La
idea esencial, para lo que solicito la atención de ustedes con todas las
palabras anteriores, la formuló ya el filólogo alemán von der Gabelentz de este
modo:”La lengua no sirve solamente al hombre para expresar alguna cosa, sino
también para expresarse a sí mismo”.
No
habrá ser humano completo, es decir, que se conozca y se dé a conocer, sin un
grado avanzado de posesión de su lengua. Porque el individuo se posee a sí
mismo, se conoce, expresando lo que lleva dentro, y esa expresión sólo se cumple
por medio del lenguaje. Ya Lazarus y Steinthal, filósofos germanos, vieron que
el espíritu es lenguaje y se hace por el lenguaje. Hablar es comprender y
comprenderse, es construirse a sí mismo y construir el mundo. A medida que se
desenvuelve este razonamiento y se advierte esa fuerza extraordinaria del
lenguaje en modelar nuestra misma persona, en formarnos, se aprecia la enorme
responsabilidad de una sociedad humana que deja al individuo en estado de
incultura lingüística. En realidad, el hombre que no conoce su lengua vive
pobremente, vive a medias, aún menos. ¿No nos causa pena, a veces, oír hablar a
alguien que pugna, en vano, por dar con las palabras, que al querer explicarse,
es decir, expresarse, vivirse, ante nosotros, avanza a trompicones, dándose
golpazos, de impropiedad en impropiedad, y sólo entrega al final una deforme
semejanza de lo que hubiese querido decirnos? Esa persona sufre como de una
rebaja de su dignidad humana. No nos hiere su deficiencia por vanas razones de
bien hablar, por ausencia de formas bellas, por torpeza técnica, no. Nos duele
mucho más adentro, nos duele en lo humano; porque ese hombre denota con sus
tanteos, sus empujones a ciegas por las nieblas de su oscura conciencia de la
lengua, que no llega a ser completamente, que no sabremos nosotros encontrarlo.
Hay muchos, muchísimos inválidos del habla, hay muchos cojos, mancos, tullidos
de la expresión. Una de las mayores penas que conozco es la de encontrarse con
un mozo joven, fuerte, ágil, curtido de los ejercicios gimnásticos, dueño de su
cuerpo, pero que cuando llega el instante de contar algo, de explicar algo, se
transforma de pronto en un baldado espiritual, incapaz casi de moverse entre
sus pensamientos; ser precisamente contrario, en el ejercicio de las potencias de
su alma, a lo que es en uso de las fuerzas de su cuerpo. Podrán salirme al
camino los defensores de lo inefable, con su cuento de que lo más hermoso del
alma se expresa sin palabras. No lo sé. Me aconsejo a mí mismo una cierta
precaución ante eso de los inefables. Puede existir lo más hermoso de un alma,
sin palabras, acaso. Pero no llegará a tomar forma humana completa, es decir
convivida, consentida, comprendida por los demás.
Pedro Salinas, La responsabilidad del escritor
y otros ensayos
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