El
infame de este capítulo es el incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké,
aciago funcionario que motivó la degradación y la muerte del señor de la Torre
de Ako y no se quiso eliminar como un caballero cuando la apropiada venganza lo
conminó. Es hombre que merece la gratitud de todos los hombres, porque despertó
preciosas lealtades y fue la negra y necesaria ocasión de una empresa inmortal.
Un centenar de novelas, de monografías, de tesis doctorales y de óperas,
conmemoran el hecho -para no hablar de las efusiones en porcelana, en
lapislázuli veteado y en laca. Hasta el versátil celuloide lo sirve, ya que la
Historia Doctrinal de los Cuarenta y Siete Capitanes -tal es su nombre- es la
más repetida inspiración del cinematógrafo japonés. La minuciosa gloria que
esas ardientes atenciones afirman es algo más que justificable: es
inmediatamenie justa para cualquiera.
Sigo la relación de A. B. Mitford, que omite las continuas
distracciones que obra el color local y prefiere atender al movimiento del
glorioso episodio. Esa buena falta de "orientalismo" deja sospe-char
que se trata de una versión directa del japonés.
LA CINTA DESATADA
En la desvanecida primavera de 1702 el ilustre señor de la Torre
de Ako tuvo que recibir y agasajar a un enviado imperial. Dos mil trescientos
años de cortesía (algunos mitológicos), habían complicado angustiosamente el
ceremonial de la recepción. El enviado representaba al emperador, pero a manera
de alusión o de símbolo: matiz que no era menos improcedente recargar que
atenuar. Para impedir errores harto fácilmente fatales, un funcionario de la
corte de Yedo lo precedía en calidad de maestro de ceremonias. Lejos de la
comodidad cortesana y condenado a una villégiature
montaraz, que debió parecerle un destierro, Kira Kotsuké no Suké impartía, sin
gracia, las instrucciones. A veces dilataba hasta la insolencia el tono
magistral. Su discípulo, el señor de la Torre, procuraba disimular esas burlas.
No sabía replicar y la disciplina le vedaba toda violencia. Una mañana, sin
embargo, la cinta del zapato del maestro se desató y éste le pidió que la
atara. El caballero lo hizo con humildad, pero con indignación interior. El
incivil maestro de ceremonias dijo que, en verdad, era incorregible, y que sólo
un patán era capaz de frangollar un nudo tan torpe. El señor de la Torre sacó
la espada y le tiró un hachazo. El otro huyó, apenas rubricada la frente por un
hilo tenue de sangre... Días después dictaminaba el tribunal militar contra el
heridor y lo condenaba al suicidio. En el patio central de la Torre de Ako
elevaron una tarima de fieltro rojo y en ella se mostró el condenado y le
entregaron un puñal de oro y piedras y confesó públicamente su culpa y se fue
desnudando hasta la cintura, y se abrió el vientre, con las dos heridas
rituales, y murió como un samurai, y los espectadores más alejados no vieron
sangre porque el fieltro era rojo. Un hombre encanecido y cuidadoso lo decapitó
con la espada: el consejero Kuranosuké, su padrino.
EL SIMULADOR DE LA INFAMIA
La Torre de Takumi no Kami fue confiscada; sus capitanes
desbandados, su familia arruinada y oscurecida, su nombre vinculado a la
execración. Un rumor quiere que la idéntica noche que se mató, cuarenta y siete
de sus capitanes deliberaran en la cumbre de un monte y planearan, con toda
precisión, lo que se produjo un año más tarde. Lo cierto es que debieron
proceder entre justificadas demoras y que alguno de sus concilios tuvo lugar,
no en la cumbre difícil de una montaña, sino en una capilla en un bosque,
mediocre pabellón de madera blanca, sin otro adorno que la caja rectangular que
contiene un espejo. Apetecían la venganza, y la venganza debió parecerles
inalcanzable.
Kira Kotsuké no Suké, el odiado maestro de ceremonias, había
fortificado su casa y una nube de arqueros y de esgrimistas custodiaba su
palanquín. Contaba con espías incorruptibles puntuales y secretos. A ninguno
celaban y vigilaban como al presunto capitán de los vengadores: Kuranosuké, el
consejero. Este lo advirtió por azar y fundó su proyecto vindicatorio sobre ese
dato.
Se mudó a Kioto, ciudad insuperada an todo el imperio por el color
de sus otoños. Se dejó arrebatar por los lupanares, por las casas de juego y
por las tabernas. A pesar de sus canas, se codeó con rameras y con poetas, y
hasta con gente peor. Una vez lo expulsaron de una taberna y amaneció dormido
en el umbral, la cabeza revolcada en un vómito.
Un hombre de Satsuma lo conoció, y dijo con tristeza y con ira:
¿No es éste, por ventura, aquel consejero de Asano Takumi no Kami, que lo ayudó
a morir y que en vez de vengar a su señor se entrega a 1os deleites y a la
vergüenza?¡Oh, tú indigno del nombre de Samurai!
Le pisó la cara dormida y se la escupió. Cuando los espías
denunciaron esa pasividad, Kotsuké no Suké sintió un gran alivio.
Los hechos no pararon ahí. El consejero despidió a su mujer y al
menor de sus hijos, y compró una querida en un lupanar, famosa infamia que
alegró el corazón y relajó la temerosa prudencia del enemigo. Éste acabó por
despachar la mitad de sus guardias.
Una de las noches atroces del invierno de 1703 los cuarenta y
siete capitanes se dieron cita en un desmantelado jardín de los alrededores de
Yedo, cerca de un puente y de la fábrica de barajas. Iban con las banderas de
su señor. Antes de emprender el asedio, advirtieron a los vecinos que no se
trataba de un atropello, sino de una operación militar de estricta justicia.
LA CICATRIZ
Dos bandas atacaron el palacio de Kira Kotsuké no Suké. El
consejero comandó la primera, que atacó la puerta del frente; la segunda, su
hijo mayor, que estaba por cumplir dieciséis años y que murió esa noche. La
historia sabe los diversos momentos de esa pesadilla tan lúcida: el descenso
arriesgado y pendular por las escaleras de cuerda, el tambor del ataque, la
precipitación de los defensores, los arqueros apostados en la azotea, el
directo destino de las flechas hacia los órganos vitales del hombre, las
porcelanas infamadas de sangre, la muerte ardiente que después es glacial; los
impudores y desórdenes de la muerte. Nueve capitanes murieron; los defensores
no eran menos valientes y no se quisieron rendir. Poco después de media noche
toda resistencia cesó.
Kira Kotsuké no Suké, razón ignominiosa de esas lealtades, no
aparecía. Lo buscaron por todos los rincones de ese conmovido palacio, y ya
desesperaban de encontrarlo cuando el consejero notó que las sábanas de su
lecho estaban aún tibias. Volvieron a buscar y descubrieron una estrecha
ventana, disimulada por un espejo de bronce. Abajo, desde un patiecito sombrío,
los miraba un hombre de blanco. Una espada temblorosa estaba en su diestra.
Cuando bajaron, el hombre se entregó sin pelear. Le rayaba la frente una
cicatriz: viejo dibujo del acero de Takumi no Kami.
Entonces, los sangrientos capitanes se arrojaron a los pies del
aborrecido y le dijeron que eran los oficiales del señor de la Torre, de cuya
perdición y cuyo fin él era culpable, y le rogaron que se suicidara, como un
samurai debe hacerlo.
En vano propusieron ese decoro a su ánimo servil. Era varón inaccesible
al honor; a la madrugada tuvieron que degollarlo.
EL TESTIMONIO
Ya satisfecha su venganza (pero sin ira, y sin agitación, y sin
lástima), los capitanes se dirigieron al templo que guarda las reliquias de su
señor.
En un caldero llevan la increíble cabeza de Kira Kotsuké no Suké y
se turnan para cuidarla. Atraviesan los campos y las provincias, a la luz
sincera del día. Los hombres los bendicen y lloran. El príncipe de Sendai los
quiere hospedar, pero responden que hace casi dos años que los aguarda su
señor. Llegan al oscuro sepulcro y ofrendan la cabeza del enemigo.
La Suprema Corte emite su fallo. Es el que esperan: se les otorga
el privilegio de suicidarse. Todos lo cumplen, algunos con ardiente serenidad,
y reposan al lado de su señor. Hombres y niños vienen a rezar al sepulcro de
esos hombres tan fieles.
EL HOMBRE DE SATSUMA
Entre los peregrinos que acuden, hay un muchacho polvoriento y
cansado que debe haber venido de lejos. Se prosterna ante el monumento de Oishi
Kuranosuké, el consejero, y dice en voz alta: Yo te vi tirado en la puerta de
un lupanar de Kioto y no pensé que estabas meditando la venganza de tu señor, y
te creí un soldado sin fe y te escupí en la cara. He venido a ofrecerte
satisfacción. Dijo esto y cometió harakirí.
El prior se condolió de su valentía y le dio sepultura en el lugar
donde los capitanes reposan.
Éste es el final de la historia de los cuarenta y siete hombres
leales -salvo que no tiene final, porque los otros hombres, que no somos leales
tal vez, pero que nunca perderemos del todo la esperanza de serlo, seguiremos
honrándolos con palabras.
Jorge Luis Borges,
Historia Universal de la Infamia
Esta historia ha sido
llevada al cine no hace mucho, en una película interpretada por Keanu Reaves,
47 Ronin:
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