Mi padre me contó esta historia. Sucedió a
principios de la década de 1920 en Seattle, antes de que yo naciera. Él era el
mayor de seis hermanos y una hermana, algunos de los cuales ya no vivían en
casa de sus padres.
La
economía familiar había recibido un duro golpe. El negocio de mi padre había
quebrado, casi no había trabajo y el país estaba al borde de la quiebra. Aquel
año teníamos un árbol de Navidad, pero no teníamos regalos. Sencillamente no
podíamos permitírnoslos. En Nochebuena todos nos fuimos a la cama con los
ánimos bastante bajos.
Pero lo
increíble fue que, al despertarnos la mañana de Navidad, nos encontramos con un
montón de regalos bajo el árbol. Intentamos mantener la calma durante el
desayuno, pero acabamos con él en tiempo récord.
Entonces
comenzó la diversión. La primera fue mi madre. Todos la rodeamos llenos de
curiosidad y, cuando abrió su paquete, vimos que le habían regalado un viejo
chal que «había perdido» hacía ya muchos meses. A mi padre le tocó un hacha con
el mango roto. A mi hermana, sus viejas zapatillas de andar por casa. Uno de
los chicos recibió unos pantalones remendados y arrugados. A mí me tocó un
sombrero, el que yo creía haberme dejado en un restaurante, allá por el mes de
noviembre.
Cada una de
aquellas cosas desechadas representó una total sorpresa. Al poco rato nos entró
tal ataque de risa que apenas podíamos desatar el lazo del siguiente paquete.
Pero ¿de dónde procedía tanta generosidad? Todo había sido obra de mi hermano Morris.
Durante muchos meses había estado escondiendo en secreto cosas viejas que él
sabía que no echaríamos de menos. Entonces, en Nochebuena, después de que todos
nos hubiésemos ido a la cama, había envuelto los regalos y, silenciosamente,
los había colocado bajo el árbol.
Recuerdo
aquella Navidad como una de las más bonitas de mi vida.
Don
Graves
Paul
Auster (ed.), Creía que mi Padre Era Dios
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