Esta mañana
temprano te he visto desde la ventana y te escribo ahora, un acto quizá
absurdo, pues difícilmente te llegará la carta y, además, no sabes leer. Tampoco
figuras en la guía, pero seguro que vives de maravilla en el nido escondido
donde duermes y sueñas. ¿Crees que envidio tu hogar? A propósito: ¿sigues
hallando comida suficiente? ¿Qué hacen los chicos? No dudo de que seas una
buena madre y los eduques como es debido, es decir, de la manera más
concienzuda imaginable. Ponerlo en duda significaría ofenderte, ¿y quién
pretende hacerlo? Yo desde luego que no.
Qué bonito era
contemplarte. Hacías eses con tus compañeras en la luz plateada, sobre el
divino mar; te precipitabas cazando de un lado a otro; ascendías a las montañas
del aire para lanzarte hacia abajo en vertical, como si te hubieras desmayado y
quisieras yacer en el suelo con las alas rotas, lo que por fortuna es
absolutamente impensable, porque siempre mantenías el equilibrio y dominabas la
fuerza motriz. El miedo a que en tu rápido vuelo chocases contra el muro o la
chimenea se reveló superfluo. Parecías tan imprudente como atenta, ya volases
en círculo, en línea recta o en espiral, mientras yo escuchaba tu vocecita,
símbolo sumamente sutil de tu forma de vivir y que es más bien un leve grito
que un canto. Porque tú hablas como puedes y debes. Pero ¿quién puede competir
contigo en velocidad, bailarina incansable que no necesita pies? Apenas eres lo
que nosotros concebimos como consciente de su propósito, y sin embargo apuntas
bien y seguro serás alegre y feliz, ¿no es cierto? ¿A qué vienen los signos de
interrogación? Nosotros, los torpes humanos pegados a la tierra, encadenados
por temores, no sabemos nada de la existencia alada.
Confío en que
te guste estar entre nosotros y te pido que vaciles mucho antes de marcharte,
pues tu partida augura el frío; pero de momento estás aquí, y, mientras sea
así, disfrutaremos del verano.
Robert Walser, El pequeño zoológico
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