Como los
niños, deseamos sumergirnos en la magia de la narración, perdernos en el
universo que nos propone el autor, sufrir y gozar con los personajes, que en algunos
casos llegan a ser más importante que los miembros de nuestra propia familia.
No podemos vivir sin libros: los compramos, los pedimos prestados y no los
devolvemos, los robamos si es necesario, los coleccionamos.
Permítanme
contarles cómo y por qué escribo.
El vicio de
contar se manifestó muy temprano en mi vida. Tan pronto aprendí a hablar empecé
a torturar a mis dos hermanos con cuentos tenebrosos que llenaban sus días de
terror y sus sueños de pesadillas. Recuerdo una escena en la habitación que los
tres compartíamos: la lámpara está apagada y la única luz viene del pasillo,
por la puerta entreabierta; mis hermanos están sentados en la cama, pálidos,
con los ojos desorbitados, temblando, mientras les cuento una historia de
fantasmas. La casa de mi abuelo, donde vivíamos, era grande y sombría, perfecta
para convocar espectros. Más tarde en mi vida, mis hijos tuvieron que soportar
el mismo martirio de los relatos espeluznantes. En mi etapa adulta, sin embargo,
los cuentos me han servido para seducir hombres: no hay nada tan sensual como
una historia contada con pasión entre dos sábanas recién planchadas.
Isabel Allende, El Oficio de
Contar
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