lunes, 16 de septiembre de 2019

¿SABÉIS CÓMO EMPIEZA LA LITERATURA EUROPEA?


—preguntaba, tras haber pasado lista el primer día de clase—. Con una riña. Toda la literatura europea surge de una pelea. —Y entonces tomaba su ejemplar de la Ilíada y leía a la clase las primeras frases—: «Canta, diosa, del Peleida Aquiles la aciaga cólera… desde que una querella hubo de desunir a Agamenón, rey de los hombres, y al divino Aquiles». ¿Y por qué se pelean esos dos violentos y poderosos personajes? Es algo tan básico como un altercado en un bar. Se pelean por una mujer, una muchacha, en realidad. Una chica robada a su padre, raptada durante una guerra. Ahora bien, Agamenón prefiere mucho más a esta muchacha que a Clitemnestra, su esposa. «Clitemnestra no está tan bien como ella —dice—, ni por su rostro ni por su figura.» Esto expresa con suficiente franqueza por qué no quiere devolverla, ¿verdad? Cuando Aquiles exige a Agamenón que devuelva la muchacha a su padre, a fin de aplacar a Apolo, el dios que está violentamente airado por las circunstancias que rodean al rapto, Agamenón se niega: solo accederá si Aquiles le da su cautiva a cambio. De este modo vuelve a inflamar la cólera de Aquiles. Excitable Aquiles: el más irascible de los hombres violentos y explosivos que cualquier escritor haya tenido jamás el placer de retratar; sobre todo en lo que respecta a su prestigio y su apetito, la máquina de matar más hipersensible en la historia de la guerra. El famoso Aquiles, ofendido y enemistado por el menosprecio de que es objeto su honor. El grande y heroico Aquiles, que, mediante la fuerza de su furor al ser insultado (el insulto de no lograr que le entreguen a la muchacha), se aísla, se coloca en una posición desafiante al margen de la misma sociedad de la que es glorioso protector y que tiene una enorme necesidad de él. Una pelea, pues, una brutal pelea por una joven, por su cuerpo juvenil y las delicias de la rapacidad sexual: ahí, para bien o para mal, en esta ofensa contra el derecho fálico, la dignidad fálica, de un enérgico príncipe guerrero, es donde comienza la gran literatura imaginativa de Europa, y ese es el motivo de que, cerca de tres mil años después, hoy vayamos a empezar por ahí…

Philip Roth, La Mancha Humana

domingo, 24 de marzo de 2019

UN LIBRO Y UN MISTERIO



—¡La Flecha Negra! Es estupendo. ¡La Flecha Negra! Este fue uno de los primeros libros que yo leí. ¿Lo conoce usted, Albert? Piense que yo estaba leyendo cuando usted no había nacido todavía. A ver… Déjeme pensar. La Flecha Negra. Sí, desde luego… Había una pintura en la pared, con unos ojos a través de los cuales miraban otros auténticos. Un argumento espléndido, interesante. Imponía, ¿eh? Daba miedo. ¡Oh, sí! La Flecha Negra. Giraba en torno… ¿al gato, al perro? Bueno, esto era así: El gato, la rata y «Lovell», el perro, rigen Inglaterra bajo el cerdo. El cerdo era Ricardo III, por supuesto. Aunque ahora se escriben libros en que los autores afirman que fue un rey verdaderamente maravilloso. No era un villano, en absoluto, dicen. Pero yo no les creo. Shakespeare no era de tal parecer. Recuerdo que al principio de una de sus obras teatrales hizo decir a Ricardo: «Estoy decidido a demostrar que soy un villano». ¡Oh, sí! La Flecha Negra.
—¿Desea algún otro libro, señora?
—No, gracias, Albert. Me siento demasiado fatigada para continuar ya.
—Perfectamente. Debo comunicarle, señora, que el señor telefoneó para decir que se retrasaría media hora.
—Bueno, no importa —contestó Tuppence.
Esta se sentó en un sillón, abriendo La Flecha Negra y enfrascándose en la lectura del libro.
—Esto es maravilloso —comentó en voz alta—. Como lo he olvidado en su casi totalidad, disfrutaré lo mío leyéndolo de nuevo. Hace años me proporcionó muchas emociones.
Se hizo el silencio a su alrededor. Albert regresó a la cocina. Tuppence fue recostándose en el sillón. El tiempo fue pasando. Acurrucada en aquel sillón, un tanto desvencijado, la esposa de Thomas Beresford buscaba gozos del pasado, aplicándose a la lectura de La Flecha Negra, de Robert Louis Stevenson (…)
Arriba, Tuppence continuaba sentada en el sillón medio desvencijado, leyendo La Flecha Negra. Habían aparecido unos pliegues en su frente. Acababa de dar con algo sumamente curioso: en una de aquellas páginas habían sido subrayadas algunas palabras. Tuppence se había pasado los últimos quince minutos estudiando aquel curioso fenómeno. No acertaba a ver la razón de aquel subrayado. No formaban los vocablos una secuencia completa; no se trataba de ninguna cita. Alguien había querido aislar aquellas palabras de las demás subrayándolas con tinta roja. Leyó una vez más, en voz baja: «Matcham no pudo reprimir un grito y miró a Jack, quien hizo un movimiento de sorpresa, escapándosele la ventana de las manos. Todos avanzaban a pie, con las espadas y dagas a punto. Ellis levantó una mano. Le brillaban los ojos»… Tuppence movió la cabeza, dudosa. Aquello carecía de sentido.
Se acercó a la mesa, donde había unas cuantas hojas de papel, enviadas por la imprenta para que los Beresford escogieran el modelo que más les gustara, a fin de confeccionar las cartas con membrete que llevarían su nueva dirección: «Los Laureles».
—¡Qué nombre tan tonto! —exclamó Tuppence—. Ahora, si andamos cambiando nombres a cada paso lo único que podemos conseguir es que se extravíen las cartas que nos dirijan.
Se aplicó a la tarea de copiar algunas letras. Fue entonces cuando se dio cuenta de una cosa que no había advertido antes.
—Esto ya cambia —consideró Tuppence.
De repente, oyó la voz de Tommy.
—¿Todavía con eso? —inquirió aquel—. La cena está lista, prácticamente. ¿Cómo marchas con tus libros?
—Este lote me está dando trabajo —contestó Tuppence—, mucho trabajo.
—¿Por qué?
—Aquí tienes La Flecha Negra, de Stevenson. Tuve el capricho de emprender su lectura de nuevo… Todo iba bien, hasta que de pronto me he encontrado con un montón de palabras subrayadas con tinta roja.
—¿Y qué tiene eso de particular? Muchas veces, mientras uno lee un libro, subraya palabras y frases que le han llamado la atención. Son cosas que uno quiere recordar. En ocasiones, es una cita, un pensamiento atinado… Bueno, tú me entiendes.
—Te entiendo, pero esto de que te hablo no tiene nada que ver con lo que tú dices. Además, se trata de letras, solamente.
—¿De letras? —preguntó Tommy.
—Acércate. Mira…
Tommy se dejó caer sobre uno de los brazos del sillón, procediendo a leer el texto que tanto había llamado la atención a Tuppence.
—Esto no tiene sentido —opinó Tommy.
—Es lo que yo misma me dije al principio, pero la verdad es que sí que lo tiene.
Sonó el timbre en la planta baja.
—La cena está lista.
—No importa —repuso Tuppence—. Quiero explicarte esto antes de que nos sentemos a la mesa. Hablaremos de ello más tarde, pero… Resulta algo extraordinario, realmente. Quiero que lo veas ahora mismo, Tommy.
—Está bien. ¿Qué pasa, Tuppence? ¿Has dado con alguna adivinanza?
—No, no es una de mis adivinanzas. Verás que en este papel he ido anotando unas letras… Fíjate. La M de «Matcham» está subrayada, así como la a. A continuación vienen otras letras. El autor de esto ha ido aislándolas sucesivamente. Después tienes la r de «reprimir», la y que une dos frases, la j de «Jack» la o de «hizo», la primera r de «sorpresa», la d de «de», la primera a de «avanzaban», la n y la o de «levantó», la m de «mano»…
—Ya está bien, Tuppence, ¡por el amor de Dios!
—Espera, espera… Tengo que llegar hasta el final. Ahora hay que ir colocando esas letras sobre el papel, una tras otra, lo que he hecho con las primeras. Ahí tienes: M-A-R-Y. Estas cuatro letras estaban subrayadas.
—¿Qué has compuesto entonces?
—Un nombre: Mary.
—Muy bien. Aquí debió vivir alguien que se llamaba así. Una chiquilla dotada de bastante imaginación. Supongo que se propondría hacer saber a todo el mundo que este libro era de su propiedad. La gente es muy aficionada a escribir sus nombres en las páginas de los libros y otras cosas.
—De acuerdo. Ya tenemos el nombre: Mary —dijo Tuppence—. Después, si colocamos las letras que vienen a continuación una tras otra tendremos una nueva palabra: J-o-r-d-a-n.
—¿No ves? Mary Jordan. Muy natural. Ya conoces el nombre completo de la chica. Se llamaba Mary Jordan.
—Bueno, ocurre que este libro no era de su propiedad. Al principio, escrito con una letra infantil, se lee un nombre masculino: Alexander. Alexander Parkinson, creo.
—¿Tiene eso realmente alguna importancia?
—Desde luego que la tiene —manifestó con énfasis Tuppence.
—Vámonos, querida. Tengo hambre.
—Aguántala por unos instantes. Voy a leerte lo que viene después. Las letras están cogidas en varias páginas, conforme las necesitaba el autor de todo esto. Las letras es lo que interesa, no las palabras que las proporcionan. Veamos… Ya tenemos Mary Jordan… Juntemos las que vienen luego: n-o m-u-r-i-ó d-e m-u-e-r-t-e n-a-t-u-r-a-l, es decir, Mary Jordan no murió de muerte natural. ¿Qué te parece? Vamos con otras palabras, puesto que las hay —hubo una pausa, añadiendo finalmente Tuppence—: Ya estamos en lo último: Fue uno de nosotros. Yo creo saber quién. Eso es todo. Ya no he podido localizar nada más. Pero resulta muy intrigante, ¿eh?
—Bueno, Tuppence —dijo Tommy—, espero que no vayas a inventarte ahora una historia fantástica acerca de esto.
—No te entiendo. ¿Qué quieres decirme con esas palabras?
—Que no vayas a pensar que se trata de un misterio…
—Es un misterio realmente para mí, claro —afirmó Tuppence—. Mary Jordan no murió de muerte natural. Fue uno de nosotros. Yo creo saber quién. ¡Oh, Tom! Tienes que reconocer que estamos ante un enigma de lo más intrigante.

Agatha Christie, La Puerta del Destino

martes, 19 de marzo de 2019

LOS 10 MANDAMIENTOS DEL PADRE FRIKI


1
Amarás a tu mujer, a tus hijos y tus aficiones frikis por encima de todas las otras cosas que pueda ofrecerte la vida (aunque no necesariamente por ese orden).

2
Llevarás con orgullo tu condición de friki, se la legarás a tu descendencia y renegarás de los que, por moda o para quedar bien, se hacen llamar frikis en vano.

3
Santificarás tus momentos de ocio y los de tus seres queridos con tus aficiones (frikis, por supuesto).

4
Honrarás a tu compañera y madre de tus hijos, la escucharás y obedecerás siempre de manera literal, pero buscando siempre el modo de salirte con la tuya con algún que otro tecnicismo sacado de tu amplio bagaje y cultura friki.

5
Al menos una vez al año harás un viaje de peregrinación, ya sea al Salón del Manga, a la Semana Negra de Gijón, las TDN de Mollina o la Meca friki: la Comic-Con de San Diego.

6
Atesorarás avariciosamente todos los bienes frikis que puedas, aunque sólo sea para echarles un vistazo de tanto en tanto o simplemente para sentir la satisfacción de saber que los tienes tú, y sólo tú.

7
No destruirás ni tirarás a la basura tus colecciones frikis (como te dirá tu mujer que hagas), sino que las preservarás de ella para que se conviertan en el legado de tus hijos.

8
Envidiarás los bienes ajenos (y frikis) de tus hermanos de afición de manera absolutamente codiciosa y enfermiza cuando te los enseñen con orgullo o presuman de ellos, los muy hienas.

9
No robarás esos bienes frikis de otros ni ejercerás violencia para conseguirlos. Antes te valdrás de todo tipo de artimañas para lograr que acaben en tu poder, como apuestas más o menos amañadas o préstamos de los que no se devuelven nunca.

10
Preservarás tus tesoros no solamente de tu mujer, sino de las zarpas pringosas de tus hijos, que querrán colorear tus láminas originales y entintadas de tu autor favorito o jugar a lo bestia con la colección de gashapones que trajiste de Tokio.

Jorge Vesterra, ¡Yo Soy tu Padre!

lunes, 18 de marzo de 2019

HUBO UN TIEMPO EN QUE QUISE SER COMO MI ABUELO



El capricho —cierto— duró poco. Fue tan efímero como mi anhelo de convertirme en astronauta o superhéroe. Pero aquella húmeda tarde dublinesa de julio —la del billete a Madrid, la maleta hecha a toda prisa y la apremiante orden de Susan para que empezara a escribir de una vez por todas—, regresó de entre mis recuerdos.
Mi abuelo José se pasó toda su vida emborronando páginas. Apenas salía de una habitación que olía a paquetes de folios recién abiertos, como si el mundo «real» le diera miedo y sólo se sintiera a salvo rodeado de sus creaciones, en el silencio de su estudio.
Por supuesto, nunca me dijo qué hacía con exactitud en aquel despacho. Seguramente pensó que no lo entendería. O no supo cómo explicármelo. O tal vez creyó que era mejor que el pequeño de la casa creciera ajeno a ese extraño torbellino de sensaciones, a ese arrebato íntimo que uno experimenta al gestar un texto. «Escribir es un oficio peligroso —murmuraba a veces en las sobremesas largas de los fines de semana cuando alguno de nosotros le preguntaba por su trabajo—. Imaginar personajes te expone a mentes ajenas —añadía quejumbroso—. Terminas oyendo voces que susurran cosas. Acabas viendo lo que otros no ven y resulta difícil no enloquecer. Y además están esas sombras... Las que buscan por todos los medios hundirte en la nada y robarte el fuego invisible de la creatividad.»
«¿Qué sombras?», le preguntaba.
Pero él me acariciaba la cabeza, me revolvía el pelo con su manaza, y callaba.
Uno de esos remotos días en los que aún creía que podría ser como él, el abuelo dejó entrever algo sobre la naturaleza de su trabajo que me estremeció.
Ocurrió por accidente. Me sorprendió donde no debía.
—Así que te gusta espiarme —refunfuñó al descubrirme agazapado bajo el escritorio en el que trabajaba. Por suerte nunca supo que llevaba desde el viernes anterior oyéndole pasar a limpio el manuscrito de su novela El alma del mundo—. ¿Qué diablos piensas que vas a encontrar ahí abajo?
El abuelo, que tenía unos ojos enormes y unas cejas blancas e hirsutas que hablaban al arquearse, me taladró con la mirada. Parecía enfadado.
—Yo, yo... —balbucí entre toses—. Yo no...
—Sal de ahí. Vamos.
—Yo... —repetí paralizado, a punto de echarme a llorar—: ¡Yo sólo quería saber de dónde sacas tus historias, abuelo!
Mi excusa, lo recuerdo bien, lo dejó estupefacto. Me obligó a que le repitiera aquella frase un par de veces y se frotó los ojos, no sé si sorprendido o consternado.
—¿Que de dónde saco mis historias? —Al fin reaccionó.
Don José Roca agitó entonces las manos sobre el teclado de su vieja máquina de escribir y, pensativo, permitió que mi interrogante flotara en la nada durante unos segundos. Después sus pupilas relampaguearon. Y luego, haciendo trizas el aire de gravedad del que solía envolverse cuando escribía, soltó una carcajada.
—Eso por lo que me preguntas es todo un misterio, señorito —tronó repentinamente divertido—. ¡Es el secreto más preciado de un escritor! ¡Mi secreto!
Su enfado se había disipado de golpe, como a veces hacían las tormentas de verano sobre los acantilados de Moher. Para mi alivio se levantó de la silla, se alejó de donde yo aún estaba acuclillado y se paseó por la estancia balanceando su enorme cuerpo hacia la estantería más cercana.
—Dime, David, ¿cuántos años tienes ya?
—Nueve. Casi diez —respondí.
Con un gesto me obligó a salir de mi escondite.
—Bien, bien. Ya eres casi un hombre. ¿Cómo no me he dado cuenta? Cuando cumplas los diez te leerás este libro y empezarás a buscar por ti mismo de dónde vienen las historias —añadió tendiéndome un volumen encuadernado en piel que acababa de tomar entre las manos—. Así no olvidarás nunca el secreto de un buen relato.
—¿Esto es para mí? ¿En serio, abuelo? —dije, emocionado con aquel regalo.
—Muy en serio, jovencito. Aunque tienes que prometerme que lo leerás.
—Y si lo leo, ¿podré atrapar historias como haces tú?
El abuelo volvió a reír, seguramente imaginándose a sí mismo atrapando cuentos como si fueran mariposas.
—Eso dependerá del empeño que pongas —susurró—. Escribir es buscar. Un día lo entenderás. Si alguna vez te conviertes en escritor, te pasarás la vida buscando. De hecho, nunca dejarás de hacerlo. Jamás.
—¿Buscando qué, abuelo?
—¡Todo!
El volumen que me confió aquella tarde fue una vieja edición de El Forastero Misterioso, de Mark Twain. En realidad, se convirtió sólo en el primero de la pequeña colección que iría regalándome hasta el día de su muerte, de eso hace ya más de una década.
Aquel tomo, sin embargo, siempre fue el más especial. Era algo parecido a una autobiografía novelada, un disfraz tras el que el padre de Tom Sawyer se presentaba como una suerte de ángel que se aparecía a un puñado de muchachos —una clara metáfora de sus lectores— a los que les desvelaba los secretos que mejor le convenían. El forastero, por supuesto, tenía mucho del propio Twain. Pero también algo que no era él. Había en su personaje un matiz siniestro, acaso maligno. Años más tarde descubriría que Twain creía haberse desplomado del cielo durante el paso del cometa Halley en 1835. Y no lo decía en broma. Nació en noviembre de aquel año. Presumía de ello siempre que tenía ocasión. Por supuesto, nadie se tomó en serio aquel chascarrillo hasta que, por un extraño azar cósmico, Mark Twain falleció justo con el retorno de su querido viajero celestial en 1910. Era evidente que se lo llevó el mismo cometa que lo había traído.
Entonces, ¿de verdad fue un enviado del cielo?
La duda se incrustó en mi mente infantil.
En las primeras páginas de El Forastero Misterioso él mismo definía a su protagonista —un extranjero llegado de ninguna parte, capaz de adelantarse al tiempo y que trataba a los humanos cual figurillas de un belén— como «un visitante sobrenatural llegado de otro lugar». Y justo esa línea había sido subrayada con lápiz rojo por el abuelo.
Fue la única marca que encontré en todo el libro.
¿Un visitante? ¿Y qué diablos quería decir eso? ¿Es que Twain se sentía un marciano? ¿Un ángel caído, tal vez?
Mi imaginación se disparó.
¿Y el abuelo? ¿También era acaso uno de ellos?
Se lo pregunté, claro está. Pero apenas me respondió con un puñado de evasivas que entonces no entendí.
—Cuídate de los forasteros misteriosos, David. Son terribles. Siempre acechan. Siempre.
Aquella lectura me dejó un regusto que duró años. Una acidez extraña, penetrante, que se multiplicó en cuanto supe que ese libro fue el último que Twain escribió antes de morir. Por su culpa, anduve haciéndome preguntas absurdas durante toda la adolescencia. Interrogantes que, cobarde, ya no me atreví a trasladar más veces al abuelo.
¿Se sentía así también él?
Como un extraño de otro mundo.
¿Sacaban Twain y él sus historias de esos «otros lugares» de los que creían venir?
¿Era ésa la fuente secreta de la que bebían?
No es de extrañar que tras leer la dichosa novela un par de veces más llegara a la conclusión de que los escritores son una especie de oteadores de lo invisible. Su trabajo, cuando es noble, consiste en actuar de intermediarios entre este mundo y los otros.
Las vidas de algunos autores confirmaron esas sospechas. Philip K. Dick, por ejemplo, no tuvo complejos en admitir que había hollado esos «otros mundos». Edgar Allan Poe tampoco. De pronto advertí que mis autores favoritos comulgaban con esa idea. Admitían sin complejos que la dimensión invisible de la que abrevaban, lejos de ser una mera invención, era tan infinita y real como las estrellas del universo.
Creo que por eso siempre me dio tanto respeto el acto de escribir... y llevaba tanto tiempo evitándolo.

Javier Sierra, El Fuego Invisible

viernes, 15 de marzo de 2019

REINA ROJA


Antonia Scott es especial. Muy especial. No es policía ni criminalista. Nunca ha empuñado un arma ni llevado una placa, y, sin embargo, ha resuelto decenas de crímenes, gracias a su extraordinaria inteligencia que le permite relacionar datos muy diversos.

Pero hace un tiempo que Antonia no sale de su ático de Lavapiés. Las cosas que ha perdido le importan mucho más que las que esperan ahí fuera. Tampoco recibe visitas.

Por eso no le gusta nada, nada, cuando escucha unos pasos desconocidos subiendo las escaleras hasta el último piso. Sea quien sea, Antonia está segura de que viene a buscarla. Y eso le gusta aún menos.

Se trata de Jon Gutiérrez (que no está tan gordo), un policía nacional apartado de servicio ya que han subido a las redes sociales su intento de amañar pruebas para capturar a un proxeneta. Su actual misión, que Antonia se reincorpore al servicio y, juntos, intentar capturar a un asesino que actúa contra las familias más ricas de España. 

Juan Gómez-Jurado nos ofrece un thriller trepidante, con una pareja protagonista que se las trae, con sus vicios y virtudes: Antonia Scott, el cerebrito, que trabaja únicamente en esos casos que no pueden salir bajo ninguna circunstancia a la luz pública, con sus recelos, que no puede olvidar nada, ni dejar atrás los hechos que cambiaron su vida y la de su familia, y no soporta que nadie la toque. Jon Gutiérrez, la fuerza bruta y no tan bruta, al fin y al cabo es un harrijasotzaile que puede levantar casi 300 kilos, amante de la cocina (las cocochas de su amatxo). Por cierto, entre ellos no puede haber ningún rollito, como podemos comprobar en las primeras páginas. Luego está Mentor, en un segundo plano, la eminencia gris para la que trabajan.

La historia posee un ritmo vertiginoso, muy cinematográfico; con algunos flashbacks para contarnos el pasado de los protagonistas; la alternancia de los dos narradores, la tercera persona para contarnos la historia, la primera para mostrarnos el sufrimiento y la angustia de la secuestrada Carla; y, por si fuera poco, gran parte de los capítulos acaban con un interrogante que queremos resolver. Hay constantes referencias a nuestra realidad, hecho que aprovecha el autor para introducir su crítica social. Y todo contrarreloj, aunque no haya una cuenta atrás; todo transcurre en cinco días, y sabemos que el tiempo se acaba y apenas hay pistas.

miércoles, 13 de marzo de 2019

SIEMPRE IMAGINÉ QUE LA CRÓNICA DE MI VIDA,


si acaso alguna vez llegaba a escribirla, tendría una primera frase excelente: algo lírico, como «Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas», de Nabokov; y, si no me salía nada lírico, algo arrollador, como «Todas las familias felices se asemejan, pero cada familia desdichada es desdichada a su manera», de Tolstói. La gente recuerda estas palabras incluso cuando ya ha olvidado todo lo demás que hay en el libro. En lo tocante a frases de apertura, la mejor, a mi modo de ver, es el comienzo de El buen soldado, de Ford Madox Ford: «Éste es el relato más triste que nunca he oído.» Docenas de veces lo habré leído, y sigue dejándome patidifuso. Ford Madox Ford era uno de los Grandes. Cierto día, Chuang Tzu se quedó dormido y soñó que era una mariposa, revoloteando muy contento por ahí. Y la mariposa no sabía que era Chuang Tzu soñando. Luego despertó y volvió a ser el de siempre, pero ahora no sabía si era un hombre soñando que era una mariposa o una mariposa soñando que era un hombre.

En toda una vida de esfuerzos por escribir, con nada he luchado más varonilmente —sí, ésa es la palabra, varonilmente— que con las aperturas. Siempre me ha parecido que si esa parte me salía bien el resto seguiría de modo automático. Concebía la primera frase como una especie de útero semántico repleto de atareados embriones de páginas sin escribir, resplandecientes pepitas de genio, ansiosas de nacer. De ese gran recipiente fluiría, por así decirlo, el relato completo. ¡Qué desilusión! Ocurrió exactamente lo contrario. Y no es porque escaseen las buenas frases de arranque.

Deléitese usted en ésta, por ejemplo: «Cuando sonó el teléfono, a las tres de la madrugada, Morris Monk supo antes de levantar el aparato que la llamada era de una dama, y algo más: que decir damas es decir problemas.» O ésta: «Poco antes de que lo descuartizaran los sádicos soldados de Gamel, el coronel Benchley tuvo un vislumbre de la blanca casita de campo del Shropshire, con la señora Benchley a la puerta, y los niños.» O ésta: «París, Londres, Djibuti, todo le parecía irreal ahora, sentado entre las ruinas de otra cena más de Acción de Gracias, con su madre y su padre y el idiota de Charles.» ¿Quién puede permanecer insensible ante unas frases así? Tan preñadas están de significado, tan, oso decirlo, tan a punto de reventar de significado, que es como si las hincharan los capítulos enteros sin escribir que llevan dentro: sin escribir, aunque ya presentes.

Pero, ay, en realidad no eran más que burbujas, falsas ilusiones, todas ellas. Cada una de esas frases maravillosas, repletas de promesas, era como una caja envuelta para regalo en manos de un niño anhelante, una caja que nada contiene, sino piedrecillas y trozos de basura, a pesar del ruido tan seductor que hace al agitarla. ¡El niño piensa que son caramelos! Yo pensaba que eran literatura. Todas esas frases —y otras muchas, también— resultaron no ser trampolines de lanzamiento hacia la gran novela sin escribir, sino barreras insuperables. Comprende usted, eran demasiado buenas. Nunca logré situarme a su altura. Hay escritores que nunca logran igualar su primera novela. Yo nunca pude igualar mi primera frase. Y mírenme ahora. Miren de qué modo he empezado esto, mi obra final, mi opus magna: «Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba...» ¡Dios del cielo, «si acaso alguna vez»! Ya se percata usted del problema. Irremediable. Que lo borren.

Éste es el relato más triste que nunca he oído. Empieza, como todos los verdaderos relatos, quién sabe dónde. Buscar el principio es como intentar descubrir las fuentes de un río. Se pasa usted varios meses remando contra la corriente, bajo un sol abrasador, entre altísimas murallas de jungla chorreante, con los mapas empapados de humedad desintegrándosele en las manos. Lo enloquecen a usted las falsas esperanzas, los malignos enjambres de insectos picadores, y las añagazas de la memoria, y lo único que saca en claro, al final —la última Thule de tan ridícula búsqueda—, es un humedal de la selva o, tratándose de un relato, una palabra o un gesto perfectamente desprovistos de sentido. Y, sin embargo, en algún lugar más o menos arbitrario del largo recorrido entre el humedal y el mar, el cartógrafo clava la aguja de su compás, y es ahí donde nace el Amazonas.

Lo mismo me pasa a mí, cartógrafo del alma, cuando busco el comienzo de la crónica de mi vida.

San Savage, Firmin

martes, 12 de marzo de 2019

ESCUADRÓN


       El mundo lleva siglos en guerra; la humanidad está atrapada en Detritus, un planeta constantemente atacado por los krells, unos alienígenas decididos a destruirla, y tiene que vivir en el subsuelo. Sólo lo impide la basura espacial, que actúa como barrera artificial, y los pilotos de la FDD, los únicos héroes dispuestos a combatir al enemigo.

Spensa es una joven que siempre ha soñado con convertirse en piloto y defender a la Tierra. Pero su destino se cruza con el de su padre, un piloto que fue asesinado tras abandonar a su equipo, anulando sus opciones de asistir a la escuela de vuelo.

Un antiguo compañero de su padre facilitará su entrada en la escuela de vuelo. Pero la FDD no la quiere, no está dispuesta a cometer el mismo error, y le pondrá todo muy difícil para que abandone. A pesar de todo, Spensa no está dispuesta a rendirse, si quiere limpar el nombre de su padre. Viviendo en una cueva, encontrará algo extraño, algo mucho más avanzado de lo que su sociedad puede hacer. De pronto, el ataque alienígena ha hecho duplicar la flota aérea de los humanos, facilitando que Spensa ahora sí pueda volar al espacio...

                Este título es el primero de la nueva trilogía de Brandon Sanderson destinado a un público juvenil. El autor nos va presentando poco a poco las características de ese mundo, y pronto nos sentimos atraídos por la rebeldía de Spensa para intentar lograr sus sueños a pesar de la oposición de los altos cargos de la FDD. También vemos a los cadetes como carne de cañón, pues, como les indica el instructor Cobb, el viejo amigo de su padre, sólo se graduarán uno o dos jóvenes de cada escuadrón debido a muertes, abandonos o aparatos derribados.

                Es un libro entretenido que nos ofrece aventuras, misterios, batallas estelares con nula posibilidad de supervivencia, amistades hasta la muerte, hasta humor con M-Bot, esa inteligencia artificial cuya misión es catalogar los especímenes de setas del planeta. Y por encima de todo ese “reclama las estrellas”, que motiva a Spensa a sus luchas, a ir más allá.

domingo, 10 de marzo de 2019

EL RAYO CALÓRICO



Después que hube visto a los marcianos salir del cilindro en el que llegaran a la Tierra, una especie de fascinación paralizó por completo mi cuerpo. Me quedé parado entre los brezos con la vista fija en el montículo que los ocultaba. En mi alma librábase una batalla entre el miedo y la curiosidad.
No me atrevía a volver hacia el pozo, pero sentía un extraordinario deseo de observar su interior. Por esta causa comencé a caminar describiendo una amplia curva en busca de algún punto ventajoso y mirando continuamente hacia los montones de arena tras los cuales se ocultaban los recién llegados. En cierta oportunidad vi el movimiento de una serie de apéndices delgados y negros, parecidos a los tentáculos de un pulpo, que de inmediato desaparecieron. Después se elevó una delgada vara articulada que tenía en su parte superior un disco, el cual giraba con un movimiento bamboleante. ¿Qué estarían haciendo?
La mayoría de los espectadores había formado dos grupos: uno de ellos se hallaba en dirección a Woking y el otro hacia Chobham. Evidentemente, estaban pasando por el mismo conflicto mental que yo. Había algunos cerca de mí y me acerqué a un vecino mío cuyo nombre ignoro.
—¡Qué bestias horribles!—me dijo—. ¡Dios mío! ¡Qué bestias horribles!
Y volvió a repetir esto una y otra vez.
—¿Vio al hombre que cayó al pozo?—le pregunté.
Mas no me respondió. Nos quedamos en silencio observando los arenales y me figuro que ambos encontrábamos cierto consuelo en la compañía mutua.
Después me desvié hacia una pequeña elevación de tierra, que tendría un metro o más de altura, y cuando le busqué con la vista vi que se iba camino de Woking.
Comenzó a oscurecer antes que ocurriera nada más. El grupo situado a la izquierda, en dirección a Woking, parecía haber crecido en número y oí murmullos procedentes de ese lugar. El que se encontraba hacia Chobham se dispersó. En el pozo no había movimiento alguno.
Fue esto lo que dio coraje a la gente. También supongo que los que acababan de llegar desde Woking ayudaron a todos a recobrar su confianza. Sea como fuere, al comenzar a oscurecer se inició un movimiento lento e intermitente en los arenales. Este movimiento pareció cobrar fuerza a medida que continuaba el silencio y la calma en los alrededores del cilindro. Avanzaban grupitos de dos o tres, se detenían, observaban y volvían a avanzar, dispersándose al mismo tiempo en un semicírculo irregular que prometía encerrar el pozo entre sus dos extremos. Por mi parte, yo también comencé a marchar hacia el cilindro.
Vi entonces algunos cocheros y otras personas que habían entrado sin miedo en los arenales y oí ruido de cascos y ruedas. Avisté de pronto a un muchacho que se iba con la carretilla de manzanas y gaseosas. Y luego descubrí un grupito de hombres que avanzaban desde la dirección en que se hallaba Horsell. Se encontraban ya a unos treinta metros del pozo y el primero de ellos agitaba una bandera blanca.
Era la delegación. Habíase efectuado una apresurada consulta, y como los marcianos eran, sin duda alguna, inteligentes, a pesar de su aspecto repulsivo, se resolvió tratar de comunicarse con ellos y demostrarles así que también nosotros poseíamos facultades razonadoras.
La bandera se agitaba de derecha a izquierda. Yo me encontraba demasiado lejos para reconocer a ninguno de los componentes del grupo; pero después supe que Ogilvy, Stent y Henderson estaban entre ellos. La delegación había arrastrado tras de sí en su avance a la circunferencia del que era ahora un círculo casi completo de curiosos, y un número de figuras negras la seguían a distancia prudente.
Súbitamente se vio un resplandor de luz y del pozo salió una cantidad de humo verde y luminoso en tres bocanadas claramente visibles. Estas bocanadas se elevaron una tras otra hacia lo alto de la atmósfera.
El humo (llama sería quizá la palabra correcta) era tan brillante que el cielo y los alrededores parecieron oscurecerse momentáneamente y quedar luego más negros al desaparecer la luz. Al mismo tiempo se oyó un sonido sibilante. Más allá del pozo estaba el grupito de personas con la bandera blanca a la cabeza. Ante el extraño fenómeno todos se detuvieron. Al elevarse el humo verde, sus rostros mostráronse fugazmente a mi vista con un matiz pálido verdoso y volvieron a desaparecer al apagarse el resplandor.
El sonido sibilante se fue convirtiendo en un zumbido agudo y luego en un ruido prolongado y quejumbroso. Lentamente se levantó del pozo una forma extraña y de ella pareció emerger un rayo de luz.
De inmediato saltaron del grupo de hombres grandes llamaradas, que fueron de uno a otro. Era como si un chorro de fuego invisible los tocara y estallase en una blanca llama. Era como si cada hombre se hubiera convertido súbitamente en una tea.
Luego, a la luz misma que los destruía, los vi tambalearse y caer, mientras que los que estaban cerca se volvían para huir.
Me quedé mirando la escena sin comprender aún que era la muerte lo que saltaba de un hombre a otro en aquel gentío lejano. Todo lo que sentí entonces era que se trataba de algo raro. Un silencioso rayo de luz cegadora y los hombres caían para quedarse inmóviles, y al pasar sobre los pinos la invisible ola de calor, éstos estallaban en llamas y cada seto y matorral convertíase en una hoguera. Y hacia la dirección de Knaphill vi el resplandor de los árboles y edificios de madera que ardían violentamente.
Esa muerte ardiente, esa inevitable ola de calor, se extendía en los alrededores con rapidez. La noté acercarse hacia mí por los matorrales que tocaba y encendía y me quedé demasiado aturdido para moverme. Oí el crujir del fuego en los arenales y el súbito chillido de un caballo, que murió instantáneamente. Después fue como si un dedo invisible y ardiente pasara por los brezos entre el lugar en que me encontraba y el sitio ocupado por los marcianos, y a lo largo de la curva trazada más allá de los arenales comenzó a humear y resquebrajarse el terreno. Algo cayó con un ruido estrepitoso en el lugar en que el camino de la estación de Woking llega al campo comunal. Luego cesó el zumbido, y el objeto negro, parecido a una cúpula, se hundió dentro del pozo perdiéndose de vista.
Todo esto había ocurrido con tal rapidez, que estuve allí inmóvil y atontado por los relámpagos de luz sin saber qué hacer. De haber descrito el rayo un círculo completo es seguro que me hubiera alcanzado por sorpresa. Pero pasó sin tocarme y dejó los terrenos de mi alrededor ennegrecidos y casi irreconocibles.
El campo parecía ahora completamente negro, excepto donde sus caminos se destacaban como franjas grises bajo la luz débil reflejada desde el cielo por los últimos resplandores del sol. En lo alto comenzaban a brillar las estrellas y hacia el oeste veíanse aún los destellos del día moribundo.
Las copas de los pinos y los techos de Horsell destacáronse claramente contra esos últimos resplandores en occidente. Los marcianos y sus aparatos eran ya completamente invisibles, excepción hecha del delgado mástil, en cuyo extremo continuaba girando el espejo.
Aquí y allá se veían setos y árboles que humeaban todavía, y desde las casas de Woking se elevaban grandes llamaradas hacia lo alto del cielo.
Con excepción de esto y el tremendo asombro que me embargaba, nada había cambiado. El grupito de puntos negros con su bandera blanca había sido exterminado sin que se turbara mucho la paz del anochecer.
Hasta entonces no comprendí que me encontraba allí indefenso y solo. Súbitamente, como algo que me cayera de encima, me asaltó el miedo.
Con un gran esfuerzo me volví y comencé a correr a tropezones por entre los brezos.
El miedo que me dominaba no era un miedo racional, sino un terror pánico, no sólo a causa de los marcianos, sino también debido a la tranquilidad y el silencio que me rodeaban. Tal fue su efecto, que corrí llorando como un niño. Cuando hube emprendido la carrera ni una sola vez me atreví a volver la cabeza.
Recuerdo que tuve la impresión de que estaban jugando conmigo y que en pocos minutos, cuando estuviera a punto de salvarme, esa muerte misteriosa, tan rápida como el paso de la luz, saltaría tras de mí para matarme.

H. G. Wells, La Guerra de los Mundos

viernes, 8 de marzo de 2019

AMOR DEL BUENO



De las escritoras sobre las que escribe Elvira Lindo, la única a la que conocí personalmente es Grace Paley. También vi y saludé con gran respeto en una cena en la embajada de Canadá a Margaret Atwood, pero sólo disfruté de lejos de su pelo rizado y enérgico como el de un borrego. Por lo tanto, de la que puedo hablar es de Grace Paley con su delantal y su suéter con agujeros en los codos.

Grace vino a México con Bob, su esposo, y se instalaron en Tepoztlán, a la sombra de la casa de un humorista como Elvira Lindo, Eduardo del Río, Rius, extraordinario pedagogo mexicano, quien hizo la educación de miles de mexicanos con sus historietas y caricaturas. Nos introdujo a la historia, al catecismo, a la literatura, a la religión y sobre todo a la política.

En México, de humoristas no tenemos nada, ni siquiera de humor involuntario. Desde la Conquista en el siglo XVI sólo podemos presumir de Jorge Ibargüengoitia. La picardía mexicana de Armando Jiménez, ilustrada por Alberto Beltrán, enseña a mentar madres pero nada aporta al humor puesto que de él carecemos. Hacer reír es una bendición aunque Elvira dice que no le gusta cosechar carcajadas.

Nada me gustaría tanto —se lo agradecería a toda la corte celestial— que sentarme frente a Elvira y verla sonreír. Pero como Dios no cumple antojos ni endereza jorobados sólo puedo decirle que la conocí de lejos en Madrid, en el año 2001, en una comida frente a una inmensa mesa cuadrada con un agujero en medio, en la sede de la editorial Alfaguara. «Mire, allá está Elvira Lindo, la autora de Manolito Gafotas; toda España está loca por ella», me señaló Jesús de Polanco a una mujer muy guapa, y como a mí me dio miedo Jesús de Polanco también me dio miedo Elvira. «¿Por qué están locos por ella?» «Porque hace reír», respondió Polanco como si cerrara una caja fuerte con doble candado. Esa misma noche, en una cena, un comensal me preguntó: «¿Ya conoció a Elvira Lindo?», y Rosa Montero me advirtió: «Es mi gran amiga». Total, todos hablaban de ella, era la «coqueluche» no sólo de España sino de tierras más allá de la frontera que sus libros habían atravesado gracias a que —además de escribir para niños y para adultos— sabía actuar, hacer teatro y cine y sobre todo poner a su público de muy buen humor.

Escribir sobre otras novelistas, músicas, poetas, intérpretes, actrices, periodistas, escritoras, reporteras es un acto de generosidad del que muy pocas son capaces. Leer las 30 maneras de quitarse el sombrero de Elvira ante treinta mujeres me ha conmovido, pero su novela Una palabra tuya, Premio Biblioteca Breve 2005, me tomó por la garganta y desde entonces no me suelta. Entonces me enamoré de Elvira y de sus dos barrenderas que identifiqué con todas las Jesusitas, Petritas y Juanitas bien amadas, las que cohabitan en un cuarto de azotea, tienden las sábanas a secar al sol y bajan a despertar a los niños para ir a la escuela. Ahora las rescata y homenajea el cineasta Alfonso Cuarón en su película Roma, ganadora del gran premio en el Festival de Cannes en este año de 2018. Ya para entonces, Elvira Lindo había aportado una visión cálida, conmovedora y de amor del bueno a nuestra biología, sí, la femenina, la de todas, las que no sabemos barrer y las que sí saben y dejan al planeta limpio de polvo y paja.

Elvira Lindo sacude su trapeador, rinde tributo, limpia, atrapa las migajas con su recogedor y abrillanta la vida y la obra de mujeres, muchas de ellas polvorientas porque les hicieron poco caso, jamás las sacaron de los anaqueles o hace años están bajo la tierra. Concha Méndez, la de Manolo Altolaguirre y Paloma, hija de ambos, vivió en México años y años a partir de los cuarenta tras la guerra civil. Mientras que en el prado verde de su jardín se asoleaba tirado sobre una toalla Luis Cernuda —que Octavio Paz venía a visitar en taxi los sábados—, ella esperaba su regreso a España. En esa casa, la celebridad era la de los hombres y vi a Concha mirar por la ventana, muy sola. De ahí en fuera, sólo sé que Juan Soriano hablaba de Victoria Kent, amiga de Diego de Mesa y a todas horas prometía: «Voy a presentártela». Nunca lo hizo y no la he leído como tampoco leí a muchas de las norteamericanas y canadienses que Elvira Lindo observó con tanto cuidado y tanta compasión, porque ¿cómo no sentir compasión por una vida tan llena de calamidades y de golpes bajos como la de Joan Didion, la del radical chic? ¿O la de la niña Ana Frank sepultada en vida? ¿O la de Olivia Laing, quien escribe tras una ruptura amorosa: «¿Qué se siente al estar solo? Es una sensación parecida al hambre».

De ahora en adelante, gracias a Elvira, quisiera leerlas y guardarlas en mi disco duro, pero por lo pronto permítaseme regresar a Grace Paley y a sus talleres de narrativa en México, porque Grace usaba sus brazos para abrazar y su boca para sonreír. «De Grace —dice Magda Bogin— aprendí dos cosas. Les pedía a sus alumnos leer sus textos en voz alta durante cuatro minutos y de repente, con su índice en alto, gritaba: “Ahí empieza tu cuento”.»

Muchas de las escritoras de las que habla Elvira «no la hicieron», como decimos en México, muchas también fueron mujeres «inconvenientes», como se califica Elvira a sí misma. A pesar de ser mucho más joven, también Elvira Lindo sabe cuándo empieza el cuento, todos los cuentos, el de la vida diaria, el del amor, el de la literatura. Al igual que Grace Paley, vive en pareja, y al igual que ella es optimista. Magda Bogin le preguntó una vez a Grace cómo podía ser tan positiva «frente a las terribles noticias que llegan todos los días (la guerra en Irak, el fracaso de la izquierda, el triunfo de George W. Bush)», y le respondió: «It’s our job». Al igual que Grace y Bob, creo que Elvira y su marido responderían «es nuestro trabajo». Si los dos norteamericanos fueron una pareja «épica, mítica después de treinta inseparables años de matrimonio», también Elvira sabe de épica y de mitos.

En su libro 30 maneras de quitarse el sombrero (¡qué padre título!) los perfiles de Elvira Lindo son buenos porque son tan auténticos como la prosa de Grace Paley. Dicen la verdad. Verdad la de Louisa May Alcott y verdad la de María Guerrero, «consciente y dueña de sí misma hasta el final», verdad la de Elena Fortún, quien escribió: «A veces voy por la calle y veo mi sombra en el suelo y pienso que así la veré ya, sola siempre», verdad la de Dorothy Parker, que murió sola después de defender a la República española en The New Yorker y otras revistas de prestigio, verdad la de Victoria Kent y la de Luisa Carnés, quien fue a dar a un campo de refugiados en Francia y murió en México en un accidente de automóvil, verdad la de Gloria Fuertes, quien nos hizo creer que nunca es tarde para la literatura, la de la líder Grace Paley y sus protestas en Nueva York junto a mi alta amiga, la escritora y defensora de presos y autora de Doing Time, Bell Chevigny, que la acompañó hasta el último momento.

Los textos de Elvira saben a la puritita verdad en cada retrato. Claro que no puedo juzgar la pertinencia de cada profile, como se dice en inglés, porque desconozco el original. Ni siquiera podría opinar sobre el de Patricia Highsmith que leí de joven y cuyo rostro me marcó por parecerse al de los asesinos sobre quienes escribía. También me quedé anclada en Edna O’Brien, quien vino a México y conocí al lado de futuros premios Nobel: Nadine Gordimer (África), Tony Morrison (Estados Unidos) J. M. Coetzee (África) invitados por Carlos Fuentes, el único que podía convocarlos. ¿Por qué digo entonces que estos textos tienen el sabor de la verdad? Porque me conmueven. Reflejan la mitad alegre, la mitad triste, la mitad frágil, la mitad abandonada de las mujeres en el mundo de las letras. ¿O hay algo más terrible que el milagro de Lucia Berlin o la vejez solitaria de Marjorie Eliot, la pianista negra de Summertime y Over the Rainbow, en la penumbra de su departamento vacío?

¿Aprendo sobre cada una de ellas? Sí, que son madres-coraje, escandalosas, desatentas, desatendidas, odiosas, solitarias, agobiantes, culpables, estrafalarias. Imposible olvidar cómo fue perseguida Sally Mann por retratar desnudos a sus hijos. En el caso de María Guerrero, Elvira Lindo afirma que «los vivos solemos mirar con arrogancia a los muertos y de manera inconsciente tendemos a pensar que los anhelos y las pasiones del presente son distintos» y aunque concuerdo, pienso que en México (país de fosas en las que aparecen los cadáveres de opositores políticos) somos cada vez más tormentosos, las pasiones son igual de tercas que hace cien años, volvemos el rostro hacia atrás, vivimos para nuestros muertos, creemos a pie juntillas que todo tiempo pasado fue mejor y resulta imposible olvidar cráneos, tibias y peronés porque tenemos la esperanza de que nuestros hijos y nietos no nos dejen caer tan solitos con todo y esqueleto dentro de la fosa o del horno crematorio.

 Elena Poniatowska

PREMIO CERVANTES 2013

martes, 26 de febrero de 2019

HABLA LA MADRASTRA


            Enviado por Mª Jose:

En esta supuesta Autobiografía Autorizada, la argentina Patricia Suárez da voz a la Madrastra de Blancanieves, para que veamos que es un personaje incomprendido al que se le acusa en falso, para que aclare su historia con el Espejito Mágico, para limpiar su buen nombre y para darle voz a sus compañeras de desventura: las madrastras de Hansel y Gretel y de Cenicienta.

                Encontramos un estilo desenfadado e irónico, mediante el cual se nos da una versión distinta de los cuentos populares, alejándose de la historia moralizante para atraernos con la caracterización de los personajes, la irreverencia y el humor.

Ustedes seguramente han leído sobre mí y me tienen en el peor concepto. Creen cosas horrendas nada más porque se las contaron sus abuelitas. ¡Ah! ¿Pero acaso fueron en busca de algún cronista del reino o de algún paparazzi que pudiera contarles la verdad más verdadera?

Por eso mismo, porque no lo han hecho, me toca a mí tomar la palabra y hablar para defenderme.

                Nos presenta a una madrastra para quien lo más importante es la belleza, pero es una belleza que ya se va pasando y por ello recurre a los potingues y lociones (la crema de tortuga para el rostro, la crema de pepino para el cuello y la crema de zanahoria para los tobillos), y no dudará en echárselo en cara a sus amigas, las otras madrastras:

Hay que hacer tratamientos de belleza de vez en cuando. Si una nace con una nariz deforme como la tuya, disculpa mi sinceridad, hay que rebanarse un poco el cartílago.

Nos la hace cercana, al intentar acercarla a nuestra sociedad: la amenaza al espejo mágico con un revólver, las quejas sobre los electrodomésticos o sobre la juventud. Y esas ilustraciones basadas en la película de Disney, con las que identificamos su imagen siempre.

lunes, 25 de febrero de 2019

LA CAJA DE PLATA



Cuando el rey consideró llegado el momento de casar a su hija e hizo pública la convocatoria matrimonial, lo que más difusión tuvo entre súbditos y vasallos y, sobre todo, entre los caballeros del reino que aspiraban a conseguir su mano, fue la condición impuesta por la propia princesa para elegir marido. «Sólo podré amar», dijo la princesa, «a quien esté dispuesto a morir por mí.» Tal vez por eso, en lugar del ingente número de caballeros que se esperaba, pues todos estaban convencidos de que acudirían desde los más alejados confines del territorio, sólo fueron apareciendo, muy lentamente, como con desgana, algunos jóvenes atrevidos o algunos viejos codiciosos. Tal vez también por eso la princesa se enojó, pues, acostumbrada a los caprichos de palacio, soñaba con tener decenas de caballeros a sus pies, sufriendo, pendientes sólo de su decisión. De modo que lo que se pretendía celebrar como una gran fiesta de amor llevaba camino de convertirse en un torneo insulso entre caballeros secundarios, en número escaso y de renombre exiguo. Se dio, además, la circunstancia de que algunos caballeros que no tenían conocimiento exacto de las palabras de la princesa o que ignoraban su verdadero alcance, después de merodear algunos días por los alrededores de palacio, tomaron el camino de regreso a sus hogares o se retiraron a los campamentos exteriores para asistir a la fiesta desde fuera, sin participar, sólo como espectadores de un desenlace probablemente turbio y desdichado. Los juglares cantaban las penas de la princesa, que desde sus dependencias seguía con lágrimas de rabia la escasa afluencia de caballeros o su deserción tras conocer las rigurosas condiciones del amor, y de hecho algún juglar que se mostró compasivo fue condenado a la horca por cantar la verdad. El caso fue, pues, que cuando se cumplió el plazo dado por el rey, tras el penoso desfile de caballeros curiosos o desaprensivos o cobardes, sólo habían quedado finalmente siete pretendientes. El rey los convocó solemnemente a la sala de audiencias para que los examinara la princesa y allí se presentaron los siete, gallardos y aguerridos, dispuestos a una tarea verdaderamente difícil: obtener la mano de la princesa y sobrevivir. En el rostro de la princesa se apreciaba la sombra de una pesadumbre otoñal, el reflejo de una contrariedad profunda, porque ella había imaginado setenta veces siete caballeros pidiendo su mano y grandes combates cruentos de amor. De modo que ahora miraba a cada uno de los caballeros sin verlos o a todos en conjunto con la mirada puesta en la ausencia de los otros, añorando a los que no habían venido o a los que se habían ido después de venir. No obstante, para cumplir los trámites legales, los fue examinando uno por uno, sin orden, caprichosamente, nadie sabe si dispuesta a arrojarlos rápidamente de la sala de audiencias o si buscando alguna razón cautiva en los ojos y en el pensamiento de cada uno. Hizo una primera ronda desganada y ritual, una primera pregunta general articulada siete veces. «¿Estáis efectivamente dispuesto a morir por mí?», fue preguntando a uno tras otro. Todos respondieron que sí. «¿Por qué?», preguntó de nuevo, en segunda ronda, a uno tras otro. «Por amor», dijo el primero. Y a la princesa le pareció tan absurda la respuesta que no pudo contener la ira. «¡Fuera!», dijo señalando con el dedo extendido la puerta de salida. Y el caballero desechado abandonó la audiencia torpemente, procurando no manifestar la huella de la humillación. «Porque sin vos tampoco podría vivir», respondió el segundo. Y la princesa tampoco supo reprimir su cólera ante aquella falsa declaración de amor artificial inventada por poetas. «¡Fuera!», dijo de nuevo con la mano extendida. «Bien lo merece vuestra hermosura», dijo el tercero. Y aunque a la princesa no le enojó en exceso la frivolidad, repitió la orden con energía. «¡Fuera!», dijo. «Por la fama de vuestra virtud», dijo el cuarto caballero. Y la princesa, que nunca había soportado el halago mentiroso ni la hipocresía que reduce a condición moral los atributos de la belleza, gritó de nuevo: «¡Fuera!». El quinto caballero no articuló palabra, se limitó a arrodillarse ceremoniosamente ante la princesa, que, en un rapto de humor, señaló también la puerta sin hablar. El sexto caballero, por el contrario, habló extensamente. «Yo no quiero morir por vos», dijo, «sino vivir por vos, porque vuestro deseo es imposible de cumplir. Yo os amo, princesa, pero, si muero, ¿de qué me sirve vuestro amor? Y si sólo con mi muerte podéis creer que mi amor es verdadero, ¿para qué os sirvo muerto?» A la princesa le sorprendió la agudeza de aquellas manifestaciones y, por primera vez, no dijo ¡fuera! con desprecio. Sin hacer ningún comentario preguntó al séptimo caballero. «Por lealtad», se limitó a responder éste. Y como la princesa no lograra entender el sentido de aquellas palabras le pidió que se explicara. Pero el séptimo caballero no era hombre elocuente ni de hábil retórica. Sólo dijo: «La lealtad está antes que el amor». En ese momento comprendió la princesa que el séptimo caballero no la amaba y, tal vez por eso mismo, lo declaró el preferido de su corazón. Imaginó un futuro fugaz tratando de conseguir su amor y lamentó no haber despedido al caballero anterior, porque entonces hubiera elegido, sin dudarlo, al séptimo caballero, pero, puesto que el anterior, que no carecía de ingenio, ya había sido distinguido con el permiso de presencia y había adquirido, por tanto, un derecho de lucha, la princesa se quedó durante un momento perpleja, sin saber qué hacer o temiendo hacer algo por primera vez en su vida, sabiéndose responsable de su decisión. Sin embargo, no podía dejar de cumplir su propósito y, como el caballero que recibiera su amor debería demostrar primero que estaba dispuesto a morir por ella, se decidió que ambos pretendientes se enfrentaran en singular torneo. Y así fue. Ante el clamor y la expectación general, los caballeros salieron a la plaza para celebrar el combate el mismo día de primavera en que la princesa cumplía diecisiete años. El sexto caballero, ufano y galante, salió dispuesto a vencer. El séptimo caballero, resignado y leal, salió dispuesto a morir. Y como la estadística del azar indica que el destino termina siempre por cumplirse, un caballero venció y otro murió. Entonces la princesa arrojó de la corte al caballero vencedor, que había sabido luchar, pero no morir, y abrazó el cuerpo moribundo del séptimo caballero. Tras su muerte, colocaron la cabeza en una caja de plata y se la entregaron a la princesa, que la llevó consigo al remoto castillo al que se retiró a desgranar una y otra vez, interminablemente, la triste paradoja del amor y de la muerte y donde vivió el resto de sus días y de sus noches, en absoluta desolación y soledad, urdiendo delirios de bálsamo y pasión frente a la caja, entregada a veces a la locura, a veces a la melancolía.

Gonzalo Hidalgo Bayal, La Princesa y la Muerte

domingo, 24 de febrero de 2019

PREGUNTA VIEJA, VIEJA RESPUESTA


               

¿Adónde va el amor cuando se olvida?
No aquel a quien hicieras la pregunta
Es quien hoy te responde.

Es otro, al que unos años más de vida
Le dieron la ocasión, que no tuviste,
De hallar una respuesta.

Los juguetes del niño que ya es hombre,
¿Adónde fueron, di? Tú lo sabías,
Bien pudiste saberlo.

Nada queda de ellos: sus ruinas
Informes e incoloras, entre el polvo,
El tiempo se ha llevado.

El hombre que envejece, halla en su mente,
En su deseo, vacíos, sin encanto,
Dónde van los amores.

Mas si muere el amor, no queda libre
El hombre del amor: queda su sombra,
Queda en pie la lujuria.

¿Adónde va el amor cuando se olvida?
No aquel a quien hicieras la pregunta
Es quien hoy te responde.

Luis Cernuda, Desolación de la Quimera

viernes, 22 de febrero de 2019

CÓMO ENTRENAR A TU DRAGÓN


                Enviado por María:

En la época de los vikingos todos los adolescentes debían demostrar sus habilidades cazando y entrenando a un dragón. Hipo Horrendo Abadejo III no fue una excepción. El joven vikingo Hipo Horrendo Abadejo III debe realizar el rito de iniciación propio de su pueblo, que consiste en cazar un dragón y entrenarlo adecuadamente para que éste demuestre sus habilidades. Lo que ocurre es que Hipo caza un dragón bastante escuchimizado y que no le hace mucho caso.

Esta novela de Cressida Cowell cuenta las vicisitudes y el duro camino que, a base de perseverancia, llevó a Hipo a convertirse en todo un guerrero conocido por sus congéneres como "el hombre que susurraba a los dragones".

La trama es sencilla; nos encontramos con Hipo, un joven presionado por que un día tendrá que liderar a su aldea al ser el hijo del jefe. Junto con otros jóvenes de su edad tiene que pasar una prueba de iniciación: internarse en una cueva, coger un dragón, amaestrarlo y superar una prueba de pesca; quien no lo logre, será desterrado. Lo malo es que Desdentado, el dragón de Hipo, es pequeñajo, perezoso, gruñón y no suele obedecer las órdenes.

Lo recomendaría para pequeños, por su lenguaje, el ritmo ágil, las situaciones divertidas y cómicas, las ilustraciones.

jueves, 21 de febrero de 2019

MUERTE EN EL NILO


Estiro la mano para tomar mi cartera, que todavía está debajo del asiento de la ventanilla, y saco mi ejemplar de bolsillo de Muerte en el Nilo, de Agatha Christie. Lo compré en Atenas.

«Debe ser más o menos igual que la muerte en todas partes», me dijo el marido de Zoe cuando aparecí en el hotel de Atenas con el libro.

«¿Qué?», le dije yo.

«Tu libro», me dijo, señalando el ejemplar de bolsillo y sonriendo como si fuera un chiste. «El título. Me imagino que la muerte en el Nilo es igual que la muerte en todas partes».

«¿O sea?», le pregunté.

«Los egipcios creían que la muerte era muy similar a la vida», terció Zoe. Acababa de comprar Egipto Fácil en la misma librería. «Para los antiguos egipcios, el más allá era un lugar muy parecido al mundo que habitaban. Estaba presidido por Anubis, que juzgaba a los difuntos y decidía sus destinos. Nuestros conceptos del Paraíso Final no son otra cosa que refinamientos modernos de las ideas egipcias», dijo, y comenzó a leer Egipto Fácil en voz alta, lo cual puso fin a nuestra conversación. Por lo tanto, todavía no sé qué piensa el marido de Zoe que es la muerte, en el Nilo o en cualquier otro lado.

Abro Muerte en el Nilo y trato de leer, pensando que Hércules Poirot quizás lo sepa, pero el avión salta demasiado. Casi inmediatamente siento el estómago revuelto; después de media página y tres saltos más, lo guardo en el bolsillo del asiento, cierro los ojos y me pongo a fantasear con la idea de matar a alguien. Es un perfecto escenario estilo Agatha Christie. Ella siempre pone unas cuantas personas en una casa de campo o en una isla. En Muerte en el Nilo están en un barco a vapor que navega por el Nilo, pero el avión es mucho mejor. Las únicas personas aquí dentro, aparte de nosotros, son las azafatas y un grupo de turistas japoneses que aparentemente no hablan inglés, pues de lo contrario estarían arracimados alrededor de Zoe, pidiéndole que les indique cómo llegar a la Esfinge.

La turbulencia disminuye un poco y abro los ojos y estiro la mano para volver a tomar el libro. Lo tiene Lissa.

Lo tiene abierto, pero no está leyendo. Me está mirando a mí, esperando que yo me dé cuenta, esperando que yo diga algo. Neil parece nervioso.

—¿Ya habías terminado, verdad? —me dice ella, sonriendo—. No lo estabas leyendo.

En los libros de Agatha Christie todos tienen un motivo para cometer el asesinato. Y el marido de Lissa no para de beber desde que estábamos en París y Zoe no permite que su marido termine de pronunciar una sola frase. La policía podría pensar que el marido de Zoe enloqueció de repente. O que trató de matar a Zoe y que al disparar le acertó a Lissa por error. Y en el avión no hay ningún Hércules Poirot que les diga quién cometió realmente el crimen, que resuelva el misterio y les explique todos los acontecimientos extraños.

Connie Willis, Muerte en el Nilo

PREMIO HUGO 1994