El capricho
—cierto— duró poco. Fue tan efímero como mi anhelo de convertirme en astronauta
o superhéroe. Pero aquella húmeda tarde dublinesa de julio —la del billete a
Madrid, la maleta hecha a toda prisa y la apremiante orden de Susan para que
empezara a escribir de una vez por todas—, regresó de entre mis recuerdos.
Mi abuelo José
se pasó toda su vida emborronando páginas. Apenas salía de una habitación que
olía a paquetes de folios recién abiertos, como si el mundo «real» le diera
miedo y sólo se sintiera a salvo rodeado de sus creaciones, en el silencio de
su estudio.
Por supuesto,
nunca me dijo qué hacía con exactitud en aquel despacho. Seguramente pensó que
no lo entendería. O no supo cómo explicármelo. O tal vez creyó que era mejor
que el pequeño de la casa creciera ajeno a ese extraño torbellino de
sensaciones, a ese arrebato íntimo que uno experimenta al gestar un texto.
«Escribir es un oficio peligroso —murmuraba a veces en las sobremesas largas de
los fines de semana cuando alguno de nosotros le preguntaba por su trabajo—.
Imaginar personajes te expone a mentes ajenas —añadía quejumbroso—. Terminas
oyendo voces que susurran cosas. Acabas viendo lo que otros no ven y resulta
difícil no enloquecer. Y además están esas sombras... Las que buscan por todos
los medios hundirte en la nada y robarte el fuego invisible de la creatividad.»
«¿Qué
sombras?», le preguntaba.
Pero él me
acariciaba la cabeza, me revolvía el pelo con su manaza, y callaba.
Uno de esos
remotos días en los que aún creía que podría ser como él, el abuelo dejó
entrever algo sobre la naturaleza de su trabajo que me estremeció.
Ocurrió por
accidente. Me sorprendió donde no debía.
—Así que te
gusta espiarme —refunfuñó al descubrirme agazapado bajo el escritorio en el que
trabajaba. Por suerte nunca supo que llevaba desde el viernes anterior oyéndole
pasar a limpio el manuscrito de su novela El alma del mundo—. ¿Qué diablos
piensas que vas a encontrar ahí abajo?
El abuelo, que
tenía unos ojos enormes y unas cejas blancas e hirsutas que hablaban al
arquearse, me taladró con la mirada. Parecía enfadado.
—Yo, yo...
—balbucí entre toses—. Yo no...
—Sal de ahí.
Vamos.
—Yo... —repetí
paralizado, a punto de echarme a llorar—: ¡Yo sólo quería saber de dónde sacas
tus historias, abuelo!
Mi excusa, lo
recuerdo bien, lo dejó estupefacto. Me obligó a que le repitiera aquella frase
un par de veces y se frotó los ojos, no sé si sorprendido o consternado.
—¿Que de dónde
saco mis historias? —Al fin reaccionó.
Don José Roca
agitó entonces las manos sobre el teclado de su vieja máquina de escribir y,
pensativo, permitió que mi interrogante flotara en la nada durante unos
segundos. Después sus pupilas relampaguearon. Y luego, haciendo trizas el aire
de gravedad del que solía envolverse cuando escribía, soltó una carcajada.
—Eso por lo
que me preguntas es todo un misterio, señorito —tronó repentinamente
divertido—. ¡Es el secreto más preciado de un escritor! ¡Mi secreto!
Su enfado se
había disipado de golpe, como a veces hacían las tormentas de verano sobre los
acantilados de Moher. Para mi alivio se levantó de la silla, se alejó de donde
yo aún estaba acuclillado y se paseó por la estancia balanceando su enorme
cuerpo hacia la estantería más cercana.
—Dime, David,
¿cuántos años tienes ya?
—Nueve. Casi
diez —respondí.
Con un gesto
me obligó a salir de mi escondite.
—Bien, bien.
Ya eres casi un hombre. ¿Cómo no me he dado cuenta? Cuando cumplas los diez te
leerás este libro y empezarás a buscar por ti mismo de dónde vienen las
historias —añadió tendiéndome un volumen encuadernado en piel que acababa de
tomar entre las manos—. Así no olvidarás nunca el secreto de un buen relato.
—¿Esto es para
mí? ¿En serio, abuelo? —dije, emocionado con aquel regalo.
—Muy en serio,
jovencito. Aunque tienes que prometerme que lo leerás.
—Y si lo leo,
¿podré atrapar historias como haces tú?
El abuelo volvió a reír,
seguramente imaginándose a sí mismo atrapando cuentos como si fueran mariposas.
—Eso dependerá
del empeño que pongas —susurró—. Escribir es buscar. Un día lo entenderás. Si alguna
vez te conviertes en escritor, te pasarás la vida buscando. De hecho, nunca
dejarás de hacerlo. Jamás.
—¿Buscando
qué, abuelo?
—¡Todo!
El volumen que
me confió aquella tarde fue una vieja edición de El Forastero Misterioso,
de Mark
Twain. En realidad, se convirtió sólo en el primero de la pequeña
colección que iría regalándome hasta el día de su muerte, de eso hace ya más de
una década.
Aquel tomo,
sin embargo, siempre fue el más especial. Era algo parecido a una autobiografía
novelada, un disfraz tras el que el padre de Tom Sawyer se presentaba como una
suerte de ángel que se aparecía a un puñado de muchachos —una clara metáfora de
sus lectores— a los que les desvelaba los secretos que mejor le convenían. El
forastero, por supuesto, tenía mucho del propio Twain. Pero también algo
que no era él. Había en su personaje un matiz siniestro, acaso maligno. Años
más tarde descubriría que Twain creía haberse desplomado del
cielo durante el paso del cometa Halley en 1835. Y no lo decía en broma. Nació
en noviembre de aquel año. Presumía de ello siempre que tenía ocasión. Por
supuesto, nadie se tomó en serio aquel chascarrillo hasta que, por un extraño
azar cósmico, Mark Twain falleció justo con el retorno de su querido viajero
celestial en 1910. Era evidente que se lo llevó el mismo cometa que lo había
traído.
Entonces, ¿de
verdad fue un enviado del cielo?
La duda se
incrustó en mi mente infantil.
En las
primeras páginas de El Forastero Misterioso él mismo definía a su protagonista —un
extranjero llegado de ninguna parte, capaz de adelantarse al tiempo y que
trataba a los humanos cual figurillas de un belén— como «un visitante
sobrenatural llegado de otro lugar». Y justo esa línea había sido subrayada con
lápiz rojo por el abuelo.
Fue la única
marca que encontré en todo el libro.
¿Un visitante?
¿Y qué diablos quería decir eso? ¿Es que Twain se sentía un marciano? ¿Un ángel
caído, tal vez?
Mi imaginación
se disparó.
¿Y el abuelo?
¿También era acaso uno de ellos?
Se lo
pregunté, claro está. Pero apenas me respondió con un puñado de evasivas que
entonces no entendí.
—Cuídate de
los forasteros misteriosos, David. Son terribles. Siempre acechan. Siempre.
Aquella lectura me dejó un
regusto que duró años. Una acidez extraña, penetrante, que se multiplicó en
cuanto supe que ese libro fue el último que Twain escribió antes de
morir. Por su culpa, anduve haciéndome preguntas absurdas durante toda la
adolescencia. Interrogantes que, cobarde, ya no me atreví a trasladar más veces
al abuelo.
¿Se sentía así
también él?
Como un extraño
de otro mundo.
¿Sacaban Twain
y él sus historias de esos «otros lugares» de los que creían venir?
¿Era ésa la
fuente secreta de la que bebían?
No es de
extrañar que tras leer la dichosa novela un par de veces más llegara a la
conclusión de que los escritores son una especie de oteadores de lo invisible.
Su trabajo, cuando es noble, consiste en actuar de intermediarios entre este
mundo y los otros.
Las vidas de
algunos autores confirmaron esas sospechas. Philip K. Dick, por
ejemplo, no tuvo complejos en admitir que había hollado esos «otros mundos». Edgar
Allan Poe tampoco. De pronto advertí que mis autores favoritos
comulgaban con esa idea. Admitían sin complejos que la dimensión invisible de
la que abrevaban, lejos de ser una mera invención, era tan infinita y real como
las estrellas del universo.
Creo que por
eso siempre me dio tanto respeto el acto de escribir... y llevaba tanto tiempo
evitándolo.
Javier Sierra, El Fuego Invisible
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