Le recuerdo como si hubiese sido ayer mismo. Entró en la posada
con paso cansino, seguido por una carretilla de mano en la que iba su cofre de marinero.
Era un hombre alto, fuerte, macizo, tostado; su embreada coleta caía sobre las hombreras
de su sucia casaca azul; las manos eran rugosas y estaban llenas de cicatrices;
las uñas, negras y quebradas, y el sablazo que le cruzaba una mejilla de parte
a parte era de un blanco lívido y sucio. Recuerdo cómo echó una mirada a su alrededor,
silbando mientras lo hacía, y luego entonó la vieja canción marinera que tan a
menudo cantaría después:
Quince hombres tras el cofre del muerto,
¡oh, oh, oh y una botella de ron!
Cantaba con voz aguda y vacilante que parecía haber sido afinada y
quebrada en las barras del cabrestante. Luego llamó a la puerta con un trozo de
bastón que llevaba en la mano y que parecía un espeque y, al aparecer mi padre,
pidió ásperamente un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, se lo bebió
lentamente, como un buen catador, saboreándolo bien, sin dejar de examinar los acantilados
de la caleta y la muestra de nuestro establecimiento. (…)
Y en verdad que a pesar de la pobreza de sus vestimentas, y a su
tosco modo de hablar, no se parecía en nada a un simple marinero, sino más bien
tenía aspecto de ser oficial o patrón acostumbrado a ser obedecido o a soltar
algún que otro golpe en caso contrario. El hombre que empujaba la carretilla
nos dijo que la diligencia le había dejado ante la posada del Royal George el día
antes por la mañana; que había preguntado qué posadas había por aquella parte
de la costa y, habiendo recibido buenas referencias de la nuestra, la cual,
supongo yo, le había sido descrita como solitaria, la había elegido entre todas
para fijar en ella su residencia. Y eso fue todo lo que pudimos averiguar de
nuestro huésped.
Era hombre de pocas palabras. Se pasaba el día entero merodeando
por la caleta o subiendo a los acantilados con un catalejo de latón; por la noche
se sentaba cerca del fuego en la sala de estar, y bebía una fuerte mezcla de
ron y agua. Casi nunca contestaba cuando le hablaban, limitándose a alzar la
vista bruscamente y a resoplar por la nariz haciendo un ruido que recordaba al
de una sirena; y nosotros, así como las demás personas que frecuentaban nuestra
casa, no tardamos en aprender que lo mejor era dejarle en paz. Cada día, al
regresar de su paseo, preguntaba si por el camino había pasado algún marinero.
Al principio creímos que lo que le impulsaba a preguntarlo era el deseo de
gozar de la compañía de gentes de su propia condición; pero a la larga nos
dimos cuenta de que lo que quería era evitar a tales personas. Cuando algún
marinero se hospedaba en el Almirante Benbow (cosa que de vez en cuando hacían
algunos que iban de paso para Bristol, siguiendo el camino de la costa), él le
espiaba desde detrás de las cortinas de la puerta antes de entrar en la
estancia; e, invariablemente, permanecía mudo como un muerto cuando alguno de
tales marineros se hallaba presente. Para mí, al menos, en su conducta no había
ningún secreto, pues, en cierto modo, yo compartía su inquietud.
Un día me había llamado aparte para prometerme una moneda de plata
el primer día de cada mes si mantenía los ojos bien abiertos, por si se presentaba
algún marinero con una pata de palo, en cuyo caso debía avisarle a él sin
perder un segundo. A menudo, al llegar el primer día del mes y acudir yo en
busca de mi sueldo, por toda respuesta recibía uno de sus resoplidos, acompañado
por una mirada despreciativa; mas, antes de que hubiese transcurrido una
semana, a buen seguro se lo pensaba mejor y me traía mi moneda de cuatro
peniques, repitiéndome sus órdenes de vigilar si venía «el marinero de la pata de
palo».
No hace falta que os diga de qué modo ese personaje me perseguía
en mis sueños. En las noches de tormenta, cuando el viento sacudía la casa por
sus cuatro lados, y el mar rugía en la caleta, estrellándose contra los
acantilados, le veía de mil formas distintas y con un millar de expresiones
diabólicas. Ora la pierna estaba cortada a la altura de la rodilla; ora por la
cadera; a veces era una criatura monstruosa que nunca había tenido más de una
pierna, y esta en la mitad del cuerpo. Verle saltar y correr, persiguiéndome a campo
traviesa, saltando setos y zanjas, era la peor de las pesadillas. Y, bien
mirado, con todas estas fantasías abominables, me ganaba mi moneda mensual de
cuatro peniques.
Pero, si bien me causaba gran pavor la idea del navegante de la
pata de palo, lo cierto es que, en lo que al propio capitán se refería, a mí me
infundía mucho menos miedo que al resto de las personas que le conocían. Había
noches en que tomaba mucho más ron con agua del que su cabeza era capaz de
soportar; y entonces, algunas veces, se sentaba en un rincón y entonaba sus
viejas canciones marineras, picarescas y salvajes, sin hacer caso de nadie;
pero otras veces pedía una ronda para todos y obligaba a los temblorosos presentes
a escuchar sus historias o a corear sus canciones. A menudo he oído
estremecerse toda la casa con el «¡oh, oh, oh, y una botella de ron!» al unir
todos los parroquianos sus voces para salvar el pellejo, temerosos por su vida
y para no hacerse notar, tratando cada uno de cantar más fuerte que el vecino.
Pues hay que decir que, cuando le daba uno de esos arrebatos, el capitán era
uno de los peores déspotas que jamás se han visto; descargaba fuertes golpes
sobre la mesa, con la palma de la mano, para imponer silencio; montaba en
cólera cuando le hacían alguna pregunta, o a veces porque no le hacían ninguna,
lo cual, a su entender, era señal de que los demás no prestaban atención a lo
que les decía. Ni tampoco permitía que nadie abandonase la posada hasta que él,
a fuerza de beber, se sentía soñoliento y se dirigía tambaleándose a la cama.
Sus historias eran lo que más aterraba a la gente. Historias de
las más horribles eran las suyas; acerca de ahorcamientos; del castigo consistente
en hacer que el condenado camine sobre un tablón atravesado sobre la borda,
hasta caer al mar; de tempestades en alta mar y en el estrecho de la Tortuga;
de hechos descabellados y lugares salvajes en las costas de Venezuela y Colombia.
A juzgar por lo que decía, debía de haberse pasado la vida entre los hombres
más malvados a quienes haya permitido Dios surcar los mares; y el lenguaje que
empleaba para contar sus historias escandalizaba a nuestras sencillas gentes campesinas
casi tanto como los crímenes que narraba. Mi padre iba siempre diciendo que aquello
acabaría por causar la ruina de la posada, pues la gente no tardaría en dejar
de acudir a ella para verse tiranizados y vejados y luego, estremeciéndose de
terror, regresar a dormir a sus casas; pero yo creo que, en realidad, su
presencia nos favorecía. En el momento la gente se asustaba, pero después, ya
en sus casas, se alegraban de haber estado presentes, ya que todo aquello era una
excelente fuente de emociones en sus plácidas vidas de campesinos, y había
incluso un grupo de jóvenes que decían admirarle, llamándole «verdadero lobo de
mar», y cosas parecidas, y diciendo que eran los hombres como él los que habían
hecho que Inglaterra fuese temida en los mares.
Robert Louis
Stevenson, La Isla del Tesoro
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