Ven, te invito a visitar una exposición. Veremos los cuadros pintados por una mujer excepcional, se llamaba María Blanchard y su obra está a la altura de otros grandes y conocidos pintores como Pablo Picasso o Diego Rivera. Convivió con ellos a comienzos del siglo XX, pintó con ellos, expuso en las mismas galerías que ellos y no les debe nada a ninguno. Ella creó su propio estilo, sin imitar ni ser deudora de nadie.
¿Empezamos? ¡Vamos allá! El primer cuadro, lleno de color, que vemos en esta exposición se titula Gitana, es el retrato de una mujer sonriente. Lo firma como María Gutiérrez Cueto, su nombre auténtico. Con él, en 1906, participó por primera vez en la Exposición Nacional de Bellas Artes. Tenía entonces veinticinco años, empezaba a pintar y la pintura sería su gran válvula de escape, la manera de huir de sí misma, de los espejos y de las fotografías.
María tenía
joroba y mucha miopía. Ella, tan amante de la belleza, sufría con su deformidad
hasta un grado impresionante. Desde pequeña se acostumbró a las miradas ajenas.
Los niños la señalaban y la llamaban bruja. En aquella época, la sociedad no se
mostraba nada caritativa con los que padecían una discapacidad física; más
bien, la conducta popular predominante era cruel hacia ellos. En el tiempo de
María, tener una deformidad era como llevar una diana para ser el blanco de burlas
y crueldades.
Nació en
Santander, en el seno de una familia acomodada, culta y refinada que creía en
la educación igualitaria. Su padre la animó a formarse como pintora y acudió en
Madrid a los talleres de los mejores pintores del momento, donde comenzó su
andadura. Pero María quería más, quería ir al lugar donde el mundo del arte
estaba cambiando la historia, y ese lugar era París.
Consiguió una
beca y pudo ver realizado su sueño en 1909. París era entonces una ciudad donde
la gente se relacionaba con una filosofía muy particular: vivir y dejar vivir.
Enseguida quedó deslumbrada por la libertad parisina. Eran los tiempos de
Monet, Degas, Cézanne o Manet en pintura, de Rodin en escultura o de Fauré y Debussy
en música. La capital francesa atraía a artistas de todos los países que
buscaban una nueva libertad de expresión. María Blanchard se integró en poco
tiempo en la corriente de pintores que pululaba por los ambientes de la ciudad:
nadie reparaba en su aspecto físico. Con la pequeña beca que recibía compraba
las pinturas, pagaba el taller donde se formaba, vivía en un cuartito y comía
poco.
De esta época es el siguiente cuadro, se titula La bretona. Se inspiró en alguna de las mujeres que vio durante su viaje por Bretaña. María siempre pintaba en el interior de su taller, nunca al aire libre, ni usaba modelos. Tenía una gran memoria visual: retrataba gente que vio un momento, alguien con quien se cruzó. Buscaba en sus recuerdos y extraía con su sensibilidad tan fina la expresión de sus personajes.
Veamos el
tercero, se titula Ninfas encadenando a Sileno, también lo presentó en la
Exposición Nacional de Bellas Artes de 1910 y obtuvo una nueva medalla. Fíjate,
los contornos se desdibujan, el color prevalece sobre la forma, y el tema
mitológico la acerca a la pintura clásica.
En los
siguientes lienzos comprobaremos su mayor cambio, su etapa cubista. Comenzó a
orientar su trabajo hacia el color y la expresión, dejando atrás las
restricciones de la pintura académica con la que había iniciado su carrera.
María asimiló la obra de otros grandes artistas, pero supo añadir su toque
personal sin copiar a nadie y su obra supera a la de conocidos coetáneos. María
Blanchard fue admitida por el importante grupo de artistas de París,
convirtiéndose en amiga personal de algunos de ellos, con los que llegó a
compartir estudio y vivienda, como es el caso de Diego de Rivera o Juan Gris.
Su fuerte personalidad y su dura existencia forjaron el respeto de sus
compañeros, quienes llegaron a aceptarla como una más, en un medio
culturalmente dominado por los hombres.
Mira, en esta Composición cubista utiliza la técnica del collage, como solía hacer su amigo Juan Gris, donde se superponen los planos de la figura representada. O esta Mujer con abanico, donde los rojos, los amarillos, los verdes y los ocres se colocan como fichas de dominó. Muchas veces Blanchard no firmaba sus cuadros e, incluso, algunas de sus obras fueron atribuidas a otros autores, como este Bodegón rojo con guitarra, que se pensó que había sido pintado por Juan Gris. Fíjate en el dominio del color, en las formas que se intuyen, en la descomposición de los objetos. Es más libre en la interpretación de los temas que otros artistas. Se trata de un cubismo muy personal que se distingue por la forma en que usa y domina los colores, la precisión en el trazo, la emoción que transmite.
¿Y este Hombre
tocando la guitarra? ¿No te recuerda a las obras de Picasso? Pues ella no le
imitó, pintó al mismo tiempo y con su propio sello. En los cuadros cubistas de
María aparecen personajes, no son solo bodegones, guitarras o botellas. La
figura humana prevalece en ellos. Como en este Pianista, trazado con líneas
verticales y diagonales, que nos mira con su ojo de perfil y casi podemos
escuchar su música.
Vivir en París
era caro y a María se le acabó el dinero de la beca. Volvió a España y en 1915
asistió al fracaso de la exposición «Pintores íntegros», organizada en Madrid por
Ramón Gómez de la Serna. La muestra, que incluía obras de la propia Blanchard,
de Diego Rivera o de Luis Bagaría, fue acogida con burlas por el público y la crítica,
incapaz todavía de asimilar el aire nuevo de las vanguardias. No entendían
estos cuadros tan distintos, tan especiales, tan coloristas. No la entendían a
ella.
Blanchard se
instaló en Salamanca, donde se mantenía dando clases de pintura. Otro fracaso.
Sus propios alumnos se burlaban de su estilo, de ella, de su deformidad. María
percibió la diferencia con el París que la valoraba por su capacidad
intelectual y por su talento. Eligió renunciar a la plaza de profesora, con la
que se aseguraba económicamente el futuro, a cambio de una vida llena de
estrecheces, pero en la que se sentía un ser humano digno. Así, en 1915,
regresó a Francia. Nunca más volvería a pisar España.
María ya
conocía lo que era pasar hambre y frío en París y tener que seguir pintando con
la esperanza de conseguir destacar en un mundo de artistas muy concurrido en el
que para todos, no solo para ella, era muy difícil hacerse un sitio.
En su regreso
a la capital francesa, malvivió pero resplandeció. En 1916, el marchante más
importante, Léonce Rosenberg, la contrató para su galería. Hay constancia de que
participó en todo acontecimiento, por insignificante que fuera, que incumbía a
la élite de los artistas de vanguardia. Y en este mundo mayoritariamente de
hombres, María Blanchard se abrió camino con una personalidad pictórica
definida y fue invitada a contribuir en una importante muestra. Ya no se
llamaría más María Gutiérrez, firmará con el apellido de su madre, Blanchard,
de origen francés.
Rosa Huertas, Mujeres de la
cultura
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