú,
con la mirada fija en el suelo, subes las escaleras, cruzas el umbral y te
adentras en un largo corredor jalonado de aulas. El vocerío de los chavales te
llega amortiguado por los tabiques.
Entras en clase. El profesor ya ha venido y los alumnos se están
sentando. Dejas el chaquetón en una percha y te diriges a tu pupitre, que se
encuentra al fondo del aula, en una esquina. Cuando estás a punto de llegar,
alguien te pone la zancadilla y das un traspié, pero logras no caerte. Un
ramillete de risas florece a tu alrededor. Te sonrojas e intentas tragar
saliva, pero tienes la boca seca. Encajas la mandíbula –hoy no vas a llorar,
no– y te sientas, y sacas el libro de ciencias naturales, y lo pones sobre el
pupitre, y pierdes la mirada esquivando los ojos de los demás. La clase se
inicia. El profesor comienza a hablar acerca de los animales sociales.
Los lobos son una especie
social y su comportamiento está en gran medida condicionado por las relaciones
con otros miembros de su raza. Su forma usual de organización es la manada, un
grupo más o menos amplio de ejemplares regido por una severa pauta jerárquica.
Así pues, cada miembro de la manada posee un diferente grado de estatus que
determina su acceso al alimento y a la reproducción. Los rangos se establecen
mediante una serie de luchas y enfrentamientos rituales en los que realmente
pesa más el carácter y la actitud que el tamaño o la fuerza. Cada manada tiene
dos líderes claros: el macho alfa y la hembra alfa, que guían los movimientos
del grupo y tienen preeminencia sobre los demás a la hora de alimentarse,
procrear y criar a sus camadas.
Por debajo de los líderes
se encuentra el macho o la hembra beta, que solo muestra obediencia a los
alfas, y así sucesivamente. En ocasiones, existe un rango marginal llamado
omega. El lobo omega ocupa el último puesto de la manada y es el blanco de
todas las agresiones sociales. Víctima del desprecio de sus congéneres, el lobo
omega adopta una actitud de sumisión permanente y puede acabar abandonando el
grupo para convertirse en un lobo solitario.
Las diez y cinco, acaba la clase; en medio del alboroto de los
alumnos, el profesor de naturales se va, y entra el de matemáticas. Cincuenta y
cinco tediosos minutos después, concluyen los números y comienza la clase de
lengua. La profesora te pregunta y tú, entre titubeos, contestas erróneamente;
tus compañeros se ríen. De ti. Una vez más. No importa, estás acostumbrado.
Las doce menos cinco; suena el timbre que marca el comienzo del
recreo. Los alumnos abandonan en tropel el aula, pero tú lo haces despacio, sin
prisa, porque sabes que nada ni nadie te espera. Sales al patio, te diriges a
un rincón, te sientas en el suelo, con la espalda apoyada contra un muro, y
contemplas a los demás. Nadie te va a pedir que juegues al fútbol, nadie se va
a acercar a ti para charlar; con suerte, ni siquiera se meterán contigo. Es el
vacío absoluto, el aislamiento total. Incluso aquellos que nunca te han hecho
nada se mantendrán alejados, pues hablar contigo es caer muy bajo, así que se
limitarán a ignorarte.
En cierto modo, este es el peor momento del día, ¿verdad?, cuando
durante el recreo ves a tus compañeros jugar y reírse. Entonces, la soledad se
abate sobre ti como una losa y sientes una tristeza enorme consumiéndote por
dentro, y te preguntas por qué, qué les has hecho tú para que te traten así,
pero eso da igual, chico omega; puede que seas más bajo, o más gordo, o más
tímido, o más torpe, no importa; lo único que cuenta es que eres distinto y
eres más débil. Ese es tu pecado y ellos son el castigo.
Las doce y cuarto, termina el recreo. Las dos siguientes clases
–música y plástica– transcurren sin incidentes y llega la hora de la comida. Te
diriges al comedor junto con el resto de los alumnos y te sitúas al final de la
cola; cuando llega tu turno, coges la bandeja con la comida y te sientas a una
de las mesas, en una esquina, casi en el borde del banco corrido, lejos de los
demás. Nadie te habla mientras coméis, nadie se acerca a ti, ni siquiera te
miran. Hay cientos de chicos rodeándote, pero estás solo. Cuando llegas al
postre, coges un poco de flan con la cuchara, te lo llevas a la boca y lo
escupes al instante; alguien le ha echado sal. Escuchas unas risas, pero no
miras a nadie; bebes un largo trago de agua y el sabor salado se desvanece. El
amargo, no; ese se queda, siempre está ahí.
Después de comer, todo el mundo va al patio. Tú te diriges a un
rincón, detrás de la cancha de baloncesto, donde nadie pueda verte, y
permaneces ahí sin hacer nada, sin pensar en nada, porque pensar duele. Las
tres y veinticinco; regresáis al aula y comienza la clase de ciencias sociales,
y luego, a las cuatro y veinte, la última del día, inglés. A las cinco y cuarto
suena el timbre que marca el final de las clases. En medio de un alboroto de
voces, los alumnos recogen sus cosas y salen a la carrera; tú, por el
contrario, permaneces sentado, guardando muy despacio los libros y los
cuadernos en la mochila, hasta que el aula se queda vacía, y entonces te
levantas, te pones el chaquetón y sales al corredor con la mochila en las manos.
Pero si querías pasar inadvertido, te has equivocado, pues cinco o seis
compañeros tuyos se encuentran todavía ahí, en el pasillo; no estaban
esperándote, sencillamente se habían quedado charlando, pero tú has aparecido
de repente y la tentación es demasiado fuerte como para dejarla correr.
Al pasar por su lado, uno de los alumnos le da un manotazo a tu
mochila y la tira al suelo. Te agachas para cogerla, pero el chico le da una
patada y se la pasa a otro, como si fuera un balón, y así una y otra vez, tú
corriendo de un lado a otro en medio de las risas y las burlas de los demás, y
la mochila de pie en pie, de patada en patada. De pronto, uno de los golpes
hace que un libro, el de ciencias naturales, caiga al suelo. Logras recuperar
la mochila y te agachas para coger el libro, pero uno de los chicos le da un
puntapié y el libro sale despedido por el aire, con la cubierta desprendida y
varias hojas rotas. Una de ellas planea lentamente y cae a tus pies; en la hoja
puede verse la foto de un lobo. De repente, te quedas sin fuerzas, vacío,
demolido. Con la vista fija en la foto, dejas caer los brazos y la mochila, y
luego alzas la mirada hasta encontrar los ojos de uno de los lobos, que está
riéndose a carcajadas de ti, y lo contemplas sin ira, sin resentimiento, solo
con infinita tristeza y con una muda pregunta titilando en tus pupilas: ¿por
qué…?
Poco a poco, la risa se congela en las fauces del lobo; su mirada
vacila y la aparta de ti, se da la vuelta. Venga, vámonos, dice; que le den a
este friki, y se aleja en dirección a la salida sin atreverse a volver la vista
atrás. Todavía riéndose, los demás lobos lo siguen. Cuando desaparecen de tu
vista, te agachas y recoges los maltrechos restos del libro, y los ordenas con
cuidado, como si atendieras a un enfermo, y los vuelves a meter en la mochila,
y entre tanto encajas la mandíbula y aprietas los labios, porque no vas a
llorar, hoy no, chico omega, no llorarás.
Te pones la mochila a la espalda, recorres el desierto pasillo con
la mirada perdida y cruzas el patio; aún queda gente jugando en las pistas de
deportes, o remoloneando junto a la entrada, pero nadie te mira y tú no miras a
nadie. Sales a la calle y echas a andar de regreso a casa; no piensas en nada,
no sientes nada. Al llegar al viaducto, sin saber por qué, te detienes, te
apoyas en la barandilla y miras hacia abajo; debes de estar a unos diez metros
de altura sobre la calle. El tráfico ruge a tu alrededor. Durante largos
segundos, no haces nada más que contemplar el vacío que se abre ante ti, con la
mente desconectada y el corazón anestesiado, pero lentamente las imágenes y los
recuerdos vuelven a ti, y regresan con más fuerza que nunca la tristeza y la
soledad, y te preguntas por qué no le gustas a nadie, por qué te desprecian
tanto los demás; entonces piensas que puede que tengan razón, que a lo mejor
eres una mierda, que quizá te mereces ese desprecio porque no vales nada. ¿No
sería más sencillo acabar con todo de una vez, poner fin para siempre al dolor
y la soledad? Es fácil, piensas, bastaría con saltar por encima de la
barandilla y dejarme caer...
De repente, apartas la mirada del vacío, y las lágrimas, que hasta
ahora habías logrado mantener a raya, se agolpan en tus ojos como una
inundación. Y echas a correr al tiempo que lloras, y corres con todas tus
fuerzas, corres, corres, corres huyendo de ti mismo, porque te das miedo; y
cuando finalmente llegas al parque que está junto a tu casa, te dejas caer
exhausto en un banco, ocultas el rostro entre las manos y ahí permaneces un
buen rato, el punteo de los jadeos mezclándose con el susurro de los sollozos.
Unos minutos más tarde, cuando se agota el manantial de las
lágrimas, te enjugas los ojos con la manga del chaquetón, te aproximas a una
fuente, te lavas la cara y das una vuelta sin rumbo fijo para que las huellas
del llanto se desvanezcan, porque no quieres que tu madre te pregunte nada.
Regresas a casa y besas a mamá. ¿Qué tal el día?, dice ella, y tú respondes:
Muy bien. Luego, aunque no tienes hambre, meriendas, y te vas a tu cuarto para
estudiar, pero no puedes concentrarte. Nunca puedes concentrarte. Llega papá
del trabajo y lo saludas, y poco después cenáis los tres juntos, y ves un rato
la televisión, pero estás distraído y te cuesta seguir el hilo de los
programas, así que te despides de tus padres, te lavas los dientes, vas a tu
dormitorio, te pones el pijama, te acuestas y apagas la luz. Tardas mucho en
conciliar el sueño, pero poco a poco logras ir sumiéndote en la inconsciencia.
Este es el mejor momento del día, ¿verdad?, porque cuando duermes
no sientes nada y quizá sueñes que no estás solo, así que cierra los ojos,
chico omega, refúgiate en el sueño, pobre niño herido, porque allí los lobos no
podrán atraparte.
¡Ring-ring...!
Vamos, vamos, perezoso, está sonando el despertador. Levántate,
dormilón; amanece un nuevo día, un día cargado de promesas, un día luminoso
donde todo puede ocurrir.
Un día más en el infierno.
PREMIO CERVANTES CHICO 2015