De un molimiento de güesos
a puros palos y piedras,
don Quijote de la Mancha
yace doliente y sin fuerzas,
tendido sobre un pavés,
cubierto con su rodela,
sacando como tortuga
de entre conchas la cabeza.
Con voz roída y chillando,
viendo el escribano cerca,
ansí, por falta de dientes
habló con él entre muelas:
“Escribid, buen caballero,
que Dios en quietud mantenga,
el testamento que fago
por voluntad postrimera.
Y en lo de su entero juicio,
que ponéis a usanza vuesa,
basta poner decentado,
cuando entero no le tenga.
A la tierra mando el cuerpo,
coma mi cuerpo la tierra,
que según está de flaco
hay para un bocado apenas.
En la vaina de mi espada
mando que llevado sea
mi cuerpo, que es ataúd
capaz para su flaqueza.
Que embalsamado me lleven
a reposar a la iglesia,
y que sobre mi sepulcro
escriban esto en la piedra:
“Aquí yace don Quijote,
el que en provincias diversas
los tuertos vengó y los bizcos,
a puro vivir a ciegas”.
A Sancho mando las islas
que gané con tanta guerra,
con que si no queda rico
aislado a lo menos queda.
Item, al buen Rocinante
dejo los prados y selvas
que crió el Señor de el cielo
para alimentar las bestias;
mándole mala ventura
y mala vejez con ella,
y duelos en qué pensar
en vez de piensos y yerba.
Mando que al moro encantado
que me maltrató en la venta
los puñetes que me dio
al momento se le vuelvan.
Mando a los mozos de mulas
volver las coces soberbias
que me dieron, por descargo
de espaldas y de conciencia.
De los palos que me han dado,
a mi linda Dulcinea,
para que gaste el invierno
mando cien cargas de leña.
Mi espada mando a una escarpia,
pero desnuda la tenga,
sin que a vestirla otro alguno
si no es el orín, se atreva.
Mi lanza mando a una escoba
para que puedan con ella
echar arañas de el techo
cual si de San Jorge fuera.
Peto, gola y espaldar,
manopla y media visera,
lo vinculo en Quijotico,
mayorazgo de mi hacienda.
Y lo demás de los bienes
que en este mundo se quedan,
lo dejo para obras pías
de rescate de princesas.
Mando que en lugar de misas,
justas, batallas y guerras
me digan, pues saben todos
que son mis misas aquestas,
Dejo por testamentarios
a don Belianís de Grecia,
al Caballero de el Febo,
a Esplandián el de las Xergas.”
Allí fabló Sancho Panza,
bien oiréis lo que dijera,
con tono duro y de espacio,
y la voz de cuatro suelas.
“No es razón, buen señor mío,
que cuando vais a dar cuenta
al Señor que vos crió
digáis sandeces tan fieras.
Sancho es, señor, quien vos fabla,
que está a vuesa cabecera
llorando a cántaros, triste,
un turbión de lluvia y piedra.
Dejad por testamentarios
al cura que vos confiesa,
al regidor Per Antón
y al cabrero Gil Panzueca.
Y dejaos de Esplandiones,
pues tanta inquietud nos cuestan,
y llamad a un religioso
que os ayude en esta brega.”
“Bien dices –le respondió
don Quijote con voz tierna–,
ve a la Peña Pobre y dile
a Beltenebros que venga.”
En esto la Extremaunción
asomó ya por la puerta,
pero él, que vio al sacerdote
con sobrepelliz y vela,
dijo que era el sabio proprio
de el encanto de Niquea,
y levantó el buen hidalgo
por hablarle la cabeza.
Mas viendo que ya le faltan
juicio, vida, vista y lengua,
el escribano se fue
y el cura se salió afuera.
Francisco de Quevedo
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