lunes, 18 de marzo de 2019

HUBO UN TIEMPO EN QUE QUISE SER COMO MI ABUELO



El capricho —cierto— duró poco. Fue tan efímero como mi anhelo de convertirme en astronauta o superhéroe. Pero aquella húmeda tarde dublinesa de julio —la del billete a Madrid, la maleta hecha a toda prisa y la apremiante orden de Susan para que empezara a escribir de una vez por todas—, regresó de entre mis recuerdos.
Mi abuelo José se pasó toda su vida emborronando páginas. Apenas salía de una habitación que olía a paquetes de folios recién abiertos, como si el mundo «real» le diera miedo y sólo se sintiera a salvo rodeado de sus creaciones, en el silencio de su estudio.
Por supuesto, nunca me dijo qué hacía con exactitud en aquel despacho. Seguramente pensó que no lo entendería. O no supo cómo explicármelo. O tal vez creyó que era mejor que el pequeño de la casa creciera ajeno a ese extraño torbellino de sensaciones, a ese arrebato íntimo que uno experimenta al gestar un texto. «Escribir es un oficio peligroso —murmuraba a veces en las sobremesas largas de los fines de semana cuando alguno de nosotros le preguntaba por su trabajo—. Imaginar personajes te expone a mentes ajenas —añadía quejumbroso—. Terminas oyendo voces que susurran cosas. Acabas viendo lo que otros no ven y resulta difícil no enloquecer. Y además están esas sombras... Las que buscan por todos los medios hundirte en la nada y robarte el fuego invisible de la creatividad.»
«¿Qué sombras?», le preguntaba.
Pero él me acariciaba la cabeza, me revolvía el pelo con su manaza, y callaba.
Uno de esos remotos días en los que aún creía que podría ser como él, el abuelo dejó entrever algo sobre la naturaleza de su trabajo que me estremeció.
Ocurrió por accidente. Me sorprendió donde no debía.
—Así que te gusta espiarme —refunfuñó al descubrirme agazapado bajo el escritorio en el que trabajaba. Por suerte nunca supo que llevaba desde el viernes anterior oyéndole pasar a limpio el manuscrito de su novela El alma del mundo—. ¿Qué diablos piensas que vas a encontrar ahí abajo?
El abuelo, que tenía unos ojos enormes y unas cejas blancas e hirsutas que hablaban al arquearse, me taladró con la mirada. Parecía enfadado.
—Yo, yo... —balbucí entre toses—. Yo no...
—Sal de ahí. Vamos.
—Yo... —repetí paralizado, a punto de echarme a llorar—: ¡Yo sólo quería saber de dónde sacas tus historias, abuelo!
Mi excusa, lo recuerdo bien, lo dejó estupefacto. Me obligó a que le repitiera aquella frase un par de veces y se frotó los ojos, no sé si sorprendido o consternado.
—¿Que de dónde saco mis historias? —Al fin reaccionó.
Don José Roca agitó entonces las manos sobre el teclado de su vieja máquina de escribir y, pensativo, permitió que mi interrogante flotara en la nada durante unos segundos. Después sus pupilas relampaguearon. Y luego, haciendo trizas el aire de gravedad del que solía envolverse cuando escribía, soltó una carcajada.
—Eso por lo que me preguntas es todo un misterio, señorito —tronó repentinamente divertido—. ¡Es el secreto más preciado de un escritor! ¡Mi secreto!
Su enfado se había disipado de golpe, como a veces hacían las tormentas de verano sobre los acantilados de Moher. Para mi alivio se levantó de la silla, se alejó de donde yo aún estaba acuclillado y se paseó por la estancia balanceando su enorme cuerpo hacia la estantería más cercana.
—Dime, David, ¿cuántos años tienes ya?
—Nueve. Casi diez —respondí.
Con un gesto me obligó a salir de mi escondite.
—Bien, bien. Ya eres casi un hombre. ¿Cómo no me he dado cuenta? Cuando cumplas los diez te leerás este libro y empezarás a buscar por ti mismo de dónde vienen las historias —añadió tendiéndome un volumen encuadernado en piel que acababa de tomar entre las manos—. Así no olvidarás nunca el secreto de un buen relato.
—¿Esto es para mí? ¿En serio, abuelo? —dije, emocionado con aquel regalo.
—Muy en serio, jovencito. Aunque tienes que prometerme que lo leerás.
—Y si lo leo, ¿podré atrapar historias como haces tú?
El abuelo volvió a reír, seguramente imaginándose a sí mismo atrapando cuentos como si fueran mariposas.
—Eso dependerá del empeño que pongas —susurró—. Escribir es buscar. Un día lo entenderás. Si alguna vez te conviertes en escritor, te pasarás la vida buscando. De hecho, nunca dejarás de hacerlo. Jamás.
—¿Buscando qué, abuelo?
—¡Todo!
El volumen que me confió aquella tarde fue una vieja edición de El Forastero Misterioso, de Mark Twain. En realidad, se convirtió sólo en el primero de la pequeña colección que iría regalándome hasta el día de su muerte, de eso hace ya más de una década.
Aquel tomo, sin embargo, siempre fue el más especial. Era algo parecido a una autobiografía novelada, un disfraz tras el que el padre de Tom Sawyer se presentaba como una suerte de ángel que se aparecía a un puñado de muchachos —una clara metáfora de sus lectores— a los que les desvelaba los secretos que mejor le convenían. El forastero, por supuesto, tenía mucho del propio Twain. Pero también algo que no era él. Había en su personaje un matiz siniestro, acaso maligno. Años más tarde descubriría que Twain creía haberse desplomado del cielo durante el paso del cometa Halley en 1835. Y no lo decía en broma. Nació en noviembre de aquel año. Presumía de ello siempre que tenía ocasión. Por supuesto, nadie se tomó en serio aquel chascarrillo hasta que, por un extraño azar cósmico, Mark Twain falleció justo con el retorno de su querido viajero celestial en 1910. Era evidente que se lo llevó el mismo cometa que lo había traído.
Entonces, ¿de verdad fue un enviado del cielo?
La duda se incrustó en mi mente infantil.
En las primeras páginas de El Forastero Misterioso él mismo definía a su protagonista —un extranjero llegado de ninguna parte, capaz de adelantarse al tiempo y que trataba a los humanos cual figurillas de un belén— como «un visitante sobrenatural llegado de otro lugar». Y justo esa línea había sido subrayada con lápiz rojo por el abuelo.
Fue la única marca que encontré en todo el libro.
¿Un visitante? ¿Y qué diablos quería decir eso? ¿Es que Twain se sentía un marciano? ¿Un ángel caído, tal vez?
Mi imaginación se disparó.
¿Y el abuelo? ¿También era acaso uno de ellos?
Se lo pregunté, claro está. Pero apenas me respondió con un puñado de evasivas que entonces no entendí.
—Cuídate de los forasteros misteriosos, David. Son terribles. Siempre acechan. Siempre.
Aquella lectura me dejó un regusto que duró años. Una acidez extraña, penetrante, que se multiplicó en cuanto supe que ese libro fue el último que Twain escribió antes de morir. Por su culpa, anduve haciéndome preguntas absurdas durante toda la adolescencia. Interrogantes que, cobarde, ya no me atreví a trasladar más veces al abuelo.
¿Se sentía así también él?
Como un extraño de otro mundo.
¿Sacaban Twain y él sus historias de esos «otros lugares» de los que creían venir?
¿Era ésa la fuente secreta de la que bebían?
No es de extrañar que tras leer la dichosa novela un par de veces más llegara a la conclusión de que los escritores son una especie de oteadores de lo invisible. Su trabajo, cuando es noble, consiste en actuar de intermediarios entre este mundo y los otros.
Las vidas de algunos autores confirmaron esas sospechas. Philip K. Dick, por ejemplo, no tuvo complejos en admitir que había hollado esos «otros mundos». Edgar Allan Poe tampoco. De pronto advertí que mis autores favoritos comulgaban con esa idea. Admitían sin complejos que la dimensión invisible de la que abrevaban, lejos de ser una mera invención, era tan infinita y real como las estrellas del universo.
Creo que por eso siempre me dio tanto respeto el acto de escribir... y llevaba tanto tiempo evitándolo.

Javier Sierra, El Fuego Invisible

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