—Busco
alojamiento —respondí—. Intento resolver el problema de conseguir habitaciones
confortables a un precio razonable.
—Qué curioso
—observó mi acompañante—. Es usted la segunda persona que me habla hoy en estos
términos.
—¿Y quién ha
sido la primera? —pregunté.
—Un colega que
trabaja en el laboratorio químico del hospital. Se lamentaba esta mañana de no
encontrar a nadie con quien compartir unas bonitas habitaciones que había encontrado,
y que eran demasiado caras para su bolsillo.
—¡Por Júpiter!
—grité—. ¡Si está buscando de verdad a alguien con quien compartir las
habitaciones y los gastos, yo soy su hombre! Prefiero tener un compañero a
vivir solo.
El joven
Stamford me miró de un modo raro por encima de su vaso de vino.
—Usted no
conoce todavía a Sherlock Holmes —dijo—. Tal vez no le guste tenerlo
constantemente de compañero.
—¿Por qué?
¿Qué tiene de malo?
—¡Oh, yo no he
dicho que tenga nada malo! Alimenta ideas un poco raras, le entusiasman
determinadas ramas de la ciencia. Pero, que yo sepa, es un tipo decente.
—Estudia
Medicina, supongo.
—No. No tengo
la menor idea de lo que pretende hacer. Creo que domina la anatomía, y es un
químico de primera, pero, que yo sepa, nunca ha seguido cursos sistemáticos de
Medicina. Sus estudios son poco metódicos y muy excéntricos, pero ha acumulado
gran cantidad de conocimientos insólitos que asombrarían a sus profesores.
—¿No le ha
preguntado usted nunca a qué piensa dedicarse?
—No, no es
hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque puede mostrarse
comunicativo cuando le da por ahí.
—Me gustaría
conocerlo —dije—. Si he de compartir alojamiento, prefiero a un hombre
estudioso y de costumbres tranquilas. No estoy lo bastante fuerte todavía para
soportar mucho ruido y barullo. Tuve bastante de ambas cosas en Afganistán para
lo que me resta de vida. ¿Cómo podría conocer a ese amigo suyo?
—Seguro que
está en el laboratorio —respondió mi compañero—. A veces pasa semanas sin
asomar por allí, y otras veces trabaja allí desde la mañana hasta la noche. Si
usted quiere, podemos ir en coche después del almuerzo.
—Claro que sí
—contesté.
Y la
conversación tomó otros derroteros.
Mientras nos
dirigíamos al hospital tras abandonar el Holborn, Stamford me informó de otras
peculiaridades del caballero con quien me proponía yo compartir alojamiento.
—No me eche a
mí la culpa si no se llevan bien —me dijo—. Sólo sé de él lo que he averiguado
en nuestros ocasionales encuentros en el laboratorio. Ha sido usted quien ha
propuesto este arreglo, de modo que no me haga responsable.
—Si no nos
llevamos bien, será fácil separarnos —respondí—. Pero me parece, Stamford
—añadí, mirándole Ajamente—, que debe de tener usted alguna razón concreta para
lavarse las manos en este asunto. ¿Tan insoportable es ese individuo? Hable sin
rodeos.
—No es fácil
explicar lo inexplicable —respondió, riendo—. Holmes es un poco demasiado
científico para mi gusto… Raya en la falta de humanidad. Puedo imaginarlo
ofreciéndole a un amigo una pizca del más reciente alcaloide vegetal, no por
malevolencia, entiéndame, sino simplemente porque su espíritu curioso quiere
formarse una idea clara de sus efectos. Para hacerle justicia, creo que
ingeriría él mismo la droga con idéntica tranquilidad. Parece sentir pasión por
los conocimientos concretos y exactos.
—Lo cual está
muy bien.
—Sí, pero
puede alcanzar extremos excesivos. Si llega hasta el punto de golpear con un
palo los cadáveres de la sala de disección, toma una forma ciertamente
chocante.
—¡Golpear los
cadáveres!
—Sí, para
verificar qué magulladuras se pueden producir en un cuerpo después de la
muerte. Se lo vi hacer con mis propios ojos.
—¿Y dice usted
que no estudia Medicina?
—No. Sabe Dios
cuál será el objetivo de sus estudios. Pero ya hemos llegado, y usted podrá
formarse su propia opinión.
Mientras él
hablaba, doblamos por un estrecho callejón y traspusimos una puertecilla
lateral, que daba a un ala del gran hospital. El terreno me era familiar, y no
necesité guía para subir la lúgubre escalera de piedra y recorrer el largo
pasillo de paredes encaladas y puertas color pardusco. Casi al final se abría
un bajo pasadizo abovedado que llevaba al laboratorio de química. Era una sala
de techo muy alto, con hileras de frascos por todas partes. Sobre varias mesas,
bajas y anchas, se agolpaban retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas
Bunsen de vacilantes llamas azules. En la habitación sólo había un estudiante,
que se inclinaba sobre una mesa apartada, absorto en su trabajo. Al oír el
sonido de nuestros pasos, dio media vuelta y se levantó de un salto con una
exclamación de alegría.
—¡Lo he
encontrado! ¡Lo he encontrado! —le gritó a mi compañero, corriendo hacia
nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. He encontrado un reactivo que se
precipita con la hemoglobina y sólo con la hemoglobina.
Si hubiese
descubierto una mina de oro, su rostro no hubiera reflejado mayor satisfacción.
—El doctor
Watson, el señor Sherlock Holmes —nos presentó Stamford.
—¿Cómo está
usted? —me dijo Holmes cordialmente, estrechándome la mano con una fuerza que
yo habría estado lejos de atribuirle—. Veo que ha estado en Afganistán.
—¿Cómo diablos
lo sabe? —pregunté atónito.
—Carece de
importancia —dijo, sonriendo para sí mismo—. Ahora se trata de la hemoglobina.
Sin duda usted percibe la importancia de mi descubrimiento, ¿verdad? (…)
—Hemos venido
para tratar un asunto —dijo Stamford, sentándose en un alto taburete de tres
patas y empujando otro con el pie hacia mí—. Mi amigo anda buscando alojamiento
y, como usted se lamentó de no encontrar a nadie con quien compartir un
alquiler, pensé que lo mejor sería ponerlos en contacto.
A Sherlock
Holmes pareció encantarle la idea de compartir su alojamiento conmigo.
—Tengo echado
el ojo a unas habitaciones de Baker Street que nos vendrían que ni pintadas.
Espero que no le moleste el olor del tabaco fuerte.
—Yo mismo fumo
siempre tabaco de la Marina —respondí.
—Vamos bien.
Suelo llevar conmigo sustancias químicas y a veces hago experimentos. ¿Le
molestará esto?
—En absoluto.
—Veamos qué
otros defectos tengo. A veces me deprimo y no abro la boca durante días. Cuando
esto ocurra, no debe pensar que estoy enfadado. Déjeme solo y pronto se me
pasará. Y ahora, ¿qué tiene que confesarme usted a mí? Es conveniente que dos
individuos conozcan lo peor del otro antes de ponerse a vivir juntos.
Este
interrogatorio de segundo grado me arrancó una sonrisa.
—Tengo un
cachorro —dije—, y me molesta el barullo porque tengo los nervios deshechos, y
me levanto a las horas más intempestivas, y soy extremadamente perezoso. Tengo
un surtido de vicios distintos cuando me encuentro bien de salud, pero en el
presente estos son los principales.
—¿Incluye
usted el violín en la categoría de barullo? —me preguntó con ansiedad.
—Depende de
quién lo toque —respondí—. Cuando el violín se toca bien, es un placer de
dioses…, cuando se toca mal…
—De acuerdo,
pues —exclamó, con una alegre sonrisa—. Creo que podemos considerar zanjado el
asunto. Si las habitaciones le gustan, claro.
—¿Cuándo las
veremos?
—Venga a
recogerme mañana a las doce del mediodía. Iremos juntos y cerraremos el trato
—me respondió.
—De acuerdo, a
las doce en punto —le dije, estrechándole la mano.
Le dejamos
trabajando con sus productos químicos, y regresamos caminando a mi hotel.
—Por cierto
—pregunté de repente, parándome y dirigiéndome a Stamford—, ¿cómo demonios supo
que vengo de Afganistán?
Mi compañero
sonrió con una enigmática sonrisa.
—Esta es
precisamente su pequeña peculiaridad —dijo—. Mucha gente se ha preguntado cómo
descubre ese tipo de cosas.
—Vaya, ¿se
trata de un misterio? —exclamé, frotándome las manos—. Es muy excitante. Le
estoy reconocido por habernos puesto en contacto. «El más apropiado tema de
estudio para la humanidad es el hombre», usted ya sabe.
—Entonces
estudie a Holmes —dijo Stamford, al despedirse de mí—.
Me parece que
le va a resultar un problema peliagudo. Apuesto a que él averiguará más cosas
de usted que usted de él. Adiós.
—Adiós —le
respondí.
Y seguí
caminando hacia mi hotel, muy intrigado por el individuo al que acababa de
conocer.
Arthur
Conan Doyle, Estudio en escarlata
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