—¿Me juráis,
pues, que habéis escondido un secreto en este muro?
Marco
d'Oggiono se rascaba la barbilla, perplejo, mientras echaba un nuevo vistazo al
mural que pintaba el maestro. Leonardo da Vinci se divertía con aquellos juegos.
Cuando estaba de buen humor, y ese día lo estaba, era difícil encontrar en él al
afamado pintor, inventor, constructor de instrumentos musicales e ingeniero, favorito
del Moro y aplaudido en media Italia. Aquella fría mañana, el maestro tenía mirada
de niño travieso. Aun a sabiendas de que contrariaba a los frailes, había aprovechado
la calma tensa que vivía Milán tras la muerte de la princesa parainspeccionar
su trabajo en el refectorio de los padres dominicos.
Estaba allá
arriba, satisfecho entre apóstoles, encaramado en un andamio de seis metros de
altura y saltando de tabla en tabla como un chaval.
—¡Desde luego
que hay un secreto! —gritó. Su risa contagiosa retumbó en las bóvedas vacías de
Santa Maria delle Grazie—. No tenéis más que mirar con atención mi obra y tener
en cuenta los números. ¡Contad! ¡Contad! —rió.
—Pero maestro…
—Está bien.
—Leonardo sacudió la cabeza, condescendiente, arrastrando la última sílaba a
modo de protesta—. Veo que enseñarte será difícil. ¿Por qué no tomas la Biblia
que hay ahí abajo, junto a la caja de pinceles, y lees el capítulo trece de Juan,
a partir del versículo veintiuno? Tal vez así encuentres la iluminación.
Marco, uno de
los jóvenes y apuestos discípulos del toscano, corrió en busca del libro
sagrado. Lo tomó del atril que estaba arrinconado junto a la puerta y lo
sopesó. Debía de pesar varias libras. Marco, con esfuerzo, hojeó aquel ejemplar
impreso en Venecia, de pastas de cuero negrísimo y repujado en cobre, hasta que
el Evangelio de Juan se abrió frente a él. Era una edición hermosa, con
grabados florales en el encabezamiento, cuajado de letras góticas grandes y
negras.
—«Dicho esto
—comenzó a recitar—, se turbó Jesús en su espíritu y lo demostró diciendo:
"En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me traicionará". Se
miraban los discípulos unos a otros, sin saber de quién hablaba. Uno de ellos,
el amado de Jesús, estaba recostado en Su seno. Simón Pedro le hizo señal
diciéndole: "Pregúntale de quién habla".»
—¡Ya! ¡Ya está
bien! —tronó Leonardo desde el andamio—. Mira ahora hacia aquí y dime: ¿aún no
entiendes mi secreto?
El discípulo
negó con la cabeza. Marco ya sabía que el maestro tenía listo algún truco:
—Meser
Leonardo —un tono de franca decepción presidió su reproche—, ya sé que estáis
trabajando en este pasaje evangélico. No me reveláis nada nuevo mandándome leer
la Biblia. Lo que yo quiero es saber la verdad.
—¿La verdad?
¿Qué verdad, Marco?
—En la ciudad
se rumorea que tardáis tanto en terminar esta obra porque queréis ocultar algo
importante en ella. Habéis rechazado la técnica del fresco por otra nueva y más
lenta. ¿Por qué? Yo os lo diré: porque así podéis pensar mejor lo que queréis transmitir.
Leonardo no
pestañeó.
—¡Conocen
vuestro gusto por los misterios, maestro, y yo también quiero conocerlos
todos…! Tres años a vuestro lado, preparando mezclas y auxiliando vuestras
manos con los bocetos y los cartones creo que deberían darme alguna ventaja
sobre los de ahí fuera, ¿no?
—Ya, ya. Pero
¿quién dice todas esas cosas, si puede saberse?
—¿Quién,
maestro? ¡Todos! ¡Hasta los monjes de esta santa casa paran a menudo a vuestros
discípulos y les preguntan!
—¿Y qué
comentan, Marco? —volvió a bramar desde lo alto, cada vez más divertido.
—Que si
vuestros Doce no son verdaderos retratos de los apóstoles, como los pintaría
fray Filippo Lippi o Crivelli, que si reflejan las doce constelaciones del zodiaco,
que si habéis escondido en los gestos de sus manos las notas de una de vuestras
partituras para el Moro… Dicen de todo, maestro.
—¿Y tú?
—¿Yo?
—Sí, sí, tú.
—Otra sonrisa picara volvió a iluminar el rostro de Leonardo—. Teniéndome tan
cerca, trabajando todos los días en una sala tan magnífica, ¿a qué conclusión
has llegado?
Marco alzó la
vista hacia la pared en la que el toscano daba algunos retoques con un pincel
de cerdas finísimas. El muro norte acogía la representación de la Última Cena
más extraordinaria que Marco hubiera visto jamás. Allí estaba Jesús, presente en
carne y hueso, en el centro exacto de la composición. Tenía la mirada lánguida
y los brazos extendidos, como si estudiara de reojo las reacciones de sus
discípulos a la revelación que acababa de hacerles. A su lado estaba Juan, el
amado, que escuchaba a Pedro susurrarle. Si se afinaban los sentidos, casi
podía vérseles mover los labios. ¡Eran tan reales!
Pero Juan ya
no estaba recostado sobre el maestro como decía el Evangelio. Incluso daba la
impresión de no haberlo estado jamás. Al otro lado de Cristo, Felipe, el
gigante, se mantenía en pie hundiendo sus manos en el pecho. Parecía interrogar
al Mesías: «¿Acaso soy yo el traidor, Señor?». O Santiago el Mayor, que sacaba
pecho cual guardaespaldas, jurándole lealtad eterna. «Nadie te hará daño
mientras yo esté cerca», fanfarroneaba.
—¿Y bien,
Marco? Aún no te has pronunciado.
—No sé,
maestro… —titubeó—. Esta obra vuestra tiene algo que me desconcierta. Es tan,
tan…
—¿Tan…?
—Tan próxima,
tan humana, que me deja sin palabras.
—¡Bien!
—aplaudió Leonardo, secándose las manos en el mandil—. ¿Lo ves? Sin
pretenderlo, ya estás más cerca de mi secreto.
—No os entiendo,
maestro.
—Y tal vez no
lo logres nunca —sonrió—. Pero escucha lo que voy a decirte: todo en la
naturaleza guarda algún misterio. Las aves nos ocultan las claves de su vuelo,
el agua encierra a buen recaudo el porqué de su extraordinaria fuerza… Y si lográsemos
que la pintura fuera un reflejo de esa naturaleza, ¿no sería justo incorporar
en ella esa misma y enorme capacidad para custodiar información? Cada vez que
admires una pintura recuerda que te adentras en la más sublime de las artes. No
te quedes nunca en su superficie: penetra en la escena, muévete entre sus elementos,
descubre los ángulos inéditos, husmea en la trastienda… y así alcanzarás su
verdadero significado. Pero, te lo advierto: se necesita valor para ello. No
pocas veces lo que encontramos en un mural como éste dista mucho de lo que
esperábamos hallar. Dicho queda.
Javier Sierra, La Cena Secreta
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