—¿Sí? —Agatha lo animó con una sonrisa.
—Bueno, verá, he leído El Misterioso Caso de Styles y El Asesinato
de Roger Ackroyd —confesó al fin Lloyd—, y me han encantado. Pero me
inquieta acompañar en una excursión a la dama capaz de idear asesinatos
semejantes. ¿De dónde saca usted esas ideas?
Agatha rompió a reír y tardó bastante en recomponerse para
responder.
—Si piensa que soy capaz de matar a alguien, está equivocado
—aclaró—. Es un género literario, nada más.
—Pero ¿en qué se inspira?
—Bueno, la verdad es que todo se debió a un reto que me planteó mi
hermana Margaret —explicó—. Ella escribía muy bien y me desafió a escribir una novela
policiaca porque sabía que me gustaba el género.
—¿En serio?
—Sí. Cuando era niña, Madge, como yo la llamo familiarmente, me
habló por vez primera de las historias de Sherlock Holmes. Gracias a ella leí La Aventura
del Carbunclo Azul, que siempre ha sido mi preferida junto a Las Cinco
Semillas de Naranja y La Liga de los Hombres Pelirrojos.
—Agatha se abstrajo durante unos segundos evocando aquellos días lejanos en los
que devoraba los relatos escritos por Arthur Conan Doyle—. El caso es que
durante la guerra trabajé en el hospital de Torquay y me destinaron al dispensario.
Allí, entre tantos venenos, se me ocurrió la primera novela.
—¿Y Poirot?, ¿cómo se le ocurrió un tipo semejante? Le confieso que
en ocasiones me resulta odioso —se sinceró Lloyd.
Agatha sonrió.
—No crea que es el tipo de hombre con quien me gustaría compartir
la vida —confesó—. Pero como yo estaba tan influenciada por Sherlock,
a quien considero sinceramente el más grande de todos los detectives de novela,
me entregué a la tarea de inventar uno de mi propia cosecha. Tenía que ser muy
diferente a Holmes, para que nadie pensara que copiaba a sir Arthur
Conan Doyle. Pero cedí a la tentación de permitir que tuviera un amigo
que sirviera de narrador de las historias.
—El capitán Hastings —dijo Lloyd, animado.
Agatha asintió.
—Aunque no tengo claro qué hacer con él —admitió—. No creo que en
el futuro aparezca siempre junto a Poirot, al contrario que Watson con Sherlock.
—¿Y por qué un belga? (…)
—Me inspiré en los refugiados belgas que habían huido de su país
por la guerra y se instalaron en Torquay. Casi siempre una se inspira en personas
que conoce. Había un grupo abundante de belgas asentados en la parroquia de Tor
y la gente se volcó con ellos proporcionándoles muebles y enseres para que se
sintieran cómodos.
—Lo mismo aparezco yo un día en uno de sus libros —aventuró el
médico. Parecía encantado con la idea.
—Nunca se sabe —deslizó Agatha, socarrona.
—Espero no servir para dar vida a un asesino.
—Nunca se sabe —repitió la escritora, irónica.
El doctor alzó una ceja y adoptó una expresión verdaderamente
divertida. Llevaba los cabellos pelirrojos despeinados y la brisa y el sol habían
enrojecido, más que bronceado, su piel blanca moteada de pecas.
—¿De manera que los personajes no son exactamente fruto de su
imaginación, sino que se basa en personas que se cruzan en su camino?
—Bueno, no siempre es así —precisó Agatha—. Pero, para que se haga
una idea, me pasé bastante tiempo imaginando cómo sería el asesino de El
misterioso caso de Styles. Me parecía que debía ser un tipo aterrador, tal vez con
barba negra, un detalle que, no sé por qué motivo, me parecía entonces
terriblemente siniestro. Y se dio la casualidad de que no hacía mucho tiempo que
se había instalado cerca de Ashfield un matrimonio formado por un hombre que lucía
una abundante barba negra y su rica esposa, mayor que él.
—¡Los señores Inglethorp! —Se maravilló el doctor, recordando el
apellido de dos de los personajes principales de la ópera prima de Agatha.
—No del todo, no se crea —matizó Agatha—. Cualquiera que conociera
a mi vecino se daría cuenta de que era incapaz de matar a una mosca. De modo
que decidí que no se puede uno basar en personas que conozcas, sino más bien en
modelos que te encuentras casualmente en el tren o en un autobús, como así
ocurrió con mi asesino.
—¿Bromea?
—En absoluto. Realmente, sucedió que un día, en el tranvía,
observé a un hombre de barba negra sentado junto a una dama de edad avanzada y supe
que acababa de encontrar al asesino que buscaba. En cambio ella no me
satisfacía. Pero un poco más lejos ocupaba otro asiento una mujer voluminosa
que hablaba en voz alta sobre los bulbos de primavera y decidí incorporarla a
mi futuro elenco de personajes. A la charlatana le adjudiqué un papel
secundario; tal vez, pensé entonces, podría ser una acompañante o una pariente
lejana. Y así, poco a poco, fueron naciendo todos, porque necesitaba a unos cuantos
para que hubiera muchos sospechosos. (…)
—¿Y cómo se le ocurrió la genial idea de que el narrador de la
historia fuera en realidad el asesino? Fue un final increíble.
—Me temo que la idea no fue mía —reveló—. Realmente nació a partir
de un comentario que, con muy mala uva, un día escuché a mi cuñado James. A su
juicio, resulta monótono que en las novelas de detectives haya muchos
sospechosos, y que lo que a él le resultaría realmente sorprendente sería que
el narrador, que el mismísimo Watson de aquella historia, fuera el verdadero criminal.
—Increíble —opinó el doctor, fascinado.
—El problema residía en que yo veía incapaz de cometer un
asesinato al pobre capitán Hastings. Si me atrevía con una historia así, el
narrador debía ser otra persona.
—Menudo pájaro el doctor Sheppard —juzgó el doctor.
—¿Y qué le parece el personaje de su hermana? —sondeó Agatha.
—¿La cotilla? Un personaje odioso, la típica solterona que hay en
todos los pueblos, que todo lo sabe y todo lo oye. —Miró intrigado a la
escritora—. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque estoy dándole vueltas a una idea para el futuro. ¿Cree que
tendría gancho una viejecita metomentodo capaz de desenmascarar a criminales?
Mariano F.
Urresti, Agatha Escribía con Sangre
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