Dirigido tanto a alumnos de Secundaria (que pueden encontrar reseñas -algunas hechas por ellos- y fragmentos de libros, o cuentos y poemas) como a padres (incidiendo en diversos aspectos sobre bibliotecas o animación a la lectura).
La señorita
Baudin, una enfermera que se dedica a enfermos terminales, llega a una mansión
ruinosa en la costa normanda para cuidar de la joven Sophie Clairmont, una niña
inteligente y un tanto especial, durante los últimos meses de su vida. La
Segunda Guerra Mundial acaba de terminar y las huellas de la ocupación nazi son
visibles por todas partes, pero no son solo los soldados alemanes los que
todavía parecen rondar por Monjoie. La difunta madre de la niña, tan perfecta y
querida, hace sentir su presencia en las vidas de todos. Y cuando la pragmática
enfermera llegue para cuidar a Sophie irá descubriendo que el retraído señor
Clairmont también está abrumado por sus propios fantasmas.
Ha
sido una grata sorpresa esta novela de Victoria Álvarez por la ambientación
decadente, angustiosa y claustrofóbica que recrea y se va apoderando de los
tres personajes de esta historia. Desde el comienzo, va haciendo que la tensión
aumente en cada página hasta que llega la muerte esperada de Sophie, la niña,
y, cuando ya se ha relajado esa tensión, llega esa doble desenlace que no nos
esperamos. Los personajes se las traen; por una parte, la niña, que parece que juega
a la ouija para comunicarse con su madre, pero pronto nos daremos cuenta que
ella no maneja el vaso (lo que nos lleva a la temática de la casa encantada);
por otra, los mayores, la enfermera y el padre, que ocultan sus propios
secretos y fantasmas. Y además, la casa, Monjoie, que se está cayendo a
pedazos, junto con un invierno duro, muy duro, son los otros protagonistas
silenciosos de la novela.
Y
Victoria
Álvarez consigue plenamente su objetivo, acercarnos al miedo, un miedo
psicológico que poco a poco nos invade sin que nos demos cuenta con esos
pequeños detalles que van conformando la atmósfera que rodea la historia: la
desconfianza de los vecinos, el aislamiento de los vecinos, la casa
desvencijada, Sophie con su ouija, los soldados alemanes que murieron ahí en un
ataque aéreo, la madre muerta…
Volví a
quedarme sola, oyendo la voz de mi madre en mi cabeza: me recriminaba que así
me quedaría sola para siempre, que terminaría enferma de soledad y melancolía.
En realidad,
no estaba sola. Para nada. Ella me obligaba a pasar horas interminables y aburridas
en celebraciones y bailes en los que solo mantenía conversaciones monótonas. La
mayoría con personas que se consideraban cultas porque un día vieron un libro
por fuera y que no hacían más que burlarse de las desgracias ajenas. Y pensar
que podría estar en casa, en mi vieja butaca, leyendo los pensamientos de las
mentes más brillantes. Los hombres de mi vida ya estaban conmigo y yo
disfrutaba de ellos en cada momento. A su lado resolvía crímenes con ayuda de
la técnica para comparar huellas, que eran tan únicas en cada persona como los
copos de nieve. Conquistaba ciudades ante las que construía un caballo de
madera donde me escondía. Seguía discursos literarios, narraciones históricas,
estudiaba a los seres humanos, su espíritu y el alma. Daba la vuelta al mundo
en ochenta días, aprendía a construir aviones, inventaba una melodía, tramaba
una guerra.
A mi madre le
parecían tonterías. Bordar, esa sí era una actividad recomendable para una
chica de mi posición.
Robert abrió
un cajón de un armario, desplazó algunas prendas y sacó el ejemplar.
-Aquí está...
Ven, te lo enseñaré.
Los dos amigos
se situaron sobre el borde de la cama, uno al lado del otro.
-¿Un libro?
-dijo Isabelle, con cierta decepción.
-Si, es un
libro prohibido. Nadie más que yo lo tiene en toda Francia.
-¿Un libro
prohibido por los alemanes? ¿Por qué está prohibido?
-Lo escribió
un piloto francés y cuenta la historia de un niño que vive solo en un
asteroide... Un niño que se llama Principito. Mira, es este -dijo enseñándole
la portada, donde se veía a un niño rubio sobre un pequeño asteroide.
-¿Principito?
Me gusta... ¿Y qué hace?
-Ve cosas que
nadie más ve, como lo que le pasa a la gente o... Fíjate en este dibujo: parece
un sombrero, ¿verdad?, pero en realidad es una serpiente que se acaba de comer
a un elefante...
Isabelle abrió
los ojos al ver los dos dibujos.
-Vaaayaaa -musitó
alargando mucho las sílabas, estaba impresionada-. Creía que los dibujos de Alicia
en el País de las Maravillas eran los mejores, pero estos ganan.
-Hay más,
mira, mira...
Robert iba
pasando las hojas y mostrando los grabados que dejaron maravillada a Isabelle.
-Todos son de Saint-Exupéry
-explicó Robert.
-¿Dónde está?
-Nadie sabe
nada de él... Es un misterio... Solo se sabe que este libro está prohibido en
Francia y en los países invadidos por Alemania... Dicen que el mismísimo Hitler
ha mandado que lo quemen.
-¿Cómo habéis
conseguido este?
-Es un secreto
-alegó Robert-. He prometido que no se lo diría a nadie. Lo siento.
Eric tiene 20
años, es trans y protagoniza la famosa serie Ángeles, que le ha lanzado a la
fama. La madrugada del 13 de julio aparecen dos cadáveres, uno de ellos él de
Rex, un compañero de reparto, y Eric va
a una comisaría de policia diciendo que cree que ha matado a alguien. Busca
encubrir a su amiga Tania, que se ha visto envuelta en una secta, el Círculo, cuyos
miembros asesinan a los que fueron sus acosadores. A medida que avanza la historia,
pasado y presente se entrecruzan de tal forma que conocemos la infancia y la
adolescencia de Eric, la relación con su familia y su amistad con Tania.
Nando
López nos presenta un trepidante thriller que nos atrapa desde la
primera página, dónde pronto nos importará más conocer la infancia y la adolescencia
de Eric, que saber los detalles del crimen, pues queremos saber lo que ha
pasado antes. Lo que importa es conocer quién es Eric, cómo se reconoce a los
nueve años al verse reflejado en un espejo tras ponerse una camisa de su padre,
el mismo día que este se va de casa; cómo encuentra su verdadero nombre, el de
Eric, y abandona el de Alicia; cómo cierra lo más íntimo de su personalidad
ante psicólogos; como… Todo con un ritmo rápido, ágil, que mantiene el suspense
del crimen
Los
personajes son reales, no responden a arquetipos: ese padre, que ha rehecho su
vida y que en momentos puntuales, a espaldas de su madre, va a verlo; la madre,
quien al principio cree que el problema es que sus altas capacidades no son
reconocidas; su abuelo, quien siempre le ha aceptado tal y como es; Tania, a la
que conoce en uno de sus ingresos en el hospital y lleva tiempo acosada por su
físico y unas fotos subidas a la red; Julia, la psicóloga y vecina de su
abuelo, quien le ayuda con su construcción social; Hugo, su representante,
quien teme que el escandalo arrastre a Eric y se cancele la serie de éxito con
las pérdidas económicas que conllevaría…
Se
suceden temas cercanos a nuestros días, unos más evidentes que otros: la
identidad de género; el acoso, donde la víctima puede olvidar y perdonar, o
hundirse en el rencor llegando a la venganza; las relaciones familiares e
interpersonales; la violencia; la
presión mediática…
Y
esos versos de Lorca, que marcan un antes y un después en la vida de Eric, acompañándonos
en el relato:
A lo largo de
los siglos, la mitología ha sido fuente de inspiración para infinidad de
autores. Muchos son los pensadores que han basado sus obras en ese imaginario
que tanto marcó la civilización grecorromana. Ese conjunto de mitos de los que
los griegos se valieron para explicar los fenómenos de la naturaleza y la
evolución del ser humano, y que luego adoptaron e interpretaron los romanos,
sirvió también para que se compusiera esta obra, Cartas de las heroínas,
de Ovidio,
un retrato sincero poco común de las mujeres de los grandes héroes que
protagonizaron esos mitos.
El papel de la
mujer en la mitología está fuertemente marcado por la misoginia que imperaba en
su época. Si bien veneraban tanto a dioses como a diosas, que gozaban de una
importancia similar, lo relevante es el aspecto ritual, lo sagrado, la
divinidad. El pensamiento griego y romano se fundamenta en el mito como
explicación de lo irracional, reflejado necesariamente en la sociedad, las
instituciones, la vida cotidiana. Son los mitos un ejemplo de conducta que
seguir o que no seguir. Por esta razón, los dioses y diosas presentaban muchos
de los defectos y debilidades que definen al ser humano, y estos, obviamente,
se veían representados en los actos que llevaban a cabo. Los griegos buscaban
de esta manera comprender la vida y la condición humana a través de las
historias de esos dioses en los que creían, en lugar de marcar una serie de
pautas que obedecer como sucede en el caso de las religiones monoteístas.
Respecto a la
situación de las mujeres en la antigua Grecia, por ley debían estar tuteladas
por sus padres, sus maridos, o sus hijos o parientes en caso de ser viudas.
Además, las características humanas asociadas a cada género determinaban sus vidas.
El raciocinio se consideraba una cualidad masculina, mientras que el pecado y
la impulsividad eran cosa de mujeres. A los hombres se los vinculaba con la
guerra, la política y la cultura, mientras que la mujer estaba relegada a una
posición dependiente: madre y esposa al servicio del héroe. Por ello, los
hombres podían dedicarse a la política y al gobierno, y las mujeres no podían
acceder a ningún puesto de responsabilidad ni ejercer el voto. Además, el
maltrato era algo común y la mayoría de los mitos incluyen raptos, violaciones o
mujeres repartidas como botín de guerra.
En el mito de
la primera mujer, Pandora, nos encontramos una historia que habrá de repetirse a
lo largo de los siglos: la mujer dibujada como la causante de todos los males
de la tierra. ¿A quién se le ocurre abrir una caja para descubrir qué hay dentro?
Pues a una mujer, por supuesto, por su carácter cotilla. Pero la curiosidad es
una cualidad fundamental que permite a las personas convertirse en seres
aprendientes y, a pesar de que esta característica se atribuya a la mujer de
forma negativa, tenemos que estar orgullosas de la rebeldía y desobediencia con
la que se nos ha dibujado desde el principio de los tiempos, persiguiendo siempre
el conocimiento prohibido más allá de los dictados de otros.
Eva y Pandora
son dos grandes ejemplos. La primera consiguió que echasen al hombre del paraíso
en el que vivía sin preocupaciones, pudores, obligaciones ni quehaceres.
¿Podéis imaginar una vida más aburrida que esa? Pandora, sin embargo, era
directamente un castigo. El dios de todos los dioses, Júpiter, la creó para
castigar a Prometeo por robarles el fuego y entregárselo a los hombres. Dotaron
a esta primera mujer de belleza, persuasión, gracia y habilidad manual. Pero
también la cargaron con la mentira. Júpiter le entregó una caja que iba
destinada a otro humano y Pandora no pudo resistir la tentación de averiguar
qué había dentro... Así que la abrió, liberando todos los males que atormentan
hoy a los hombres. Pandora no se quedó con la duda y su curiosidad y ganas de
saber más la empujaron a destapar la caja. Es de sobra sabido que de los errores
se aprende, y si se supone que el mundo le debe la capacidad de equivocarse a
la primera figura femenina, pues qué suerte para el mundo que aparecieran las
mujeres.
Con este
panorama, no es raro que encontremos infinidad de historias entre los distintos
autores griegos y romanos en los que las mujeres no gozan de un papel demasiado
amable. Como, por ejemplo, en el mito de Circe, representada en la Odisea
de Homero
como una temible hechicera que convertía a los hombres en cerdos o era capaz de
arrebatarles su hombría si caían en la tentación de compartir su cama.
No obstante,
con el autor latino Ovidio y esta obra, Cartas de las heroínas, damos con un
ejemplo de todo lo contrario, un caso en el que un hombre se pone en la piel de
una mujer y le da voz desde un lugar más sincero, sensible y, sinceramente, más
creíble que la sumisión resignada con la que gusta caracterizar a los
personajes femeninos de los mitos (esto cuando no eran independientes, en cuyo
caso eran tachadas de brujas malvadas).
En esta obra
epistolar descubrimos a mujeres complacientes, rebeldes, abandonadas,
desesperadas por amor, independientes y también crueles y vengativas. Las
heroínas son las mujeres de los héroes, las que los esperan en casa mientras
ellos corren infinidad de riesgos con el propósito de fijar su nombre en la
historia, las que se enamoran de ellos y confían ciegamente en sus promesas, las
que traicionan y castigan la deslealtad, o las que les salvan la vida para que
estos se lo paguen abandonándolas.
Ovidio
se pone en su lugar y desarrolla la respuesta que aquellas mujeres debieron de
dar a los héroes en las dispares situaciones de cada vida. Nos presenta unas
cartas ficticias que las heroínas les habrían enviado a sus maridos o amados si
hubieran podido.
Publio
Ovidio Nasón (43 a. C - 17 d. C) fue un poeta romano que estudió
política, pero pronto abandonó su carrera para dedicarse por completo a la
poesía. Ovidio introducía en sus obras los mitos de la cultura griega,
adaptándolos a la sociedad romana de su época. Amó a muchas mujeres y se casó
en tres ocasiones (con sus divorcios correspondientes de por medio). Esa
experiencia en el amor le valió para escribir sus obras poéticas Amores
y El
arte de amar, considerado por algunos su obra maestra. En este poema
didáctico, que completaban tres libros (o cantos) y que trata el amor y el
erotismo, Ovidio incluye infinidad de consejos sobre relaciones amorosas
en las que arroja algo de luz a los hombres sobre cómo conquistar a las
mujeres, mantener vivo el amor o impedir que se les rompa el corazón.
Cuentan del
autor que se esforzaba por comprender el pensamiento y el alma femeninos, y
quizá por ello fue capaz de imaginar la manera más honesta en la que se
expresarían estas heroínas para transmitir sus sentimientos a aquellos hombres
que eran el motivo de sus desdichas. En estas cartas, Ovidio incluye ejemplos
de las penurias por las que pasaron las heroínas, pero estas materializan su
sufrimiento y escriben sus vivencias para dar su versión de la historia.
La mayoría de
las mujeres que aparecen en esta obra son abandonadas y la tragedia está
presente en casi todas las historias. Algunas reúnen el valor necesario para
vengar sus traiciones, ya que no solo las han dejado en soledad, sino que sus
maridos o amantes se han atribuido el mérito de sus acciones. Como en el caso
de Medea, que era la sobrina de Circe y conocía la magia como ella, pero en vez
de convertir a los hombres en animales utilizó sus poderes para hacer que Jasón
y los famosos Argonautas triunfasen en sus aventuras, traicionando a su familia
y desobedeciendo a su padre, del que tuvo que huir más tarde, para que después
su amor la abandonase y se casase con otra mujer. Algunas versiones del mito
cuentan que se vengó matando a la nueva esposa de Jasón para huir después con
sus dos hijos, a los que mató para que Jasón quedara completamente solo.
Tremenda Medea.
Otras, como
Filis, deciden acabar con su propia vida. Ella elige suicidarse para poner fin
a la amargura que le supone vivir sabiéndose utilizada y abandonada. Filis es
capaz de mantener viva su esperanza, a través del autoconvencimiento y el
autoengaño, inventando motivos por los que su amado sigue sin quererla bien,
sin cumplir sus promesas, sin estar a su lado. ¿Cuántas mujeres tratan de
convencerse de algo que no va bien? ¿Cuántas excusas nos hemos contado para
defender un amor unilateral? El dolor provocado por los temidos golpes de
realidad que acechan tras todas las mentiras es algo impasible al paso del
tiempo. Y es que a lo largo de los siglos se han hecho, y siguen haciéndose hoy
día, demasiadas atrocidades en nombre de lo que se cree que es amor.
Otras de las
heroínas de esta gran obra no son traicionadas por sus maridos, pero tienen
padres a los que no obedecer puede terminar en muerte. Como, por ejemplo,
Cánace, a quien su padre obliga a suicidarse entregándole una daga, o Hipermestra,
quien, por no cumplir la orden de matar a un marido con el que su progenitor le
había obligado a casarse, es encarcelada. Esta última se defiende en su carta
diciendo: «Prefiero estar presa a
complacer a mi padre y manchar mis manos de sangre».
Y hay otras
heroínas que entregan todo lo que tienen y cambian su vida por completo para
recibir a cambio desprecio y solo desprecio. Como es el caso de Ariadna, que
salvó la vida de Teseo enseñándole a salir del laberinto para que él la
abandonase en una isla desierta. Su carta es la de una mujer sola, decepcionada
y asustada, que se encuentra de repente en un lugar vacío sin saber si sobrevivirá,
y le dedica a Teseo frases como esta: «Mis
huesos quedarán insepultos a merced de las aves marinas. Tal sepulcro merece mi
generosidad».
La mayoría de
las obras que tratan estas historias no recogen los sentimientos, raciocinios o
motivos de las mujeres, sino simplemente sus acciones. Parecen no interesar. Sin
embargo, gracias a Ovidio, esos errores y defectos de la humanidad recogidos en
los mitos reciben por fin la respuesta de las mujeres. En sus cartas, las
heroínas tienen la oportunidad de explicarse.
Esta es, al
fin y al cabo, otra versión de la historia. Una historia más justa.
Tras cerca de casi dos años de inactividad, la Biblioteca vuelve a abrir sus puertas.
T. S. Eliot,
poeta estadounidense e inglés, premio Nobel de Literatura, escribió durante la
década de 1930 a sus ahijados varios poemas sobre gatos. Posteriormente reunió
estos poemas en El libro de los gatos sensatos de la vieja zarigüeya. (Algo
parecido a lo que hizo Tolkien con sus hijos en Cartas de Papá Noel).
La editorial Nórdica ha publicado estos poemas y los acompaña de las ilustraciones originales de Edward
Gorey. Los quince poemas en castellano que integran el libro son versiones del
escritor y poeta Juan Bonilla, y se incluye los poemas de T. S. Eliot en su
versión original.
Lo curioso de
estos poemas es que en ellos se basan las letras de las canciones del musical
Cats, de Andrew Lloyd Weber, (sí, ese que este año pasado llevaron al cine)
Os dejo con
algunos de estos poemas gatunos y el número correspondiente del musical:
CANCIÓN DE LOS
MELIFLUOS
Salen de noche los gatos
melifluos,
cuando sale uno luego salen
todos,
la luna meliflua fulgiendo su
brillo.
Melifluos, venid al Baile de
Melifluos.
Los gatos melifluos son blancos y
negros,
los gatos melifluos son muy
diminutos,
los gatos melifluos siempre están
contentos
y maúllan en dulces susurros.
Los gatos melifluos de rostro
agradable,
los gatos melifluos, de negra
mirada,
les gusta ensayar sus cantes y
bailes
mientras a la meliflua luna
aguardan.
Los gatos melifluos crecen
lentamente,
los gatos melifluos nunca crecen
tanto,
los gatos melifluos más bien son
rollizos
y saben bailar el hip-hop y el
tango.
Dedican el día a aseo y descanso,
se secan las patas con mucho
cuidado,
lavan sus orejas hasta que en el
cielo
asoma la luna meliflua brillando.
Los gatos melifluos son blancos y
negros,
los gatos melifluos de poco
tamaño,
los gatos melifluos, la luna en
sus ojos,
los gatos melifluos brincando en
sus zancos.
Siempre de mañana están
sosegados,
por las tardes no hacen tarea
ninguna,
reservan su terpsicórea energía
para bailar a la luz de la luna.
Los gatos melifluos son negros y
blancos,
los gatos melifluos —repito— son
chicos.
Si resulta que hay noche muy
tormentosa
en el hall se ponen a dar unos
brincos.
Pero si resulta que anda el sol
brillando,
estate seguro, no se moverán:
descansan, se guardan para por la
noche
con luna meliflua salir a bailar.
UNA GATA CHICLOSA
Me acabo de acordar
de una gata chiclosa,
Jenny, con sus
lunares, sus manchas de leopardo,
con sus rayas de
tigre, y más vaga que un bardo,
todo el día tirada,
ya sea sobre una losa,
o sobre un escalón,
sobre la alfombra,
sobre un edredón,
tirada y estirándose
tirada, no estoy de broma,
era una gata de goma…
Ahora bien, cuando se
termine el día
y la casa se amuerme,
y toda la familia ya
se duerme,
Jenny comienza
entonces su faena,
se baja al sótano y
compone una cadena
de ilícitos,
solícitos ratones
a los que trata sin
educación.
Los hace colocar en
formación
y los adiestra con
croché y canciones.
Jenny, con sus
lunares, en toda la jornada se menea.
No hay otra igual,
tirada junto a la chimenea,
o acurrucada en mi
sombrero,
o puesta al sol sin
dar ni golpe… Pero
cuando se acaba el
día
y el trajín de la
casa languidece,
entonces Jenny se
incorpora y crece.
Un respiro no tienen
los ratones
—su dieta irregular
les da razones—
y para que no pierdan
peso
ella asa y fríe sin
parar un rato:
hace pastel-ratón
—entre otros platos—,
prepara un gril con
bacon y con queso.
Jenny, con sus
lunares, qué gata tan chiclina,
hacía nudos marineros
con la cuerda de la cortina
y junto a la ventana
se estaba todo el día
sin dar ni golpe,
pero en cuanto anochecía…
y el trajín de la
casa va a acabar
Jenny se pone pronta
a trabajar.
Ha decidido que las
cucarachas
se pueden transformar
en vivarachas
exploradoras y les da
un argumento
para que no se paren
ni un momento.
Con esa tropa forma
un batallón.
Jenny ha hecho de los
bichos su legión.
Termino ya por Jenny
lanzando un triple hurra:
si las cosas
funcionan es porque ella se lo curra.
La mejor canción de este musical es sin
duda Memory,
pero no pertenece al libro que hemos comentado, sino que se inspira en el
siguiente poema de T. S. Eliot
RAPSODIA DE UNA NOCHE
DE VIENTO
Las doce.
A lo largo de los cauces de la
calle
sostenidos en síntesis lunar,
susurrando encantamientos
lunares,
se disuelven los suelos de la
memoria
y todas sus claras relaciones,
sus divisiones y precisiones,
cada farol que dejo atrás
resuena como un tambor fatalista,
y a través de los espacios de lo
oscuro
la medianoche sacude la memoria
como un loco agitando un geranio
muerto.
La una y media,
el farol rociaba,
el farol mascullaba,
el farol decía: “Observa a esa
mujer
que vacila hacia ti en la luz de
la puerta
que se abre hacia ella como una
mueca.
Ves que el borde de su vestido
está desgarrado y sucio de arena,
y ves que el rabillo del ojo
se le retuerce como un alfiler
torcido”.
La memoria arroja y deja en seco
una multitud de cosas retorcidas;
una rama retorcida en la playa,
devorada, lisa, y pulida
como si el mundo rindiera
el secreto de su esqueleto,
rígido y blanco.
Un muelle roto en el solar de una
fábrica,
óxido que se agarra a la forma
que la fuerza ha dejado
dura y enroscada y dispuesta a
dispararse.
Las dos y media.
El farol dijo:
“Observa al gato que se aplana en
el arroyo,
saca la lengua furtiva
y devora un bocado de manteca
rancia”.
Así la mano del niño, automática,
salió furtiva y se embolsó un
juguete que corría por el muelle.
No vi nada tras los ojos de ese
niño.
He visto ojos en la calle
tratando de escudriñar a través
de postigos con luz,
y un cangrejo una tarde en un
charco,
un viejo cangrejo con lapas en la
espalda,
agarró el extremo de un palo que
le tendí.
Las tres y media,
el farol espurreaba,
el farol mascullaba en lo oscuro.
El farol canturreaba:
“Observa la luna,
la lune ne garde aucune rancune,
guiña un débil ojo,
sonríe a los rincones.
Alisa el pelo de la hierba.
La luna ha perdido la memoria.
Una desvaída viruela le agrieta
la cara,
su mano retuerce una rosa de
papel,
que huele a polvo y agua de
colonia.
Está sola
con todos los viejos olores
nocturnos
que cruzan y cruzan por su
cerebro”.
Viene la reminiscencia
de secos geranios sin sol
y polvo en grietas,
olores de castañas en las calles,
y olores femeninos en cuartos de
ventanas cerradas,
y cigarrillos en pasillos
y olores de cócteles en bares.
El farol dijo:
“Las cuatro.
Aquí está el número en la puerta.
¡Memoria!
Tienes la llave,
la lamparilla extiende un círculo
en la escalera, sube.
La cama está abierta: el cepillo
de dientes cuelga en la pared,
deja los zapatos a la puerta,
duerme, prepárate para la vida.”