Termópilas, verano 480 a. C.
“Mira, ya estoy cansado de escucharte hablar. ¿Qué llevamos aquí?
¿Tres horas? ¿Cuatro? No paras de contar historias de amor, de batallas
horribles, de amistad, pero bien sabes tú y nosotros también que no cuentas más
que patrañas. Nosotros, los espartanos, no somos de hablar mucho, pero visto y
oído lo que hay en torno a este fuego aquí hoy, si mi rey me lo permite, yo
narraré una historia. No, no es sólo algún cuento de guerra y de viejos
soldados, no va sólo del honor en el campo de batalla. Esta es una historia de
amistad y camaradería, de amor, grandeza y sacrificio. Pero déjame antes que te
hable un poco de nosotros. Venga, pásame ese pellejo de vino. ¿Qué? ¿Qué
nosotros no bebemos? Que nunca nos vean ebrios no significa que no probemos
cada tanto el néctar de Dionisio”.
Hace tres jornadas que dejamos nuestra amada ciudad. Allí quedaron mi
mujer y mis hijos, ojalá sean fuertes y sirvan a su patria; ojalá algún día
sepan el sacrificio que hizo su padre por ellos y por su libertad. Estos que
vienen aquí conmigo están igual que yo, todos dejan atrás a sus familias,
incluso el rey. Sabemos que, probablemente, ninguno vuelva a casa. Pero no nos
asusta. Yo estoy aquí gustoso, con mis compañeros y camaradas de armas, junto a
mi hermano gemelo Alfeo, junto a vosotros, perros malditos, que -a pesar de no
ser espartanos- lucharéis como leones sabiendo que si el persa pasa, todo
estará perdido. ¿Qué más podría contar de nosotros para que entiendan esta
historia?
A los siete años me arrancaron de mi casa y desde entonces me enseñaron
a aguantar el hambre, el frio, la sed y el calor; me enseñaron a soportar
marchas duraderas, a no quejarme y a sobreponerme; he aprendido a moverme en
las sombras, a ver sin que me vean. Claro que también fui instruido en las
armas, en el uso del escudo y la lanza, en proteger a mi compañero de la
izquierda, a dar y recibir órdenes, a sobrevivir y a matar. Pero lo que más te
inculcan, lo que más te meten adentro es el amor por tu ciudad, su grandeza, su
honor, la lealtad a estos que ves vestidos igual que yo, a este hermano mío que
tengo a mi lado. Ellos no tienen nombre propio, no tienen nada propio, son y
viven por Esparta; por eso estamos aquí, por ella.
Oye, te contaré la historia, pero no te lleves el vino. Ven, déjalo a
mano, es que es largo el relato y debo aclararme la garganta cada tanto. Bien
sabéis que nosotros no somos de hablar mucho, es más, este es el momento en que
más palabras seguidas he dicho en mi vida. ¡Eh, tú! Ven aquí, ¿sabes escribir,
verdad? Pues trae tus bártulos, así coges nota esta noche y las que sigan, lo
que tarde en contarles esto, que quedará grabado para cuando ninguno de
nosotros esté ya vivo. ¿Cómo que cuál historia? Una historia de verdad, mejor
que las mentiras que cuenta el tespio este o con las que nos aburrió aquel
corintio que ahora ronca como un tronco. Si me lo permiten, voy a narrarles un
cuento que, como ya les dije, tiene amor y amistad, camaradería, sacrificio y
honor y está también la mejor batalla de todos los tiempos. No, no, ¿de qué
Troya me hablas? ¿Los dorios? ¿Mesenia? ¿Maratón? No. Muy pocos quedaron vivos,
por eso poco se sabe de ella, no hay nada escrito. ¿Que cómo lo sé? Porque a
este hermano mío, que esta tan callado, y a mi nos la contaban nuestro padre, nuestros
tíos, algún viejo soldado desdentado y, si quieres, hasta el difunto rey
Cleomenes.
Fue en Thyrea, al sur de Argos, unas cuantas olimpíadas han pasado más
de diez, quizás quince, pero como parece que el persa va a tardar en llegar y
acomodar su pomposo culo para después dignarse a atacarnos, voy a ir más atrás
en el tiempo. Mucho más atrás. ¡No, no os preocupéis! De todos modos tendréis
sangre y sexo pero es mejor así, creedme. Sólo pido a dioses y musas que me
permitan captar su atención y que no se me trabe la lengua, aunque para eso lo
mejor es el vino. Venga, pasadme otra vez el pellejo, así está mejor. Pues no
demoro más, sólo me detendré si sale el sol o si vuestros oídos se cansan de
mis palabras. ¡Eh, a ti, sí! ¡Ni se te ocurra llevarte el vino!...”
Daniel
Paglilla, Con tu Escudo o sobre él
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