De las
escritoras sobre las que escribe Elvira Lindo, la única a la que conocí
personalmente es Grace Paley. También vi y saludé con gran respeto en una cena
en la embajada de Canadá a Margaret Atwood, pero sólo disfruté de lejos de su
pelo rizado y enérgico como el de un borrego. Por lo tanto, de la que puedo
hablar es de Grace Paley con su delantal y su suéter con agujeros en los codos.
Grace vino a
México con Bob, su esposo, y se instalaron en Tepoztlán, a la sombra de la casa
de un humorista como Elvira Lindo, Eduardo del Río, Rius, extraordinario
pedagogo mexicano, quien hizo la educación de miles de mexicanos con sus
historietas y caricaturas. Nos introdujo a la historia, al catecismo, a la
literatura, a la religión y sobre todo a la política.
En México, de
humoristas no tenemos nada, ni siquiera de humor involuntario. Desde la
Conquista en el siglo XVI sólo podemos presumir de Jorge Ibargüengoitia. La
picardía mexicana de Armando Jiménez, ilustrada por Alberto Beltrán, enseña a
mentar madres pero nada aporta al humor puesto que de él carecemos. Hacer reír
es una bendición aunque Elvira dice que no le gusta cosechar carcajadas.
Nada me
gustaría tanto —se lo agradecería a toda la corte celestial— que sentarme
frente a Elvira y verla sonreír. Pero como Dios no cumple antojos ni endereza
jorobados sólo puedo decirle que la conocí de lejos en Madrid, en el año 2001,
en una comida frente a una inmensa mesa cuadrada con un agujero en medio, en la
sede de la editorial Alfaguara. «Mire, allá está Elvira Lindo, la autora de
Manolito Gafotas; toda España está loca por ella», me señaló Jesús de Polanco a
una mujer muy guapa, y como a mí me dio miedo Jesús de Polanco también me dio
miedo Elvira. «¿Por qué están locos por ella?» «Porque hace reír», respondió
Polanco como si cerrara una caja fuerte con doble candado. Esa misma noche, en
una cena, un comensal me preguntó: «¿Ya conoció a Elvira Lindo?», y Rosa
Montero me advirtió: «Es mi gran amiga». Total, todos hablaban de ella, era la
«coqueluche» no sólo de España sino de tierras más allá de la frontera que sus
libros habían atravesado gracias a que —además de escribir para niños y para
adultos— sabía actuar, hacer teatro y cine y sobre todo poner a su público de
muy buen humor.
Escribir sobre
otras novelistas, músicas, poetas, intérpretes, actrices, periodistas,
escritoras, reporteras es un acto de generosidad del que muy pocas son capaces.
Leer las 30 maneras de quitarse el sombrero de Elvira ante treinta mujeres me
ha conmovido, pero su novela Una palabra tuya, Premio Biblioteca Breve 2005, me
tomó por la garganta y desde entonces no me suelta. Entonces me enamoré de
Elvira y de sus dos barrenderas que identifiqué con todas las Jesusitas,
Petritas y Juanitas bien amadas, las que cohabitan en un cuarto de azotea, tienden
las sábanas a secar al sol y bajan a despertar a los niños para ir a la
escuela. Ahora las rescata y homenajea el cineasta Alfonso Cuarón en su
película Roma, ganadora del gran premio en el Festival de Cannes en este año de
2018. Ya para entonces, Elvira Lindo había aportado una visión cálida,
conmovedora y de amor del bueno a nuestra biología, sí, la femenina, la de
todas, las que no sabemos barrer y las que sí saben y dejan al planeta limpio
de polvo y paja.
Elvira Lindo
sacude su trapeador, rinde tributo, limpia, atrapa las migajas con su recogedor
y abrillanta la vida y la obra de mujeres, muchas de ellas polvorientas porque
les hicieron poco caso, jamás las sacaron de los anaqueles o hace años están
bajo la tierra. Concha Méndez, la de Manolo Altolaguirre y Paloma, hija de
ambos, vivió en México años y años a partir de los cuarenta tras la guerra
civil. Mientras que en el prado verde de su jardín se asoleaba tirado sobre una
toalla Luis Cernuda —que Octavio Paz venía a visitar en taxi los sábados—, ella
esperaba su regreso a España. En esa casa, la celebridad era la de los hombres
y vi a Concha mirar por la ventana, muy sola. De ahí en fuera, sólo sé que Juan
Soriano hablaba de Victoria Kent, amiga de Diego de Mesa y a todas horas
prometía: «Voy a presentártela». Nunca lo hizo y no la he leído como tampoco
leí a muchas de las norteamericanas y canadienses que Elvira Lindo observó con
tanto cuidado y tanta compasión, porque ¿cómo no sentir compasión por una vida
tan llena de calamidades y de golpes bajos como la de Joan Didion, la del
radical chic? ¿O la de la niña Ana Frank sepultada en vida? ¿O la de Olivia
Laing, quien escribe tras una ruptura amorosa: «¿Qué se siente al estar solo?
Es una sensación parecida al hambre».
De ahora en
adelante, gracias a Elvira, quisiera leerlas y guardarlas en mi disco duro,
pero por lo pronto permítaseme regresar a Grace Paley y a sus talleres de
narrativa en México, porque Grace usaba sus brazos para abrazar y su boca para
sonreír. «De Grace —dice Magda Bogin— aprendí dos cosas. Les pedía a sus
alumnos leer sus textos en voz alta durante cuatro minutos y de repente, con su
índice en alto, gritaba: “Ahí empieza tu cuento”.»
Muchas de las
escritoras de las que habla Elvira «no la hicieron», como decimos en México,
muchas también fueron mujeres «inconvenientes», como se califica Elvira a sí
misma. A pesar de ser mucho más joven, también Elvira Lindo sabe cuándo empieza
el cuento, todos los cuentos, el de la vida diaria, el del amor, el de la
literatura. Al igual que Grace Paley, vive en pareja, y al igual que ella es
optimista. Magda Bogin le preguntó una vez a Grace cómo podía ser tan positiva
«frente a las terribles noticias que llegan todos los días (la guerra en Irak,
el fracaso de la izquierda, el triunfo de George W. Bush)», y le respondió:
«It’s our job». Al igual que Grace y Bob, creo que Elvira y su marido
responderían «es nuestro trabajo». Si los dos norteamericanos fueron una pareja
«épica, mítica después de treinta inseparables años de matrimonio», también
Elvira sabe de épica y de mitos.
En su libro 30
maneras de quitarse el sombrero (¡qué padre título!) los perfiles de Elvira
Lindo son buenos porque son tan auténticos como la prosa de Grace Paley. Dicen
la verdad. Verdad la de Louisa May Alcott y verdad la de María Guerrero,
«consciente y dueña de sí misma hasta el final», verdad la de Elena Fortún,
quien escribió: «A veces voy por la calle y veo mi sombra en el suelo y pienso
que así la veré ya, sola siempre», verdad la de Dorothy Parker, que murió sola
después de defender a la República española en The New Yorker y otras revistas
de prestigio, verdad la de Victoria Kent y la de Luisa Carnés, quien fue a dar
a un campo de refugiados en Francia y murió en México en un accidente de
automóvil, verdad la de Gloria Fuertes, quien nos hizo creer que nunca es tarde
para la literatura, la de la líder Grace Paley y sus protestas en Nueva York
junto a mi alta amiga, la escritora y defensora de presos y autora de Doing
Time, Bell Chevigny, que la acompañó hasta el último momento.
Los textos de
Elvira saben a la puritita verdad en cada retrato. Claro que no puedo juzgar la
pertinencia de cada profile, como se dice en inglés, porque desconozco el
original. Ni siquiera podría opinar sobre el de Patricia Highsmith que leí de
joven y cuyo rostro me marcó por parecerse al de los asesinos sobre quienes
escribía. También me quedé anclada en Edna O’Brien, quien vino a México y
conocí al lado de futuros premios Nobel: Nadine Gordimer (África), Tony
Morrison (Estados Unidos) J. M. Coetzee (África) invitados por Carlos Fuentes,
el único que podía convocarlos. ¿Por qué digo entonces que estos textos tienen
el sabor de la verdad? Porque me conmueven. Reflejan la mitad alegre, la mitad
triste, la mitad frágil, la mitad abandonada de las mujeres en el mundo de las
letras. ¿O hay algo más terrible que el milagro de Lucia Berlin o la vejez
solitaria de Marjorie Eliot, la pianista negra de Summertime y Over the
Rainbow, en la penumbra de su departamento vacío?
¿Aprendo sobre
cada una de ellas? Sí, que son madres-coraje, escandalosas, desatentas,
desatendidas, odiosas, solitarias, agobiantes, culpables, estrafalarias.
Imposible olvidar cómo fue perseguida Sally Mann por retratar desnudos a sus
hijos. En el caso de María Guerrero, Elvira Lindo afirma que «los vivos solemos
mirar con arrogancia a los muertos y de manera inconsciente tendemos a pensar
que los anhelos y las pasiones del presente son distintos» y aunque concuerdo,
pienso que en México (país de fosas en las que aparecen los cadáveres de opositores
políticos) somos cada vez más tormentosos, las pasiones son igual de tercas que
hace cien años, volvemos el rostro hacia atrás, vivimos para nuestros muertos,
creemos a pie juntillas que todo tiempo pasado fue mejor y resulta imposible
olvidar cráneos, tibias y peronés porque tenemos la esperanza de que nuestros
hijos y nietos no nos dejen caer tan solitos con todo y esqueleto dentro de la
fosa o del horno crematorio.
Elena
Poniatowska
PREMIO CERVANTES 2013
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