Volví a
quedarme sola, oyendo la voz de mi madre en mi cabeza: me recriminaba que así
me quedaría sola para siempre, que terminaría enferma de soledad y melancolía.
En realidad,
no estaba sola. Para nada. Ella me obligaba a pasar horas interminables y aburridas
en celebraciones y bailes en los que solo mantenía conversaciones monótonas. La
mayoría con personas que se consideraban cultas porque un día vieron un libro
por fuera y que no hacían más que burlarse de las desgracias ajenas. Y pensar
que podría estar en casa, en mi vieja butaca, leyendo los pensamientos de las
mentes más brillantes. Los hombres de mi vida ya estaban conmigo y yo
disfrutaba de ellos en cada momento. A su lado resolvía crímenes con ayuda de
la técnica para comparar huellas, que eran tan únicas en cada persona como los
copos de nieve. Conquistaba ciudades ante las que construía un caballo de
madera donde me escondía. Seguía discursos literarios, narraciones históricas,
estudiaba a los seres humanos, su espíritu y el alma. Daba la vuelta al mundo
en ochenta días, aprendía a construir aviones, inventaba una melodía, tramaba
una guerra.
A mi madre le
parecían tonterías. Bordar, esa sí era una actividad recomendable para una
chica de mi posición.
Suspiré para
mis adentros.
¿Quién había decidido
que eso tenía que ser así?
Lin Rina, La biblioteca de los
sueños imposibles
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