domingo, 4 de julio de 2021

UN PRIMER SUSTO

Vivimos en un castillo o schloss, en Estiria. De ninguna manera nos consideramos una familia señorial, pero en esa región del mundo, una pequeña renta de ochocientas o novecientas libras al año hace maravillas. En nuestra tierra de origen —mi padre es inglés e inglés es mi apellido, aunque nunca he visto Inglaterra—, apenas habríamos podido contarnos entre la gente acomodada. Sin embargo, en este lugar solitario y primitivo, donde todo es tan extraordinariamente barato, tenemos tantas comodidades, e incluso lujos, que no concibo que tener más dinero pudiera sernos de mucho provecho (...)

El primer acontecimiento que produjo una impresión terrible en mi vida —tan terrible que nunca he podido borrarla de mi mente— es al mismo tiempo uno de mis recuerdos más antiguos. Algunas personas lo considerarán tan banal que podrían pensar que no merece ser consignado en este relato, pero a su debido tiempo se verá por qué lo menciono. La guardería infantil —así la llamábamos, aunque en realidad era solo para mí— era una amplia habitación en el piso superior del castillo, con un alto techo de roble. Yo debía tener unos seis años cuando una noche desperté repentinamente; miré a mi alrededor y no vi a la sirvienta encargada de la guardería; tampoco vi a mi aya, y pensé que estaba sola. No tenía miedo, pues yo era una de aquellas felices criaturas que, por la diligencia de sus protectores, ignoraban las historias de fantasmas, los cuentos de hadas y todas las leyendas que hacen que nos ocultemos bajo las sábanas cuando cruje una puerta o cuando la luz vacilante de una vela hace que las sombras dancen en las paredes acercándose a nosotros. Sin embargo, me sentía abandonada e indignada aquella noche, por lo que comencé a lloriquear, preparándome para un estallido de sonoros berridos. Fue entonces que vi, con sorpresa, un rostro solemne y bello. Era una joven que me contemplaba, arrodillada junto a mi cama y con las manos bajo la colcha. La miré con una especie de plácido asombro y dejé de llorar. Ella sonrió y me acarició; se acostó en la cama a mi lado y me cogió en sus brazos; de inmediato me encontré deliciosamente aliviada y volví a dormir. Había pasado un rato, cuando sentí como si dos agujas se clavaran al mismo tiempo hasta el fondo de mi pecho y desperté lanzando un alarido. La joven retrocedió sobresaltada, manteniendo sus ojos fijos en mí; se deslizó hacia el suelo y me pareció que se escondía bajo la cama.

Por primera vez sentí miedo y grité con todas mis fuerzas. El aya, la sirvienta y el ama de llaves entraron corriendo y, tras escuchar mi historia, le restaron importancia a la vez que intentaban tranquilizarme; pero, aun siendo solo una niña, pude darme cuenta de que habían palidecido y tenían un aspecto de inusitada ansiedad. Las vi buscar bajo la cama y por toda la habitación; se asomaron bajo las mesas y abrieron los armarios, y el ama de llaves susurró al aya:

—Toca ese hueco en la cama. Está tibio: alguien estuvo acostado ahí, tan seguro como que no fuiste tú.

Recuerdo que la sirvienta de la guardería me acarició con cariño; las tres mujeres me examinaron el pecho en el lugar donde les dije que había sentido la punzada y declararon que no había ningún indicio de que me hubiera sucedido tal cosa. El ama de llaves y las otras dos sirvientas que estaban a cargo de la guardería se quedaron despiertas toda la noche. Desde entonces hasta que tuve alrededor de catorce años, siempre hubo una sirvienta velando mi sueño.

Después de este suceso, estuve muy nerviosa durante un largo tiempo. Llamaron a un anciano doctor, muy pálido; recuerdo muy bien su largo rostro taciturno, algo picado de viruela, y su peluca castaña. Durante una larga temporada me visitó cada tercer día para darme una medicina que yo, desde luego, detestaba.

La mañana siguiente a la aparición, yo me sentía aterrorizada; ni siquiera a plena luz del día soportaba que me dejaran sola un momento. Recuerdo también que mi padre entró y se paró junto a la cama, hablando en tono jovial. Hizo algunas preguntas al aya, y una de las respuestas lo hizo reír enérgicamente. Me dio unas palmadas en el hombro y un beso; me dijo que no tuviera miedo, que no era más que un sueño y que nadie me haría daño.

Pero no me sentí tranquila, porque sabía que la visita de aquella extraña mujer no había sido un sueño, y tenía un miedo atroz. Me consoló un poco que la sirvienta de la guardería me asegurara que había sido ella quien había entrado a mirarme y se había acostado a mi lado; dijo que yo debía estar medio dormida para no reconocer su cara, pero esto no terminó de convencerme, a pesar de que el aya le dio la razón.

En el transcurso de ese día, recuerdo que un venerable anciano de sotana negra entró en la habitación acompañado del aya y el ama de llaves. Habló un poco con ellas y luego, muy amablemente, conmigo. Tenía un rostro dulce y bondadoso; me dijo que él y las mujeres iban a rezar, y juntó mis manos para que mientras oraban yo dijera en voz baja: «Señor, escucha todas nuestras plegarias, por el amor de Jesús»; creo que esas fueron las palabras exactas, pues a menudo las repetí para mis adentros, y durante años mi aya tuvo la costumbre de hacerme repetirlas en mis oraciones.

Recuerdo muy bien el dulce y pensativo rostro de aquel anciano de blancos cabellos, con su sotana negra, de pie en esa tosca y alta habitación oscura, rodeado de pesados muebles de más de tres siglos de antigüedad, e iluminado por la escasa luz que penetraba la atmósfera sombría a través de la pequeña celosía. Se arrodilló con las tres mujeres, y con voz trémula rezó en voz alta por un tiempo que me pareció muy largo. He olvidado toda mi vida anterior a aquel acontecimiento, y muchos recuerdos posteriores son confusos; pero las escenas que acabo de describir destacan en mi memoria como las imágenes de una fantasmagoría rodeada de oscuridad.

Sheridan Le Fanu, Carmilla


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