es la
escritora que mejor conozco, la que he estudiado con mayor profundidad, cuya obra
he leído en más ocasiones y con más calma; la siguen muy de cerca las
hermanas Brontë y Shakespeare, Teresa de Ávila, Mary Shelley y Rosalía de
Castro. He escrito y hablado sobre la generación de las Sin Sombrero, Virginia
Woolf, Carolina Coronado, Sylvia Plath, Cervantes, sobre autores muy
conocidos y otros menos populares, he convertido en una causa y una pasión personal
la divulgación entre lectores, y en ocasiones entre oyentes o espectadores, de
los nombres y la obra de aquellos que escribieron antes que yo y cuyas palabras
no deben ser olvidadas, y me ha resultado una labor particularmente querida
cuando hablaba de escritoras. Todo ello comenzó con Jane Austen.
Leí por
primera vez una de sus obras, Orgullo y prejuicio, cuando era una
adolescente. Me gustó mucho, como me atraían en aquellos momentos las obras de
factura perfecta, aquellas en las que comenzaba a vislumbrar un juego con el
lector, una labor del escritor como un maestro de ceremonias, pero me faltaban
años para apreciar aún su grandeza. Por el contrario, Cumbres borrascosas, con
sus excesos innombrables y sus personajes predestinados, se convirtió, sin
duda, en un libro de cabecera.
Sería en 1994
cuando estudié en la Universidad de Deusto Sentido y sensibilidad, incluida en
nuestra asignatura de Literatura del siglo XIX. Me cupo la suerte hasta
entonces de no haber visto ninguna adaptación cinematográfica; me encontraba en
uno de esos pocos hiatos de las versiones sobre las novelas de su autora: la
libre adaptación de Emma titulada Clueless no llegó hasta 1995. La versión de
Sentido y sensibilidad de Ang Lee y Emma Thompson, un año más tarde. No
conocería la serie de Orgullo y prejuicio con Colin Firth y Jennifer Ehle hasta
2001, aunque había sido grabada también en 1995. Eso consiguió que en mi
imaginación los personajes se mantengan aún ahora como yo los imaginé, y no
modelados por el rostro o la figura de un actor.
De nuevo, esa
lectura más reposada y acompañada de Jane Austen me encantó; esa armonía que
adivinaba en ella se me reveló, tras el análisis literario, como algo muy poco
casual, como una combinación de la capacidad psicológica de la autora, su
habilidad para la narración y una gracia muy especial, una mirada gamberra y al
mismo tiempo delicada. Aún conservo, subrayada entre mis apuntes, la famosa
respuesta que le dio al bibliotecario del regente cuando le sugirió, como antes
o después alguien nos ha hecho a todos los autores que he conocido, el tema
perfecto para su próxima novela:
Es usted muy muy amable con sus
sugerencias respecto al tipo de textos con los que me recomienda continuar,
pero […] no podría sentarme a escribir una novela seria salvo que fuera para
salvar la vida […] y, aun así, me temo que me ahorcarían antes de finalizar el
primer capítulo. No, debo mantener mi propio estilo y continuar por mi propio
camino. Y aunque puede que con ello no vuelva a tener éxito jamás, estoy segura
de que fracasaría totalmente si hiciera cualquier otra cosa.
Infinidad de
veces he recordado esas frases, la única respuesta posible en un caso así:
«Haré lo que me parezca. Es mi única libertad, la mantendré a cualquier
precio».
Durante los
años siguientes leí las obras restantes de Jane Austen, publiqué mis primeras novelas
e impartí mis primeras clases de creación literaria, en muchos casos a alumnos
mayores que yo a los que intentaba explicar, como aún ahora hago, la necesidad
de conciliar las ideas y la estructura; y en todas ellas, antes o después,
aparecía Jane, como asomaba también mencionada entre mis influencias más
importantes. La sutilidad de planos de su lenguaje, la originalidad de diálogos
y el estudio del comportamiento, la disección de todo un momento en la historia
a través de unas cuantas pinceladas y la capacidad para, con ellas, describir
emociones y sentimientos universales la convirtieron rápidamente en una de mis
autoras preferidas.
Espido Freire, Tras los pasos de
Jane Austen
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