jueves, 31 de diciembre de 2015

LAS DOCE EN EL RELOJ


Dije: Todo ya pleno. 
Un álamo vibró. 
Las hojas plateadas 
Sonaron con amor. 
Los verdes eran grises, 
El amor era sol. 
Entonces, mediodía, 
Un pájaro sumió 
Su cantar en el viento 
Con tal adoración 
Que se sintió cantada 
Bajo el viento la flor 
Crecida entre las mieses, 
Más altas. Era yo, 
Centro en aquel instante 
De tanto alrededor, 
Quien lo veía todo 
Completo para un dios. 
Dije: Todo, completo. 
¡Las doce en el reloj!

Jorge Guillén, Cántico
Premio Cervantes 1976

UNA NAVIDAD EN FAMILIA

Mi padre me contó esta historia. Sucedió a principios de la década de 1920 en Seattle, antes de que yo naciera. Él era el mayor de seis hermanos y una hermana, algunos de los cuales ya no vivían en casa de sus padres.

                La economía familiar había recibido un duro golpe. El negocio de mi padre había quebrado, casi no había trabajo y el país estaba al borde de la quiebra. Aquel año teníamos un árbol de Navidad, pero no teníamos regalos. Sencillamente no podíamos permitírnoslos. En Nochebuena todos nos fuimos a la cama con los ánimos bastante bajos.

Pero lo increíble fue que, al despertarnos la mañana de Navidad, nos encontramos con un montón de regalos bajo el árbol. Intentamos mantener la calma durante el desayuno, pero acabamos con él en tiempo récord.

Entonces comenzó la diversión. La primera fue mi madre. Todos la rodeamos llenos de curiosidad y, cuando abrió su paquete, vimos que le habían regalado un viejo chal que «había perdido» hacía ya muchos meses. A mi padre le tocó un hacha con el mango roto. A mi hermana, sus viejas zapatillas de andar por casa. Uno de los chicos recibió unos pantalones remendados y arrugados. A mí me tocó un sombrero, el que yo creía haberme dejado en un restaurante, allá por el mes de noviembre.

Cada una de aquellas cosas desechadas representó una total sorpresa. Al poco rato nos entró tal ataque de risa que apenas podíamos desatar el lazo del siguiente paquete. Pero ¿de dónde procedía tanta generosidad? Todo había sido obra de mi hermano Morris. Durante muchos meses había estado escondiendo en secreto cosas viejas que él sabía que no echaríamos de menos. Entonces, en Nochebuena, después de que todos nos hubiésemos ido a la cama, había envuelto los regalos y, silenciosamente, los había colocado bajo el árbol.

Recuerdo aquella Navidad como una de las más bonitas de mi vida.

Don Graves

Paul Auster (ed.), Creía que mi Padre Era Dios

martes, 29 de diciembre de 2015

LITERATURA


El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.

La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural

Julio Torri

lunes, 28 de diciembre de 2015

LA ORDEN DE SANTA CECLINA

Es el primer libro de la tetralogía Porta Coeli, una historia épica escrita por Susana Vallejo, que recorre 1.000 años, desde la Edad Media hasta el futuro,  y descubre un mundo paralelo al nuestro que transforma para siempre a aquellos que traspasan sus puertas. Los primeros libros se pueden enmarcar dentro del género de la Fantasía y el último en la Ciencia Ficción. El protagonista de la tetralogía no es un personaje, pues cada libro narra la historia de personajes diferentes, sino todo un mundo imaginado. La evolución de ese mundo y la historia del libro que puede abrir sus puertas son los verdaderos protagonistas de la tetralogía, podiendo leer cada libro de forma independiente. No existe el típico enfrentamiento protagonista-antagonista, ni la eterna lucha entre el bien y el mal, sino que los personajes se enfrentan a circunstancias difíciles.

                El argumento de La Orden de Santa Ceclina es el siguiente:

A principios del siglo XIV, Bernardo, un sabio erudito y antiguo guerrero, recibe la visita de un viejo compañero de armas, Nuño, que afirma haber encontrado un unicornio y otros monstruos extraños. En su investigación de lo que parece imposible, pronto se les une Yebra, una chica de los bosques acusada de bruja. Juntos descubrirán las criaturas que empiezan a poblar nuestro mundo. Pero ¿de dónde provienen?, ¿qué relación tiene Yebra con ellos? ¿acaso realmente ella posee poderes extraordinarios? La respuesta se encuentra oculta en el monasterio de la orden de Santa Ceclina; una orden de monjes guerreros que siempre ha defendido la lógica y la razón, y que sin embargo esconde sus propios secretos. El hallazgo del “Porta Coeli“, un libro misterioso y prohibido, llevará a los protagonistas a una aventura más allá de este mundo.

La ágil prosa de Susana Vallejo te atrapa desde el principio de esta historia, con toques de fantasía, ambientada en una Edad Media que podría ser la nuestra, unas gotas de amor entre los protagonistas, aderezado con un poco de misterios. Los personajes principales están logrados. Sobre ellos, la propia autora nos indica que pensaba en dos personajes principales que se parecerían a Don Quijote y Sancho Panza (el “serio” versus el “simpático”), para darle un toque humorístico. Curioso el nombre de Yebra: su origen es claro (yerba: hierba), pero no conocía el término catalán Gebre, que significa escarcha, y si la protagonista tiene los cabellos blancos… 

viernes, 25 de diciembre de 2015

CUENTO DE NOCHEBUENA


El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e incontrolable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal —que había visitado el convento en un día inolvidable— había bendecido al hermano, primero, abrazándole enseguida, y por último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y por la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: "¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso..." Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.

Avino, pues, que un día de navidad, Longinos fuese a la próxima aldea...; pero ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonoros..., era el órgano de Longinos que acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica:

— ¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la vida a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio!

Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.

Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina, no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó éstos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Dióle gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: 'Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.' No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodiaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario.

Y sucedió que —tal como en los días del cruel Herodes— los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes...

Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:

—Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.

Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.

Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano? ¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista... ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza... De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar... resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia...

El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial, labrada en mármol.

Rubén Darío

jueves, 24 de diciembre de 2015

LA NOCHEBUENA MÁS HERMOSA (1914)


Es uno de los nombres con los que se conoce a la Tregua de Navidad, un breve alto el fuego no oficial que ocurrió entre el Imperio alemán y las tropas británicas estacionadas en el frente occidental de la Primera Guerra Mundial durante la Navidad de 1914. La tregua comenzó en la víspera de la Navidad, el 24 de diciembre de 1914 cuando las tropas alemanas comenzaron a decorar sus trincheras, luego continuaron con su celebración cantando villancicos, concretamente Noche de Paz. Las tropas británicas en las trincheras al otro lado respondieron entonces con villancicos en inglés.

Ambos lados continuaron gritando saludos de Navidad los unos a los otros. Pronto ya había llamadas a visitas en la tierra de nadie, donde pequeños regalos fueron intercambiados: whisky, cigarrillos, etc.

La artillería en esa región permaneció silenciosa esa noche. La tregua también permitió que los caídos recientes fueran recuperados desde detrás de las líneas y enterrados. Se condujeron ceremonias de entierro con soldados de ambos lados del conflicto llorando las pérdidas juntas y ofreciéndose su mutuo respeto.

La tregua fue también recordada en el vídeo de Paul McCartney, Pipes of Peace, de 1983.

LA CARTA DE SANTA CLAUS PARA SUSIE


Palacio de San Nicolás. En la Luna.
Mañana de Navidad

Mi querida Susie Clemens:

He recibido y leído todas las cartas que tú  y tu hermana pequeña me habéis escrito de mano de tu madre y de tus niñeras; también he leído aquellas que vosotras pequeñas personitas habéis escrito con vuestras propias manos – incluso aunque no uséis los caracteres que aparecen en los alfabetos de los adultos, usáis los caracteres que todos los niños en todas partes del mundo y en las estrellas brillantes usan, y como todos mis súbditos en la Luna son niños y no usan caracteres sino eso, entenderás rápidamente lo fácil que es para mí leer tus fantásticas marcas y las de tu hermana sin problema. Pero he tenido problemas con aquellas que le dictabais a tu madre y niñeras, porque soy extranjero y no puedo leer el inglés escrito muy bien. Verás que no he cometido errores en las cosas que tú y tu hermana pequeña pedíais en vuestras propias cartas – he bajado por vuestra chimenea a medianoche cuando estabais dormidas y las he entregado yo mismo – y os he dado un beso a cada una, también, porque sois buenas niñas, bien educadas, con buenos modales y las más obedientes pequeñas que he visto jamás. Pero en la cartas que dictaste había algunas palabras que no pude entender con certeza y uno o dos pedidos no los he podido cumplir por falta de stock. Nuestro último lote de muebles de cocina para muñecas se acaba justo de ir para una niña pequeña muy pobre en la Estrella Polar, en el frío país más allá de la Osa Mayor. Tu mamá te puede enseñar qué estrella es y podrás decirle: “Pequeño Copo de Nieve (ese el nombre de la niña), estoy encantada con que tengas esos muebles, porque lo necesitas más que yo”. Eso es, debes escribir eso, de tu puño y letra, y Pequeño Copo de Nieve te escribirá una respuesta. Si solo se lo dices no podrá oírte. Haz tu letra clara y pequeña, porque la distancia es grande y el franqueo muy caro.

Había una palabra o dos en la carta de tu mamá que no pude entender. Pasó con “un camión lleno de ropa de muñecas”. ¿Qué es eso? Llamé a la puerta de tu cocina hoy a las nueve en punto de la mañana para preguntar. Pero no vi a nadie y no podía hablar con nadie sino era contigo.  Cuando suena el timbre de la cocina, George debe ser cegado y enviado a abrir la puerta. Luego debe volver al comedor o al armario de la vajilla y llevarse a la cocinera con él. Debes decirle a George que debe andar de puntillas y no hablar, sino morirá algún día. Entonces tienes que ir a la habitación de los niños y quedarte en la silla de la cama de la niñera y poner tu oído en el tubo para hablar que lleva a la cocina y cuando te silbe por ahí debes hablar por el tubo y decir “¡bienvenido, Santa Claus!”. Entonces te preguntaré si es o no un camión lo que pediste. Si me dices que sí, te preguntaré de qué color quieres que sea el camión. Tu mamá te ayudará a escoger un bonito color y luego me dirás todas las cosas en detalle que quieres que tenga tu camión. Luego cuando te diga “adiós y Feliz Navidad a mi pequeña Susie Clemens”, tú dirás “adiós, buen viejo Santa Claus, te lo agradeceré mucho y por favor di a esa Pequeño Copo de Nieve que la visitaré en su estrella esta noche y que debe mirar hacia aquí abajo. Estaré justo en la ventana de la bahía este y cada noche despejada miraré a su estrella y diré ‘conozco a alguien ahí arriba y me gusta ella, también”. Después tienes que ir a la biblioteca y hacer que George cierre todas las puertas que dan al recibidor principal y todo el mundo tiene que guardar silencio durante un poco de tiempo. Iré a la luna y cogeré esas cosas y volveré por la chimenea del recibidor – si es que quieres un camión – porque no podría meter una cosa como un camión por la chimenea de la habitación de los niños, sabes.

La gente podrá hablar si quiere, hasta que oigan mis pisadas en el recibidor. Entonces diles que se callen un poco hasta que vuelva a la chimenea. Quizás no oigas mis pisadas en absoluto – así que puedes ir de vez en cuando y espiar desde las puertas del comedor, y poco a poco irás viendo que hay una cosa que quieres, justo debajo del piano en la salita – porque ahí lo pondré. Si dejo alguna nieve en el recibidor, tendrás que decirle a George que la barra hacia la chimenea, porque yo no tengo tiempo para hacer esas cosas. George no debe usar una escoba, sino un trapo – sino morirá algún día. Debes vigilar a George y no dejar que corra ningún peligro. Si mi bota deja una huella en el mármol, George no debe rascarla hasta que desaparezca. Dejadla ahí siempre en recuerdo de mi visita, y siempre que la mires o se la enseñes a cualquiera debes recordar que tienes que ser una niña Buena. Siempre que seas traviesa y alguien te muestre la marca que la bota de tu viejo buen Santa Claus dejó en el mármol, ¿qué les dirás, pequeño encanto?

Adiós por unos pocos minutos, hasta que vuelva a bajar al mundo y llame a la puerta de la cocina.

Tu querido,
Santa Claus

Mark Twain

miércoles, 23 de diciembre de 2015

LA NAVIDAD DE PELUDO

Catorce años de no interrumpida laboriosidad podía apuntar el Peludo en su hoja de servicios; catorce años en que no hubo día sin ración de palos y sin hambre. ¡El hambre especialmente! ¡Qué martirio!

Sacar fuerzas de flaqueza para el cochinero trote, obligado por los pinchazos del recio aguijón; aguantar picadas de tábanos y de moscas borriqueras, enconadas, feroces con el sol y el polvo, en las llagas de la reciente matadura; sufrir talonazos y ver cortar la vara de avellano o de taray que, silbadora y flexible, se ha de ceñir a su piel, averdugándola; probar la dentellada de la espuela y el sofrenazo violento del bocado; recibir puñadas en el suave hocico y en los ojos, en los dulces y grandes ojos cuya mirada siempre expresa mansedumbre; doblegarse bajo la excesiva carga; arrastrarse molido y pugnar por no caer al suelo antes de que se termine una caminata tres veces más fatigosa de lo que cabe dentro de los límites del vigor asnal; todo esto, con ser tanto, le parecía miseriuca al Peludo, en cortejo de pasar rozando una pradera verde como la esperanza, mullida y aterciopelada como tapiz de seda, y no poder hartar la panza vacía, redondear los ijares metidos y chupados y la tripa hueca como tubería de órgano. Era tal la impresión que causaba al Peludo la vista de la hierba apetitosa, rociada, velluda, de los dorados pajares y de las mieses en sazón; tal la rabia que sentía al oír el murmurio de la fuente cuando secaba sus fauces el anhelo del trabajo y la polvareda pegajosa del camino real; tal la violencia de su furioso apetito y el ímpetu de su colosal gazuza, que más de una vez, él, el manso, el resignado, el trabajador, el obediente, «pensó» hacer una muy gorda y sonada: soltar un rebuzno de guerra y arremeter a coces y a muerdos contra su despiadado jinete, su espolique, su amo, su tirano... ¡Qué deleite arrojar al suelo el lastre de sacos de harina, que pesan cual plomo, patearlos, reventarlos; que la harina se esparciese por la carretera; meter en ella el hocico, aventarla, hacerla volar en blanquísimas nubes! Y si era mucha el ansia de comer, no menor la de revolcarse. ¡Revolcarse! ¡Cuánto tiempo, desde su tierna infancia, su época de buchecillo retozón y candoroso, que no se revolcaba, con las cuatro patas batiendo el aire y la gris barriga al sol, el Peludo!

Cruzaban estas ráfagas de emancipación por la deprimida mollera del esclavo, pero no adquirían consistencia; eran aleteos pasajeros que abatía al punto la convicción de su eterna servidumbre y de que la había dispuesto la suerte, el fatum que preside a la existencia del jumento. Sí, lo peor del caso es que al Peludo la desgracia le había hecho fatalista; no esperaba nada de la Providencia, ni se atrevía a creer que pudiese lucir para él jamás un instante de relativa dicha. Hiciese lo que hiciese lo mismo tenía que ser... Hambre y palos, palos y hambre... Arriba con la carga; avante por la senda, y nada de protestas ni de quiméricos ensueños...

Razón llevaba el paciente Peludo en desconfiar de la suerte y en prometerse mayores desventuras; su amo, en vez de mostrarle algún apego, una pizca de consideración, a medida que el Peludo perdía fuerzas, agilidad y bríos, iba tratándole con mayor dureza y encomendándole las tareas más rudas y bajas, los transportes más reventadores y las jornadas a palo seco, en todo el rigor de la frase. Por eso, la glacial y lluviosa noche del 24 de diciembre encontró al cuitado Peludo sufriendo la intemperie con cachaza estoica, atado a una argolla de hierro, a la puerta de la más conocida taberna del Pellejón, una de las varias que salpicaban las orillas de la carretera de Marineda a Brigos. Otras veces no faltaba para el Peludo en aquel templo báquico el abrigo de una cuadra o de un estercolero, o siquiera de un cobertizo cerquita del pajar; pero ésta era noche de bulla y parranda, de regodeo y jarros colmados de vino y aguardiente, y cuando el Peludo, al trotecillo desmayado de sus provectas patas, se acercó a la taberna, no quedaba sitio ni techo para él. De dos puntillones, el amo le pegó a la pared, le amarró a la anilla, y allí se quedó el jumento, sin más techo que un emparrado desnudo de follaje, cuyas ramas goteaban hilos de agua llovediza, formando una charca bajo los cascos.

Veía el Peludo, al través de los vidrios de la ventana, la sala de la taberna iluminada, alegre, llena de hombres que jugaban a los naipes, disputaban, despachaban guisotes de bacalao y apuraban vasos de caña y tinto. Mientras los racionales celebraban así la Navidad, el asno, transido y empapado hasta los huesos, rendido de cansancio y desfallecido de necesidad, no tenía ánimos ni para exhalar un suplicante y doloroso rebuzno pidiendo sustento y calor. Una nube veló sus pupilas; sus corvas se doblaron. Iba a caer sobre el fango líquido, cuando advirtió una claridad suave, muy diferente de la que derramaban las pestíferas candilejas de la taberna, y divisó a su lado, con profunda sorpresa a otro borrico: un asno plateado, de luciente pelo, vivaracho, cordial. ¡Qué compañía tan grata! «¡Hi-ho!», flauteó dulcemente el caduco y asendereado jumento. Púsose el recién venido a roer con los dientes la cuerda que al Peludo sujetaba, y presto lo dejó libre. Echó a andar el argentado borriquillo, y detrás de él, sin meterse en más averiguaciones, el Peludo, ya regocijado y fuerte. A medida que adelantaban, la noche se hacía transparente, estrellada, tibia; el camino, fácil, seco, llano, lindo. A derecha e izquierda, prados de un tono de felpa verdegay, esmaltados de violetas y ranúnculos, convidaban al Peludo a saciar su apetito; arroyos cristalinos le brindaban con qué apagar su sed. Y el Peludo, entrando a saco, descuidado, libre, se entregó a la hierba jugosa; desde lejos podía oirse el ruido de molino que al mascar producía su vieja dentadura. Bebió a su talante en los manantiales; atracóse de trébol y hierba mollar, y al paso que devoraba, redondeábase su panza como globo que se infla, hasta que de súbito estallaron las cinchas que sujetaban la albarda, y quedóse en pelota, feliz como un rey. ¡Ahora sí que no se sentía fatalista el Peludo! Tan dichosa aventura lo convertía en el mayor providencialista del universo. En lontananza empezaba a despuntar la mañanica dorada y risueña; las violetas del prado olían a gloria; todo incitaba a un revuelco deleitable, y, izas!, el Peludo se dejó caer y se puso a nadar en aquel golfo de verdura, impregnándose de olores floreales, recogiendo en su pelambrera hojas de manzanilla. El asno se sentía victorioso, envuelto en luces de gloria. Y allá en los aires, lejos, alto, voces misteriosas repetían la profética cláusula: «Nos ha nacido un niño, y se llama Emmanuel...» El asno de plata, salvador del Peludo, le miraba entre compasivo y amigable, y le rebuznaba bondadosamente: «¡Hi-ho! ¿No me conoces? Soy el que calentó con su aliento a Jesús en el establo..., y el que llevó a Egipto a María la Nazarena...»

A la puerta de la taberna, el amo del Peludo, al salir de madrugada con los humos de la embriaguez muy densos aún, vio a su montura tendida en la charca, los ojos vidriosos, las patas rígidas.

-Rompióse la cuerda -observó el tabernero-. No le dé patadas -agregó-, que de poco sirve; tiene la oreja fría; está difunto.

Pero el amo, con la terquedad característica de los beodos, seguía descargando puntapiés al animal, jurando, blasfemando y maldiciendo. Al fin, convencido de lo inútil de sus esfuerzos, soltó una opaca risotada.

-Para lo que servía... -gruñó-. Ya ni podía conmigo...

Emilia Pardo Bazán

martes, 22 de diciembre de 2015

EL REGALO

                
De parte de Inés, alumna de nuestro centro, FÉLIZ NAVIDAD

Sonia miraba caer la nieve a través de la ventana. Aquella Nochebuena solo iba a tener de bueno el nombre, hacía dos semanas que sus padres se habían peleado, y desde entonces ella no había vuelto a verle. Su papá la llamaba todos los días, pero hoy, precisamente en esta noche tan especial, no había dado señales de vida. Su madre estaba en la cocina, haciendo la cena para ellas dos. No se pudieron marchar con el resto de la familia porque Ana, su madre, trabajaba en unos grandes almacenes, y en estas fechas era, como es normal, cuando más trabajo había, de modo que tuvo que quedarse hasta media tarde y venir corriendo para hacer la cena.
Para ella, una niña de doce años, la ausencia de su padre era un peso enorme que tenía que arrastrar durante todo el día. Él estaba en todos sus recuerdos, en todos los momentos importantes de su corta vida, cuando comenzó a andar, cuando aprendió a montar en bici, a multiplicar... lo echaba mucho de menos. Su madre estaba también muy deprimida, y aunque ella no sabía muy bien porque habían discutido sus padres, notaba en su madre un halo de tristeza y arrepentimiento que trataba de ocultar, pero que estaba siempre presente, y ella, a pesar de su corta edad, podía percibirlo.El enorme árbol de Navidad iluminaba toda la habitación, sus pequeñas luces parpadeaban sin dejar de estar nunca encendidas, guirnaldas doradas y bolas rojas y brillantes eran toda la decoración, lo había montado su padre un par de días antes de irse. En la televisión unos niños cantaban villancicos, y el olor del asado que su madre había preparado para cenar inundaba la casa. Sobre la mesa del comedor, adornada con velas, una pequeña bandeja de dulces, todo estaba tan bonito...
-Sonia - dijo su madre desde la cocina - tienes que hacerme un favor.
Sonia salió por un momento de sus propios pensamientos y volvió a la realidad al escuchar la voz de su madre.
-Dime mamá - contestó ella .
-Coge dinero del bolso y baja a la tienda a por un par de barras de pan, creía que tenia congelado pero no queda casi nada... date prisa que van a cerrar enseguida.
Rápidamente cogió unas monedas del bolso, se puso el abrigo y salió por la escalera a la pequeña tienda de barrio que estaba junto a su portal. Al salir a la calle, tan deprisa iba que no se percató de lo helado que estaba el suelo y patinó. Salió literalmente volando por los aires, y cuando estaba preparada para recibir el impacto de su cuerpo contra el suelo, unos brazos la cogieron por debajo de la espalda y la sujetaron. Cuando por fin pudo ponerse en pie, pudo ver a su salvador, era un hombre mayor, un tanto desaliñado, con algo de tripa y una barba canosa.
-Podías haberte hecho daño, pequeña, tienes que tener más cuidado.
Sonia se asustó un poco al principio, su madre siempre le decía que no hablara con
desconocidos, pero por alguna extraña razón que no llegaba a comprender, aquel hombre le inspiraba confianza.
-Gracias, es que soy un poco patosa - le dijo al hombre sonriendo - adiós - y dicho esto se marchó corriendo a la tienda.
Aun con el susto en el cuerpo a causa del resbalón que le podía haber costado algún hueso roto o algo peor, cogió dos barras de pan del mostrador y se las dio a la cajera. Mientras pagaba, observaba con asombro como aquel hombre que la había librado de una buena caída se tapaba con una manta y se sentaba en un banco bajo la marquesina de una parada de autobús. Al salir a la calle se dirigió a él y le pregunto.


-¿Es que espera el autobús? A esta hora ya no pasará ninguno - le dijo un tanto perpleja.
- No, no, qué va – contestó el hombre mientras sonreía - es que yo no vivo por aquí, y bueno, hasta que vengan a recogerme pues tengo que resguardarme en algún lado, sabes.
A Sonia le dio mucha pena, era un hombre mayor, de la edad de su abuelo más o menos, solo, en Navidad, hacía frío, nevaba...
Ana no se lo podía creer, su hija se había subido a casa las dos barras de pan que le encargó, y además, a un indigente que vaya usted a saber porque estaba en la calle. Lo cierto es que el pobre hombre estaba casi más sorprendido que ella y se notaba que no estaba pasando un buen rato.
-Señora - decía el hombre -- no se preocupe que yo me marcho ahora mismo, si he subido más que nada porque su hija ha insistido mucho, pero no es necesario que me quede a cenar.
-Claro que si - decía Sonia - mi mamá dice que tenemos que ayudar a las personas que lo necesitan, además usted me ha ayudado a mí, es lo menos que podemos hacer.
Y Ana, que era una buena persona, a pesar de las desconfianzas que se suelen tener cuando no conoces a alguien, decidió que poner un plato más en la mesa en aquella noche tan especial no suponía demasiado problema, y de paso seria una manera de que su hija no pensara toda la noche en su padre.
-¿Y cdmo ha dicho que se llama usted? - preguntó Ana
- Nicolás, señora, me llamo Nicolás, pero mis amigos me llaman Nico.
- Pues bienvenido a nuestra casa Nico, espero que le guste mi asado...
Ana le quitó el viejo abrigo al peculiar invitado y lo invitó a sentarse en la mesa bajo la mirada atenta de su hija, que lucía una sonrisa de oreja a oreja. Tanto ella corno él se sirvieron un par de copas de vino, Sonia una Coca-cola, y tras unos deliciosos entremeses, Ana sirvió el asado. Nicolás se deshacía en elogios por la suculenta cena que le estaban ofreciendo, y entre bocado y bocado no dejaba de contar cosas acerca de los sitios en los que había estado, de la gente que conocía, y de lo bonita que era la Navidad. Pero fue cuando llegaron los postres cuando verdaderamente comenzó a disfrutar. A aquel hombre le encantaban los dulces, comió turrón, mantecados, polvorones, mazapanes... comió de todo lo que se podía comer y se bebió una copita de sidra a la par que contaba chistes y chascarrillos que provocaban las risas de Sonia.
En una de esas, la pequeña. se fue al cuarto de baño, momento que su madre aprovechó para hablar con Nicolás.
-Hace mucho frío esta noche Nico, y ya es tarde, si quiere puede quedarse a dormir aquí esta noche, en la salita de costura tengo un sofá cama.
-Oh, no, que va, si a mí me van a recoger esta noche, soy una persona muy ocupada, sabe usted. No se preocupe por mí, yo estaré bien. Por cierto, no me gusta meterme donde no me llaman, pero... ¿Y su marido? He visto una foto de ustedes al entrar y me extraña no verlo aquí en un día tan señalado.
- Pues el caso es que no está, problemas de pareja sabe usted - Respondió Ana un poco contrariada.
-Caramba, lo lamento, ojalá se solucione pronto, por usted y por su hija, es una niña encantadora y lo tiene que estar pasando mal.
Ana no pudo evitar que se le humedecieran los ojos un poco al oír aquellas palabras, era cierto, ambas lo estaban pasando mal. Nicolás puso su mano en el hombro de Ana al percatarse de aquello.
-No se preocupe, es Navidad, todo se arreglará - le dijo con voz dulce aquel hombre.
La joven Sonia entró en ese momento, y sin ser muy consciente de la situación se acerco  a su madre y le dio un abrazo, mientras miraba con ojos de ternero a Nicolás.
-Bueno -dijo Nico tratando de romper el hielo - supongo que le habrás pedido algo a Santa Claus, mañana es Navidad, es día de regalos.
-Este año no he escrito ninguna carta, ya soy mayor, de manera que si me dejan algún regalo me alegraré, pero supongo que lo que yo quiero no me lo pueden envolver, sabes...
Nico observó la mirada triste y lánguida de Sonia, y con su mano izquierda acaricio su mejilla. Ella se estremeció, fue como si por un instante el calor azotara su rostro, y en esemomento, sin saber por qué se sintió bien.
-Nunca hay que perder la esperanza, pequeña, ni hay que dar nada por perdido, y como le he dicho a tu madre, mucho menos en Navidad... y por cierto, tengo que irme, son casi las doce y vendrán enseguida a buscarme...
- Pero no se vaya tan pronto - replicó Sonia - quédese aquí un poquito más, díselo tu mamá.
Nicolás se agachó un poco para ponerse a la altura de la niña, y así poder hablar mejor con ella.
-Ambas habéis sido muy amables conmigo esta noche, darle de cenar a un viejo al que no conocéis de nada. es un acto muy bonito, y yo os lo agradezco de veras...
Y dicho esto el hombre metió la mano en el bolsillo de su raída camisa y sacó una pequeña herradura plateada de las que se cuelgan en los árboles navideños y se la dio a Sonia.
-Toma pequeña, me han dicho que es mágica, pero que solo funciona en Nochebuena, aprovéchala.
La niña cogió la pequeña herradura y le dio un beso en la cara a Nicolás, él le ofreció a cambio una enorme sonrisa. Ana se levantó para darle su abrigo a aquel hombre que por algún motivo ahora tenía prisa por irse, y Sonia le lleno los bolsillos de turrones y mazapanes.
-Son para mientras esperas- le dijo sonriendo.
Nicolás salió por la puerta del apartamento y antes de cerrar les deseó a las dos con voz solemne Feliz Navidad y se marchó.
Sonia y su madre recogieron la mesa y se sentaron a ver la tele un rato juntas. Sonia se asomó un par de veces a la ventana para poder ver si recogían a Nicolás, pero este ya no estaba en la parada, se habría marchado. Se hizo tarde, y las dos decidieron acostarse juntas, no querían sentirse solas en una noche así, pero antes de hacerlo Sonia cogió la pequeña herradura que le habían regalado, y no sin antes mirarla detenidamente y pedir un deseo, la colgó en el árbol de Navidad, ¿Qué podía perder?
La luz de la mañana se filtraba a través de las tupidas cortinas de la habitación de Ana, la pequeña Sonia se giró para abrazar a su madre pero ella ya no estaba en la cama, se había levantado. Miró de reojo el reloj de la mesita para ver qué hora era... las ocho y media... pero a dónde iba su madre tan temprano. Pensó en remolonear un poco en la cama, menudo sueño, y entonces calló en la cuenta, era Navidad. No esperaba encontrar nada junto al árbol, o bueno, tal vez sí, pero en realidad le daba igual, lo que si le apetecía en ese momento era darle un abrazo a su madre, de manera que se levantd'de la cama, se puso las zapatillas y la bata y se fue a buscarla. Al llegar al salón se quedó parada en la puerta, la sorpresa fue mayúscula. Junto al árbol de Navidad, abrazados y besándose, se encontraban sus padres. Nada más darse cuenta, ambos se soltaron. Su padre se agachó y le abrió los brazos haciéndole un gesto para que viniera. Los pies de Sonia levitaron por encima de la alfombra hasta que alcanzaron los brazos de su padre.
-Te he echado de menos, cariño - dijo su padre sin poder contener las lagrimas.
-Yo también, papá, ¡por favor, no te vayas más!
Aquel salón se llenó de felicidad, y como no podía ser de otra manera, no faltaron los regalos, pero el que más ilusión le hizo a Sonia, sin contar el regreso de su padre, por supuesto, fueron los prismáticos que hacia tanto tiempo deseaba.
- Que guay... papá, mamá... ¿Puedo subir a la azotea para probarlos, puedo, puedo...?
- Vale - dijo su madre - pero abrígate y no te escurras que seguro que esta todo helado.
Sonia se puso las botas de agua, la bufanda y un abrigo encima del pijama y salió del piso, subiendo a toda velocidad por las escaleras los cuatro pisos que había hasta el ático del viejo edificio. Al llegar arriba abrió la vieja puerta de hierro y una capa blanca de nieve brillaba bajo la luz del sol, que comenzaba a ascender. La nieve crujía bajo sus botas al caminar y ella se acercó, poco a poco, a las paredes de la terraza para poder contemplar aquel paisaje de postal, cuando algo llamó su atención. A pesar de que ella suponía que era la primera en haber subido hasta ahí arriba, pudo ver como la nieve no había logrado tapar del todo unos rastros que parecían ser de esquíes, y lo que también parecían ser huellas de animales, y allí, muy cerquita de donde ella estaba, unos cuantos envoltorios de dulces y de mazapanes como los que le había dado a Nicolás. Sonrió para sí misma, miro al cielo, y sin saber por qué dijo

- Es cierto, nada es imposible en Navidad...

Inés Herrera Mesas

lunes, 21 de diciembre de 2015

FÉLIZ NAVIDAD, CON CAPERUCITA ROJA

NAVIDADES TRÁGICAS

Enviado por Pedro:

Parece que el viejo Simeon Lee, rico y déspota, se ha enternecido con la edad y después de años reúne por Navidad a sus hijos con sus respectivas esposas y su única nieta, de la hija que falleció hace años. Pronto conoceremos al viejo y sabremos que de tierno no tiene un pelo. No le gusta ninguno de sus hijos tengan o no personalidad y se lo echará en cara.

La noche del 25 de diciembre muere degollado bajo un charco de sangre en su despacho solo y la puerta cerrada por dentro. Todo un misterio por resolver… ¿como era posible?¿la puerta estaba cerrada por dentro y no había posibilidad de escapar…además todos los invitados de la casa parecen tener una coartada perfecta… Sin embargo Hercules Poirot, una vez más hará alarde de su gran talento, desenmascarando al verdadero asesino.

La novela de Agatha Christie gira en torno al misterio de quién es el asesino y cómo ha efectuado el asesinato. Se trata de una novela negra con numerosos personajes que serán presentados poco a poco en las primeras páginas. Todos pueden tener razones para haber matado a Mr. Lee, y de muchos se sospechará desde el primer momento pero, como en todos los libros de este tipo, estas sospechas bailarán de unos a otros hasta descubrir el misterio final.

Desde los primeros capítulos, en los que vamos descubriendo a cada personaje en su entorno, hasta el desenlace del misterio, el libro te engancha por completo gracias a esa prosa tan directa, ágil y seca, no abundan precisamente las florituras en la manera de narrar de Christie. A lo largo de las páginas somos testigos de los resquemores entre los hermanos y sus esposas, los recelos ante la misteriosa sobrina española que ha sido llamada a la mansión de Lee para instalarse en ella o las visitas inesperadas que nos ofrecen giros sorprendentes.

domingo, 20 de diciembre de 2015

THE SPIRIT OF CHRISTMAS PAST


When tears are in your eyes
It's time to look inside
Your heart can find another way

Believe in what I say
Don't throw this time away
Tomorrow will be Christmas Day
Christmas Day...

So let the shadows go
And drift away like snow
Tomorrow will be Christmas Day
Tomorrow will be Christmas Day
Christmas Day...

So dream until the night,
Becomes the morning light
Tomorrow will be Christmas Day
Tomorrow will be Christmas Day

ARRASTRO LA CADENA QUE EN VIDA ME FORJÉ


Era una lumbre muy débil para una noche tan cruda. No tuvo más remedio que arrimarse a ella como si estuviera incubando, para sacar de aquel puñadito de combustible la mínima sensación de calor. La chimenea era antigua, construida hacía mucho tiempo por algún comerciante holandés, y todo su contorno estaba alicatado con pintorescos azulejos holandeses que ilustraban las Sagradas Escrituras. Había Caínes y Abeles, hijas del Faraón, reinas de Saba, mensajeros angélicos descendiendo por el aire sobre nubes como colchones de plumas, Abrahanes, Baltasares, Apóstoles zarpando en barcos de mantequilla, cientos de imágenes para distraer sus pensamientos; sin embargo, aquel rostro de Marley, muerto siete años antes, venía como el antiguo callado del Profeta y se lo tragaba todo. Si cada uno de los lisos azulejos hubiese estado en blanco y Scrooge hubiese tenido la facultad de representar en su superficie alguna figura extraída de los dispersos fragmentos de su pensamiento, en cada uno de ellos habría aparecido una copia de la cabeza del viejo Marley.
«¡Tonterías!», dijo Scrooge, y empezó a caminar por la habitación. Dio varias vueltas y volvió a sentarse. Al apoyar la cabeza en el respaldo de la butaca, su mirada fue a posarse sobre una campanilla, una campanilla fuera de uso que colgaba en el cuarto y, con algún propósito ahora olvidado, comunicaba con un aposento situado en el piso más alto del edificio. Con gran sorpresa y con un miedo extraño, inexplicable, cuando la estaba mirando vio que la campanilla comenzaba a oscilar. Al principio se balanceaba tan poco que apenas hacía ruido, pero pronto repicó fuerte, y también lo hicieron todas las demás campanillas de la casa.
La cosa debió durar medio minuto, tal vez un minuto, pero pareció una hora. Las campanillas enmudecieron igual que habían sonado: a la vez. Luego siguió un ruido estridente que venía de muy abajo, como si una persona estuviese arrastrando una pesada cadena sobre los barriles de la bo-dega del vinatero. Entonces Scrooge recordó hacer oído que en las casas embrujadas los fantasmas arrastraban cadenas.
La puerta de la bodega se abrió de repente con un estruendo, y Scrooge oyó aquel ruido con más claridad en los pisos de abajo; luego, subiendo por las escaleras y, seguidamente, aproximándose directamente hacia su puerta.
«¡Siguen siendo tonterías!», dijo Scrooge. «¡No me lo pue-do creer! »
No obstante, se le demudó el color cuando, sin pausa, aquello atravesó la pesada puerta y se quedó en la habitación ante sus ojos. Cuando estaba entrando, las mortecinas llamas saltaron como si exclamasen: «¡Le conocemos! ¡Es el fantasma de Marley!», y volvieron a decaer.
El mismo rostro, el mismísimo. Marley como siempre, con su coleta, chaleco, calzas y botas; las borlas de las botas tiesas y erectas, al igual que la coleta, los faldones de la levita y los caballos. La cadena que arrastraba la ceñía por medio cuerpo; era larga y se le enroscaba como una cola; estaba hecha (Scrooge la observó atentamente) con arquillas para dinero, llaves, candados, libros de contabilidad, escrituras de compraventa y pesadas talegas de acero. Su cuerpo era tan transparente que al observarlo y mirar a través de su chale-co, Scrooge podía ver los dos botones de la espalda de la levita.
Scrooge había oído decir frecuentemente que Marley no tenía entrañas, pero nunca se lo había creído hasta ahora.
No, ni siquiera ahora se lo creía. Aunque miraba al fantasma de arriba abajo y la veía de pie ante él; aunque percibía el escalofriante influjo de sus ojos, mortalmente fríos; aunque observó incluso la textura del paño doblado que le enmarcaba la cara, desde la barbilla hasta la cabeza, envoltura que no había notado antes..., aún seguía incrédulo y luchaba contra sus propios sentidos.
«¿Qué significa esto?», dijo Scrooge, caústico y frío como nunca. «¿Qué se le ha  perdido aquí?»
«¡Mucho!» Era la voz de Marley, sin la menor duda.
«¿Quién eres tú?»
«Pregúntame quién fui».
«Pues ¿quién fuiste?», dijo Scrooge alzando la voz. «Eres puntilloso... como sombra». Iba a decir «para ser una sombra», pero le pareció más apropiado lo otro.
«En vida yo fui tu socio: Jacob Marley».
«¿Puedes... puedes sentarte?», preguntó Scrooge, mirándole dubitativamente.
«Sí puedo».
«Entonces, hazlo».
Scrooge había formulado la pregunta porque no sabía si un fantasma tan transparente podía estar en condiciones de tomar asiento; presentía que, en caso de que le resultara imposible, tal vez se haría necesaria una explicación embarazosa. Pero el fantasma se sentó al otro lado de la chimenea como si estuviera acostumbrado.
«Tú no crees en mí», observó el fantasma.
«No, yo no», dijo Scrooge.
«¿Qué otra demostración quieres de mi existencia, ade-más de la de tus sentidos?»
«No lo sé», dijo Scrooge.
«¿Por qué dudas de tus sentidos?»
«Porque», dijo Scrooge, «cualquier cosa les afecta. Un ligero desarreglo intestinal les hace tramposos. Puede que tú seas un trocito de carne indigestada, o un chorrito de mostaza, una migaja de queso, un fragmento de patata medio cru-da. ¡Hay en ti más salsa de carne que carne de tumba, seas quien seas!».
Scrooge no tenía mucha costumbre de hacer chistes y en modo alguno se sentía gracioso entonces. La verdad es que intentaba estar ingenioso para distraerse y dominar el terror que le invadía; la voz del espectro le removía hasta la médula de los huesos.
Scrooge presentía que iba a desmoronarse si seguía sentado en silencio, sin apartar la mirada de aquellos ojos inmóviles, vítreos. También había algo muy espantoso en el halo infernal que envolvía al espectro. Scrooge no podía verlo, pero se notaba claramente, pues aunque el fantasma estaba sentado en perfecta inmovilidad, su cabello, faldones y borlas seguían agitándose como por el vapor caliente de un horno.
«¿Ves este palillo de dientes?», dijo Scrooge volviendo con rapidez a la carga por el motivo ya señalado y deseando apartar de sí, aunque fuera tan sólo un segundo, la petrificada mirada de la aparición.
«Lo veo», replicó el fantasma.
«No lo estás mirando», dijo Scrooge.
«Pero lo veo», dijo el fantasma, «de todos modos».
«¡Bueno!», prosiguió Scrooge. «Sólo tengo que tragármelo y el resto de mis días me veré perseguido por una legión de diablos, todos de mi propia creación. ¡Tonterías! Eso es lo que te digo, ¡tonterías!»
En ese momento el espíritu lanzó un espeluznante quejido y sacudió la cadena con un ruido tan lúgubre y aterrador que Scrooge tuvo que agarrarse a los brazos del sillón para no caer desvanecido. Pero el espanto fue todavía mayor cuan-do al quitar el fantasma la venda que enmarcaba su rostro, como si dentro de la casa le sofocara el calor, ¡se le desmoronó la mandíbula inferior sobre el pecho!
Scrooge cayó de rodillas y, con manos entrelazadas, imploró ante él:
«¡Piedad!», exclamó. «Horrenda aparición, ¿por qué me atormentas?»
«¡Materialista!», replicó el fantasma. «¿Crees o no crees en mí?»
«Sí, sí», dijo Scrooge. «Por fuerza. Pero ¿por qué los espíritus deambulan por la tierra y por qué tienen que aparecerse a mí?»
«Está ordenado para cada uno de los hombres que el espíritu que habita en él se acerque a sus congéneres humanos y se mueva con ellos a lo largo y a lo ancho; y si ese espíritu no lo hace en vida, será condenado a hacerlo tras la muerte. Quedará sentenciado a vagar por el mundo, ­¡ay de mí!, y ser testigo de situaciones en las que ahora no puede participar, aunque en vida debió haberlo hecho para procurar felicidad»
El espectro volvió a lanzar otro alarido, sacudió la cadena y se retorció con desesperación sus manos espectrales.
«Estás encadenado», dijo Scrooge tembloroso. «Cuéntame por qué».
«Arrastro la cadena que en vida me forjé», repuso el fantasma. «Yo la hice, eslabón a eslabón, yarda a yarda; por mi propia voluntad me la ceñí y por mi propia voluntad la llevo. ¿Te resulta extraño el modelo?»
Scrooge cada vez temblaba más.
«¿O ya conoces», prosiguió el fantasma, «el peso y la longitud de la apretada espiral que tú mismo arrastras? Hace siete Navidades ya era tan pesada y tan larga como ésta. Desde entonces, has trabajado en ella aún más. ¡Tienes una cadena impresionante!»
Scrooge miró de reojo a su alrededor como si esperase encontrarse rodeado por cincuenta o sesenta brazas de cadenas, pero no vio nada.
«Jacob», dijo implorante. «Querido Jacob Marley, cuéntame más. Dime algo tranquilizador, Jacob».
«No puedo», contestó el fantasma. «Eso tiene que venir de otras regiones, Ebenezer Scrooge, y son otros ministros quienes lo aplican a otra clase de personas. Tampoco puedo decirte todo lo que quisiera; sólo un poquito más me está permitido. Yo no tengo reposo, no puedo quedarme en ninguna parte, no puedo demorarme. Mi espíritu nunca salió de nuestra contaduría ­¡óyeme bien!­, en vida mi espíritu jamás se aventuró más allá de los mezquinos límites de nuestro tugurio de cambistas. ¡Y ahora me esperan jornadas agotadoras!»
Siempre que se ponía meditabundo, Scrooge tenía la costumbre de meter las manos en los bolsillos de los pantalones. Así lo hizo ahora, pero sin alzar la mirada y sin ponerse en pie, mientras ponderaba las palabras del fantasma.
«Has debido estar un poco torpe, Jacob», comentó Scrooge con tono de negociante profesional, aunque con humildad y deferencia.
«¡Torpe!», repitió el fantasma.
«Siete años muerto», musitó Scrooge, «¿y viajando todo el tiempo?>
«Todo el tiempo», dijo el fantasma. «Sin descanso, sin paz, con la incesante tortura de los remordimientos»
«¿Viajabas rápido?», dijo Scrooge.
«En las alas del viento», contestó el fantasma.
«Has debido pasar por encima de muchos terrenos en siete años», dijo Scrooge.
Al oír esto el fantasma dio otro alarido y restalló la cadena en el silencio de muerte de la noche, con tal estrépito que la Patrulla Nocturna habría tenido toda la razón si le hubiera denunciado por escándalo público.
«¡Oh! cautivo, preso, aherrojado», gimió el fantasma, «¡sin saber que son necesarios años y años de incesante labor de criaturas inmortales para que esta tierra entre en la eternidad después de haber hecho en ella todo el bien que sea posible. Sin saber que todo espíritu cristiano, actuando caritativamente en su pequeña esfera, sea la que sea, se encontrará con que su vida mortal es demasiado breve para sus grandes posibilidades de servicio. Sin saber que ninguna clase de arrepentimiento podrá enmendar la oportunidad perdida en vida! ¡Y ése fui yo! ¡Ay, eso me sucedió!»
«Pero tú siempre fuiste un buen hombre de negocios, Jacob», balbuceó Scrooge, que ahora empezaba a aplicarse el cuento.
«¡Negocios!», exclamó el fantasma entrelazando otra vez las manos. «El género humano era asunto mío. El bienestar general era negocio mío; la caridad, compasión, paciencia y benevolencia eran todas de mi incumbencia. Mis relaciones comerciales no eran más que una gota de agua en el anchuroso océano de mis asuntos».
Levantó la cadena con el brazo extendida, como si ella fuera la causa de su irreparable dolor, y la tiró con violencia contra el suelo.
«En esta época del año es cuando sufro más», dijo el espectro. «¿Por qué habré andado entre la multitud de mis semejantes con la mirada baja, sin alzar nunca mis ojos hacia esa bendita Estrella que guió a los Santos Reyes hasta el humilde portal? ¡Como si no existieran hogares a los que me hubiera podido conducir su luz!»
Al oír al espectro expresarse en aquellos términos, Scrooge se sentía sumamente acongojado y empezó a temblar como una hoja.
«¡Escúchame!», exclamó el fantasma. «Mi tiempo se acaba».
«Lo haré», dijo Scrooge, «¡pero no seas cruel! ¡No te pongas poético, Jacob! ¡Te lo suplico!»
«No podría decirte cómo me aparezco ante ti de manera visible, pero he estado sentado a tu lado, invisible, durante días y días».
No era una idea muy agradable. Scrooge se estremeció y enjugó el sudor de su frente.
«Y no es una parte ligera de mi penitencia», prosiguió el fantasma. «Esta noche estoy aquí para advertirte que aún te queda una oportunidad para escapar a un destino como el mío. Una oportunidad, una esperanza que yo te he conseguido, Ebenezer».
«Siempre fuiste un buen amigo», dijo Scrooge. «¡Gracias!»
«Vas a ser visitado por Tres Espíritus», continuó el fantasma.
El semblante de Scrooge se quedó casi tan desencajado, como el del fantasma.
«¿Era eso la oportunidad y la esperanza que mencionaste, Jacob?», preguntó con voz quebrada.
«Lo es».
«Yo..., yo casi estoy pensando que mejor no», dijo Scrooge.
«Sin esas visitas», dijo el fantasma, «no tendrás esperanza de evitar un destino como el mío. El primero vendrá mañana, cuando las campanas den la una».
«¿No podrían venir los tres y acabar de una vez, Jacob?», insinuó Scrooge.
«Espera al segundo a la noche siguiente a la misma hora. El tercero, a la siguiente noche, cuando se extinga la vibración de la última campanada de las doce. No volverás a verme y, por la cuenta que te sigue, ¡recuerda todo lo que ha sucedido entre nosotros!»

Charles Dickens, Canción de Navidad

sábado, 19 de diciembre de 2015

LA ESTRELLA




Hay tres mil años luz hasta el Vaticano. En otro tiempo creía que el espacio no podía alterar la fe; y lo creía al igual que consideraba fuera de duda el que los cielos cantaran la gloria de la obra de Dios. A la sazón he visto esa obra y mi fe se encuentra considerablemente minada.
Contemplo el crucifijo que pende en la pared de la cabina sobre el ordenador Mark VI y por primera vez en mi vida me pregunto si no será un símbolo vacuo.
No he hablado con nadie todavía, pero la verdad no puede ocultarse. Los datos existen para que alguien los observe, registrados como están en millas incontables de cinta magnética y miles de fotografías que llevamos de regreso a la Tierra. Otros científicos las interpretarán tan fácilmente como yo; más fácilmente, sin duda. No soy quien para simular la manipulación de la verdad que tan pésimo prestigio proporcionó a mi orden en los días pasados.
La tripulación está ya bastante deprimida; me pregunto cómo se tomarán esta última ironía. Pocos de cuantos la componen tienen una fe religiosa, y, no obstante, no se aprovecharán de este arma definitiva usándola contra mí; guerra privada, honrada pero fundamentalmente seria, que ha tenido lugar durante todo el trayecto desde que salimos de la Tierra. Era divertido tener a un jesuita de Primer Astrofísico. El doctor Chandler, por ejemplo, nunca pudo asimilarlo del todo (¿por qué serán ateos tan notorios los hombres entregados a la medicina?). A veces me encontraba ante el tablero de observación, donde las luces permanecen siempre amortiguadas y el resplandor de las estrellas con gloria inalterada. Se me acercaba entonces y se quedaba contemplando el exterior por la gran escotilla oval, mientras los cielos giraban con lentitud en torno de nosotros a medida que la nave se balanceaba de punta a punta con la escora que no nos habíamos molestado en corregir.
-Bueno, padre -acababa diciendo al final-. Esto prosigue una eternidad tras otra; acaso lo hizo Alguien. Sin embargo, ¿cómo puede creer usted que ese Alguien ha de tener un interés especial en nosotros y en nuestro miserable mundillo? Esto es lo que no puedo entender. -Comenzaba entonces la disputa, mientras las estrellas y las nebulosas giraban en derredor de nosotros en silenciosos e infinitos arcos que se abrían del otro lado del plástico de la escotilla de observación.
En mi sentir, era la aparente incongruencia de mi posición lo que, de veras, divertía a la tripulación. En vano argumentaba yo con mis tres artículos en el Diario Astrofísico y mis cinco de Noticias Mensuales de la Real Sociedad Astronómica. Les recordaba que nuestra orden había conseguido no poca fama por sus trabajos científicos. Podíamos quedar pocos ya, pero desde el siglo XVIII habíamos hecho aportes a la astronomía y la geofísica que no podían ni siquiera evaluarse.
¿Dará al traste con mil años de historia mi informe sobre la Nebulosa del Fénix?
Me temo, empero, que dará al traste con muchas más cosas.
No sé quién bautizó a la nebulosa con ese nombre que tan malo me parece. Si contiene una profecía, ésta no podrá verificarse hasta dentro de mil años. Hasta la palabra «nebulosa» es equívoca, ya que el Fénix es mucho más pequeño que esas magníficas acumulaciones de gas (la materia de las estrellas nonatas) que se esparcen por toda la longitud de la Vía Láctea. En escala cósmica, por supuesto, la Nebulosa del Fénix es una cabeza de alfiler, una tenue cáscara de gas que rodea a una estrella única.
O lo que queda de esa estrella...
Mientras se alza por encima de las líneas del espectrofotómetro, la rubensiana pesadez de Loyola parece burlarse de mí. ¿Qué habrías hecho tú, Padre, con este conocimiento que me ha sobrevenido, tan alejado del pequeño mundo que era todo el universo que tú conociste? ¿Habría triunfado tu fe en la prueba, como la mía ha fallado ante ella?
Miras en la distancia, Padre, pero por mi parte he ido más allá de lo que pudieras haber imaginado cuando fundaste nuestra orden hace dos mil años. Ninguna otra nave investigadora ha ido tan lejos de la Tierra; nos encontramos en las mismísimas fronteras del universo explorado. Nos propusimos alcanzar la Nebulosa del Fénix, lo conseguimos, y regresamos con el conocimiento sobre nuestros hombros. Desearía liberar mis hombros de esa carga, pero en vano te invoco a través de los siglos y los años luz que se alzan entre nosotros.
Las palabras son transparentes en tu libro de reglas. AD MAIOREM DEI GLORIAM, dice el mensaje, pero se trata de un mensaje en que ya no puedo creer. ¿Habrías seguido creyendo tú de haber visto lo que hemos encontrado?
Por supuesto, sabíamos lo que era la Nebulosa del Fénix. Todos los años, sólo en nuestra galaxia explotaban más de cien estrellas, aumentando durante horas o días su fulgor en miles de veces antes de sumergirse en la muerte y la negrura. Son las novas ordinarias, las consabidas catástrofes del universo. He registrado los espectrogramas y curvas de luz de docenas de ellas desde que comencé a trabajar en el observatorio lunar.
Pero tres o cuatro veces cada mil años tiene lugar algo distinto junto a lo que hasta una nova palidece con total insignificancia.
Cuando una estrella se convierte en supernova puede, durante un breve instante, apagar el brillo de todos los soles de la galaxia. Los astrónomos chinos detectaron una en 1054 sin saber que fenómeno fue. Cinco siglos más tarde, en 1572, estalló una supernova en Casiopea con tanto brillo que fue visible a la luz del día. En los mil años transcurridos desde esa fecha han tenido lugar tres explosiones más.
Nuestra misión era visitar los restos de una catástrofe tal para reconstruir los sucesos que la habían precedido y, de ser posible, saber la causa. Nos adentramos con cautela en las capas concéntricas de gas que habían estallado tres mil años antes y que se encontraban todavía en expansión. El calor era inmenso y radiaba aún con feroz luz violeta, demasiado tenue empero para hacernos daño. Cuando la estrella explotó, sus estratos exteriores irrumpieron hacia arriba con velocidad tal que habían salido por completo de su campo de gravitación. Hoy forman un caparazón hueco tan grande que puede abarcar mil sistemas solares, rodeando lo que brilla y arde en su centro y que no es sino el objeto fantástico que es ahora la estrella: una masa blanca, más pequeña que la Tierra, pero con un peso un millón de veces mayor.
Las capas de gas brillante nos rodeaban y desvanecían la noche normal de los espacios interestelares. Volamos en el interior de una bomba cósmica que había detonado milenios atrás y cuyos fragmentos incandescentes eran todavía metralla.
La inmensa escala de la explosión y el hecho que su onda expansiva hubiera alcanzado ya un volumen de espacio de muchos billones de millas, despojaba a la escena de todo movimiento perceptible. Un ojo desnudo tardaría décadas antes de captar un movimiento en las torturadas espirales de gas; sin embargo, la sensación del estallido lo dominaba todo.
Habíamos comprobado nuestra dirección primaria horas antes y nos encaminábamos despacio hacia la pequeña estrella que teníamos al frente. Había sido un sol como el nuestro en otro tiempo, pero había despilfarrado en pocas horas la energía que habría mantenido su brillo durante un millón de años. A la sazón se encontraba como un tacaño desplumado que escatimara sus recursos en un intento de reparar su pródiga juventud.
Seriamente, nadie esperaba encontrar planetas. Si alguno hubo antes de la explosión se habría convertido en ráfagas de vapor y su sustancia se habría confundido con la estructura de la estrella misma. Pese a todo investigamos rutinariamente, como siempre que nos aproximábamos a un sol desconocido, y dimos con un mundo diminuto que daba vueltas en torno de la estrella a una distancia inmensa. Tenía que haberse tratado del Plutón de aquel desvanecido sistema solar, dando vueltas en las fronteras de la noche. Demasiado lejos del sol central para haber conocido la vida, su distancia misma lo había salvado del destino que sin duda habían seguido todos sus compañeros.
Los fuegos de la explosión habían afectado su capa rocosa y quemado la costra de gas helado que en sus días lo habría cubierto. Aterrizamos y encontramos la bóveda.
Sus constructores hicieron seguramente lo mismo que habríamos hecho nosotros. La señal monolítica que se erguía sobre la entrada era a la sazón una masa fundida, pero desde que tomamos las primeras fotografías desde lejos supimos que aquello había sido obra de la inteligencia. Poco después detectamos la capa de radiactividad que había quedado enterrada en la roca. Aún cuando el pilón que descollaba sobre la Bóveda hubiera sido destruido, esta capa habría permanecido, inmóvil, pero como faro eterno que llamaba a las estrellas. Nuestra nave descendió hacia aquel gigantesco ojo de buey como una flecha corre hacia la diana.
El pilón debió alcanzar una milla de altura cuando fue construido, pero a la sazón parecía un cabo de vela que hubiera sido derretido y convertido en amasijo de cera. Nos costó una semana pasar por la capa rocosa fundida, ya que no teníamos las herramientas apropiadas para el caso. Nuestro programa original fue dejado de lado; aquel monumento solitario, que hablaba de un trabajo realizado a una distancia tan grande del sol destruido, sólo podía tener un sentido. Una civilización que supo cercana su muerte había alzado su último adiós a la inmortalidad.
Habríamos tardado generaciones enteras en examinar todos los tesoros que encontramos en la Bóveda. Ellos tuvieron mucho tiempo para prepararla, ya que el sol debió dar sus primeros avisos muchos años antes de la explosión final. Todo lo que quisieron preservar, todos los frutos de su genio, lo llevaron hasta aquel mundo distante en los días que precedieron al fin, esperando que cualquier otra raza los encontrara y no hiciera caso omiso de ellos.
¡Si hubieran tenido un poco más de tiempo! Podían viajar con soltura de un planeta a otro, pero todavía no habían aprendido a salvar los golfos interestelares; y el sistema solar más cercano se encontraba a cien años luz de distancia.
Aun cuando no hubieran sido tan intranquilizadoramente humanos como mostraban sus esculturas, no hubiéramos podido menos que admirarlos y lamentar su destino. Dejaron miles de registros visuales y máquinas para proyectarlos, junto con elaboradas instrucciones gráficas de las que no resultaba difícil deducir su lenguaje escrito. Examinamos muchos de aquellos registros y revivimos con ellos por vez primera, en seis mil años, la calidez y hermosura de una civilización que tuvo que ser superior a la nuestra de muchas maneras. Acaso habían dejado memoria sólo de lo mejor. Pero sus mundos eran encantadores y sus ciudades habían sido construidas con una gracia que se relacionaba con la de cualquiera de las nuestras. Las contemplamos en pleno funcionamiento y escuchamos su habla musical a través de las centurias. Recuerdo todavía una viva escena: un grupo de niños en un banco de extraña arena azul jugaban con las olas como los niños juegan en la Tierra.
Y hundiéndose en el horizonte, todavía cálido, amable y vitalizador, se encontraba aquel sol que pronto habría de trocarse en traidor y de olvidarse de toda aquella felicidad inocente.
Posiblemente, de no haber estado tan lejos de la Tierra y de no habernos encontrado por ende tan propensos a la soledad, no nos habríamos conmovido tanto. Muchos habíamos visto ruinas de antiguas civilizaciones en otros mundos, pero nunca nos habían afectado tan profundamente.
La tragedia era única. Para una raza, sucumbir y decaer era una cosa, como las naciones y las culturas habían hecho en la Tierra. Pero ser destruida tan completamente en pleno florecimiento, sin dejar supervivientes... ¿cómo podía conciliarse ello con la misericordia de Dios?
Mis colegas me preguntaron esto y les di las respuestas que supe. Acaso tú lo habrías hecho mejor, Padre Loyola, pero nada he encontrado en los Ejercicios Espirituales que pueda servirme. No habían sido malvados; no sé a qué dioses adoraban, si acaso adoraban a alguno. Pero los he visto después de muchos siglos y he contemplado durante largos instantes el empeño que pusieron en su último esfuerzo por preservarse mientras ese empeño era iluminado por el sol que estaba amenazado.
Sé las respuestas que me darán mis colegas cuando regrese a la Tierra. Dirán que el universo no tiene propósito ni plan, puesto que cada año explotan cien soles, en este mismo instante hay una raza en algún lugar del espacio que se encuentra en trance de extinción. Tanto si ha obrado bien como si ha obrado mal en el curso de su existencia, ello no cuenta a la hora definitiva; no hay justicia divina porque no hay Dios.
No obstante, por supuesto, cuanto hemos visto no prueba nada. Quien argumentase así estaría sometido a las leyes de la emoción, no de la lógica. Dios no necesita justificar sus actos ante los hombres. Aquel que hizo el universo puede destruirlo cuando quiera. Es una arrogancia peligrosamente próxima a la blasfemia el decir lo que puede y no puede hacer.
A pesar de los mundos y las civilizaciones incluidas en esta consideración, podría haber aceptado este razonamiento. Pero hay un punto en el que la fe más profunda se resquebraja y, a la sazón, una vez hechos mis cálculos, he alcanzado ese punto.
Antes de llegar a la nebulosa nos era imposible decir cuándo se había producido la explosión. No obstante, a la sazón, gracias a la evidencia astronómica y a los registros encontrados en el planeta superviviente, he podido fechar la catástrofe con precisión. Sé en qué año llegó a la Tierra la luz despedida por aquel estruendo colosal. Sé con qué brillantez lució en los cielos terrestres la supernova cuyo cadáver relampagueaba mortecinamente tras nuestra nave. Sé también lo que ocasionó un resplandor a poca altura, antes del alba, brillando como un faro en el oriente.
Razonablemente no puede haber dudas; el viejo misterio está resuelto por fin. Sin embargo... Señor, había tantas estrellas que pudiste haber usado...       
¿Qué necesidad había de llevar a aquellas gentes a la destrucción y que el signo de su aniquilación resplandeciese sobre Belén?

Arthur C. Clarke

PREMIO HUGO 1956 AL MEJOR RELATO CORTO