Vivimos en un
castillo o schloss, en Estiria. De ninguna manera nos consideramos una familia
señorial, pero en esa región del mundo, una pequeña renta de ochocientas o
novecientas libras al año hace maravillas. En nuestra tierra de origen —mi
padre es inglés e inglés es mi apellido, aunque nunca he visto Inglaterra—,
apenas habríamos podido contarnos entre la gente acomodada. Sin embargo, en
este lugar solitario y primitivo, donde todo es tan extraordinariamente barato,
tenemos tantas comodidades, e incluso lujos, que no concibo que tener más
dinero pudiera sernos de mucho provecho (...)
El primer
acontecimiento que produjo una impresión terrible en mi vida —tan terrible que
nunca he podido borrarla de mi mente— es al mismo tiempo uno de mis recuerdos
más antiguos. Algunas personas lo considerarán tan banal que podrían pensar que
no merece ser consignado en este relato, pero a su debido tiempo se verá por
qué lo menciono. La guardería infantil —así la llamábamos, aunque en realidad
era solo para mí— era una amplia habitación en el piso superior del castillo,
con un alto techo de roble. Yo debía tener unos seis años cuando una noche
desperté repentinamente; miré a mi alrededor y no vi a la sirvienta encargada
de la guardería; tampoco vi a mi aya, y pensé que estaba sola. No tenía miedo,
pues yo era una de aquellas felices criaturas que, por la diligencia de sus
protectores, ignoraban las historias de fantasmas, los cuentos de hadas y todas
las leyendas que hacen que nos ocultemos bajo las sábanas cuando cruje una
puerta o cuando la luz vacilante de una vela hace que las sombras dancen en las
paredes acercándose a nosotros. Sin embargo, me sentía abandonada e indignada
aquella noche, por lo que comencé a lloriquear, preparándome para un estallido
de sonoros berridos. Fue entonces que vi, con sorpresa, un rostro solemne y
bello. Era una joven que me contemplaba, arrodillada junto a mi cama y con las
manos bajo la colcha. La miré con una especie de plácido asombro y dejé de
llorar. Ella sonrió y me acarició; se acostó en la cama a mi lado y me cogió en
sus brazos; de inmediato me encontré deliciosamente aliviada y volví a dormir.
Había pasado un rato, cuando sentí como si dos agujas se clavaran al mismo
tiempo hasta el fondo de mi pecho y desperté lanzando un alarido. La joven
retrocedió sobresaltada, manteniendo sus ojos fijos en mí; se deslizó hacia el
suelo y me pareció que se escondía bajo la cama.
Por primera
vez sentí miedo y grité con todas mis fuerzas. El aya, la sirvienta y el ama de
llaves entraron corriendo y, tras escuchar mi historia, le restaron importancia
a la vez que intentaban tranquilizarme; pero, aun siendo solo una niña, pude
darme cuenta de que habían palidecido y tenían un aspecto de inusitada
ansiedad. Las vi buscar bajo la cama y por toda la habitación; se asomaron bajo
las mesas y abrieron los armarios, y el ama de llaves susurró al aya:
—Toca ese
hueco en la cama. Está tibio: alguien estuvo acostado ahí, tan seguro como que
no fuiste tú.
Recuerdo que
la sirvienta de la guardería me acarició con cariño; las tres mujeres me
examinaron el pecho en el lugar donde les dije que había sentido la punzada y
declararon que no había ningún indicio de que me hubiera sucedido tal cosa. El
ama de llaves y las otras dos sirvientas que estaban a cargo de la guardería se
quedaron despiertas toda la noche. Desde entonces hasta que tuve alrededor de
catorce años, siempre hubo una sirvienta velando mi sueño.
Después de
este suceso, estuve muy nerviosa durante un largo tiempo. Llamaron a un anciano
doctor, muy pálido; recuerdo muy bien su largo rostro taciturno, algo picado de
viruela, y su peluca castaña. Durante una larga temporada me visitó cada tercer
día para darme una medicina que yo, desde luego, detestaba.
La mañana
siguiente a la aparición, yo me sentía aterrorizada; ni siquiera a plena luz
del día soportaba que me dejaran sola un momento. Recuerdo también que mi padre
entró y se paró junto a la cama, hablando en tono jovial. Hizo algunas
preguntas al aya, y una de las respuestas lo hizo reír enérgicamente. Me dio
unas palmadas en el hombro y un beso; me dijo que no tuviera miedo, que no era
más que un sueño y que nadie me haría daño.
Pero no me
sentí tranquila, porque sabía que la visita de aquella extraña mujer no había
sido un sueño, y tenía un miedo atroz. Me consoló un poco que la sirvienta de
la guardería me asegurara que había sido ella quien había entrado a mirarme y
se había acostado a mi lado; dijo que yo debía estar medio dormida para no
reconocer su cara, pero esto no terminó de convencerme, a pesar de que el aya
le dio la razón.
En el transcurso de ese día,
recuerdo que un venerable anciano de sotana negra entró en la habitación
acompañado del aya y el ama de llaves. Habló un poco con ellas y luego, muy
amablemente, conmigo. Tenía un rostro dulce y bondadoso; me dijo que él y las
mujeres iban a rezar, y juntó mis manos para que mientras oraban yo dijera en
voz baja: «Señor, escucha todas nuestras plegarias, por el amor de Jesús»; creo
que esas fueron las palabras exactas, pues a menudo las repetí para mis
adentros, y durante años mi aya tuvo la costumbre de hacerme repetirlas en mis
oraciones.
Recuerdo muy
bien el dulce y pensativo rostro de aquel anciano de blancos cabellos, con su
sotana negra, de pie en esa tosca y alta habitación oscura, rodeado de pesados
muebles de más de tres siglos de antigüedad, e iluminado por la escasa luz que
penetraba la atmósfera sombría a través de la pequeña celosía. Se arrodilló con
las tres mujeres, y con voz trémula rezó en voz alta por un tiempo que me
pareció muy largo. He olvidado toda mi vida anterior a aquel acontecimiento, y
muchos recuerdos posteriores son confusos; pero las escenas que acabo de
describir destacan en mi memoria como las imágenes de una fantasmagoría rodeada
de oscuridad.
Sheridan Le Fanu, Carmilla
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