Nuria nunca
tuvo padre pero, de vez en cuando, el mar le traía a un hombre que le ordenaba
cerrar la boca al comer. Era un individuo enorme y baladrón, de perenne mirada
furibunda, que malvendía sus apegos fuera de casa y repartía a su familia una
calderilla afectiva con la que creía cumplir, como quien guarda las sobras de
la comida para los gatos del callejón. Aquel hombre rudo y vocinglero parecía
provenir del corazón mismo del mar, pues acarreaba un tufo a salitre y carnaza
que vencía al jabón, un hedor a machos apretados en camarotes mínimos, a
naufragio antiguo y pescadería sucia que, cuando el mar volvía a llevárselo,
quedaba flotando en la casa, agarrado a las paredes como el olor del vómito.
Por las
noches, cuando aquel hombre ya llevaba dos o tres días con ellos, Nuria se
arrodillaba ante los pies de la cama, fijaba una mirada solemne en el crucifijo
que colgaba sobre la cabecera, y pedía al mar que se lo tragara para siempre,
que desistiera de escupirlo de nuevo a la orilla, que mejor soportar las burlas
en el colegio por no tener padre que vivir aquellos periodos de temor en los
que debía conducirse sin hacer ruido, estar siempre dispuesta para irle a por
tabaco y no poner los codos en la mesa. Pero sus ruegos no eran escuchados.
Acaso le pareció que sus insistentes súplicas enfadaron al Señor, pues un día
su padre regresó pálido y endeble, dispuesto a quedarse para siempre en tierra
sin que a nadie explicara sus motivos, como si el mar le hubiese herido con un
desplante de enamorada, contra el que no le quedara más remedio que hundirse en
la poza de un silencio contrariado.
A partir de
ese día la vida en la casa cambió por completo. Hasta entonces Nuria había
llevado una existencia tranquila, incluso feliz, apenas perturbada por las
burlas de sus compañeras de colegio, que ya por esa época comenzaban a
reciclarse en bromas sin malicia motivadas por la envidia, pues con el
despuntar tierno de la adolescencia la ausencia de padre se reveló más una
ventaja que una tara. En comparación con las otras muchachas de su clase, Nuria
gozaba de una libertad inaudita para su edad. Sus días eran orquestados
únicamente por la batuta ecuánime de su madre, con quien desde pequeña mantenía
una complicidad de aliados. La intermitencia paterna, sin llegar a abolir del
todo la jerarquía propia de sus edades, había forjado entre ellas una
camaradería insólita, no exenta de un romanticismo trasnochado, como de mujeres
que deben sacar adelante la hacienda mientras el hombre combate en el frente. A
su madre no dejaba de sorprenderla la admirable sensatez con la que Nuria se
conducía en la vida. Nunca olvidaría, por ejemplo, la serenidad con que la
informó de su primera menstruación, sin la menor sombra de ese pánico que la
había sobrecogido a ella al despertar manchada en lo más íntimo con un rastro
de moras. Fue esa prudencia tan infrecuente en una niña de trece años, la que
hizo que Nuria nunca tuviese que privarse de ninguno de los muchos eventos que
jalonan los albores de la adolescencia. Todo eso cambió, sin embargo, con la
llegada definitiva de su padre.
Tomás Vallejo
convirtió en trono el sillón junto al televisor, y allí se instaló con aquel
mutismo torvo de volcán amansado que lo convertía en un intruso inquietante, en
una deidad marina que solo emergía del silencio para emitir sus implacables
designios. Dado al compadreo, no le resultó difícil buscarse los dineros
trapicheando en la lonja. Adquirió una furgoneta destartalada, y enseguida se
hizo con una pequeña cartera de clientes, que fue creciendo a medida que su
buen tino para seleccionar el pescado de calidad se hacía célebre. Nunca mostró
el menor interés, sin embargo, por fortalecer la envergadura de su negocio, ni
siquiera reemplazó la ruinosa furgoneta. Le bastaba con conseguir el dinero justo
para que los suyos vivieran con dignidad. Solía levantarse cuando el cielo
mostraba las primeras puñaladas de luz y, antes de que la ciudad rasgara la
húmeda muselina del sueño, él ya estaba de vuelta con la jornada resuelta,
sentado ante el televisor, despidiendo una tufarada de colonia de bote y
recovecos de océano, dispuesto a gobernar con mano de tirano el destino de su
familia.
En poco
tiempo, el salón se transformó para Nuria en un ámbito impracticable; atravesar
esa estancia significaba quedar expuesta a las caprichosas órdenes de su padre,
cuando no a la inquietante fijeza de su mirada, que parecía estudiarla con una
atención de entomólogo. Nuria se resignó a moverse por la casa con andares de
fantasma, a hablar con su madre mediante murmullos y a atrincherarse en la
angostura de su dormitorio, un cubículo al que solo llegaba la melancólica
claridad que se despeñaba por el patio interior, pero el único lugar del que no
la reclamaba su padre. Derramó muchas lágrimas tratando de entender los motivos
por los que de repente se había visto privada de toda la libertad de la que
disfrutaba. Su padre parecía haber vuelto de la mar con el firme propósito de
enterrarla en vida, pues solo le permitía salir de la casa para asistir al
colegio, y aun así era él quien la llevaba y recogía en la mísera furgoneta,
como si se tratara de un encargo que no necesitaba conservarse en hielo.
Cualquier otra actividad, por inocente que fuera, le era prohibida con una
tajante sacudida de cabeza ante la que tampoco su madre podía protestar, pues a
Tomás Vallejo le bastaba con amagar el gesto de una bofetada para acallarla.
Durante un tiempo, Nuria confió en que ella al fin alzara la voz en su defensa,
y no cesó de requerirle ayuda con las mismas miradas cómplices del pasado, pero
dejó de hacerlo cuando tropezó, buscando no recordaba qué en la mesilla de su
madre, con un tarrito de cápsulas azules, de esas que ayudan a dormir sin
tormentos, y comprendió de golpe que estaba pidiendo auxilio a alguien que lo
necesitaba más que ella. La vida se convirtió entonces para Nuria en una
trabazón de tardes idénticas en la celda de su cuarto. Allí, rodeada de una
cohorte de muñecas de trapo con las que ya no le apetecía jugar, se entretenía
viendo llegar a la mujer que llevaba dentro en la luna del armario, o
imaginándose que se fugaba para siempre a través del patio, mediante las
gruesas venas de las tuberías, hasta que el odio hacia su padre la obligaba a
tumbarse en la cama y a sembrar la almohada con las lágrimas blancas de las
princesas cautivas.
Una tarde, su
madre le contó que había tropezado en la calle con uno de los marineros con los
que su padre solía embarcarse, al que no había dudado en interrogar sobre los
motivos que habían forzado a su marido a quedarse definitivamente en puerto
tras su última travesía. Pero era poco lo que su compañero de faena sabía al
respecto, salvo que Tomás Vallejo había decidido renegar para siempre del mar
al término de una noche de guardia, tras la que lo encontraron demudado y
cadavérico, suplicando el regreso a la costa con un hilo de voz que le
arruinaba la hombría. El mar está lleno de leyendas, acabó diciéndole el marino
para mitigar su extrañeza, de cosas que cuesta trabajo creer hasta que uno no
las ve con sus propios ojos, y no hay nada peor que enfrentarse a sus
fantasmagorías durante una solitaria guardia nocturna. El mar, a veces, nos
dice cosas que no queremos saber.
Ni Nuria ni su
madre otorgaron demasiado crédito a las palabras del marinero, impregnadas de
un misterio demasiado teatral. El ogro que habitaba en el salón se les antojaba
un ser insensible a las sutilezas de las visiones marinas, en caso de que las
hubiera. Como mucho, habría sufrido un estremecimiento en el corazón, o habría
oído, en la calma nocturna del mar, la desafinada música de su interior, que le
advertía que el cansancio milenario de sus huesos había alcanzado finalmente la
pleamar. Lo único que parecía cierto era que algún acontecimiento o revelación
crucial había tenido lugar sobre la desierta cubierta, removiendo por dentro a
Tomás Vallejo y reemplazándole en un juego de manos nefasto, la vastedad del
océano por el rincón del salón.
Pero los días
se sucedieron, monótonos y deslucidos, sin que ninguna de las dos se aventurase
a interrogarlo abiertamente, intuyendo quizá que la respuesta no iba a ser otra
que un desplante airado. Nuria, por su parte, trataba de mantenerse lo más
lejos posible del sujeto que había conseguido que, hasta el hecho simple de
vivir, le resultara insoportable. Le bastaba con la penitencia de tener que
viajar a su lado cada mañana en la furgoneta, sofocada por el hedor turbio de
la carga reciente. No sabía qué odiaba más de los recorridos compartidos en la
infecta tartana, si el silencio hermético que gastaba su padre o sus grotescos
intentos de comunicación, aquellos arrebatos de camaradería que lo asaltaban de
vez en cuando, y que ella abortaba con lacónicos monosílabos. La furgoneta
dilataba un itinerario ya largo de por sí, durante el que Nuria se entretenía
en rumiar mil maneras de vengarse de aquel dictador tripón que, no contento con
arruinarle la vida, pretendía además ganarse su confianza. La confundía, sin
embargo, su afán por extraer de ella alguna frase cariñosa, o cuando menos
cordial, pues se le antojaba imposible que su padre no fuese capaz de leer en
su acritud el desprecio que le profesaba. Sus intentos de acercamiento eran
siempre torpes e irrisorios, y por lo general se reducían a un par de
tentativas que, una vez ella desbarataba, daban paso al impenetrable silencio
que los acompañaría el resto del trayecto. Por eso la sorprendió que una
mañana, como si no le importara que ella no le atendiese, su padre empezara a
hablar de las leyendas del mar.
Con una voz
trémula, que sin embargo fue adquiriendo confianza día a día, como si él mismo
se acostumbrara al estrépito de su vozarrón reverberando en el angosto interior
de la cabina, Tomás Vallejo desgranaba con su humilde oratoria, no se sabía
para quién, las historias del mar que mejor conocía. Las escogía al azar, y las
narraba de forma desordenada, barajando experiencias personales con leyendas
que corrían de boca en boca. A veces realizaba largas pausas, conmovido por la
nostalgia de los recuerdos o sorprendido por la dimensión épica que cobraban
sus cotidianas gestas de marino en constante porfía contra el océano, al ser
contadas mientras atravesaban aquel paisaje aletargado de panaderías y kioscos.
Pero sobre todo le excitaba la mella que su desesperada estrategia parecía
causar en el desinterés de su hija. Con el correr de las mañanas y las
leyendas, Nuria había ido desentendiéndose de lo que sucedía tras la ventanilla
e interesándose por las historias que él contaba, incluso había empezado a
prepararle el café por las mañanas, en un gesto que conmovió a Tomás Vallejo,
quien pronto dejó de hablar para sí mismo y empezó a hablar para la persona que
más quería en el mundo.
Le habló de
todo lo que se le ocurrió, temiendo volver a perderla si se quedaba callado. Le
habló de piratas y bucaneros, de islas desconocidas que no figuraban en los
mapas, donde se escondían científicos locos que hacían experimentos con los
náufragos que las mareas derramaban sobre la arena; de atolones envueltos en
jirones de bruma en los que habitaban animales extraños, huidos del jardín del
Edén antes de que Adán tuviese tiempo de ponerles nombre. Le habló de tritones
y sirenas, de calamares gigantes y hombres-pulpos, y de toda la fauna de
ensueño que el mar alberga en su vientre. Le habló de faros fantasmas que
conducían a los barcos hacia los arrecifes con sus luces perversas, y de cómo
algunas noches, fondeando cerca de la costa, podía verse vagar las ánimas
errabundas de aquellos que se arrojaban desde los acantilados por asuntos de
amor. Le contó la asombrosa historia de Arthur Miclans, el niño que fue rescatado
por un delfín tras caer por la borda de un barco de emigrantes. Le habló de los
peces que bullían en los abismos marinos, en ranuras tectónicas donde la
ausencia de luz y las bajas temperaturas habían fraguado un universo refulgente
de seres eléctricos y majestuosos. Y le describió la sobrecogedora estampa de
una playa rebosante de ballenas varadas, tendidas sobre la arena como dólmenes
derrumbados.
Su hija
atendía a sus palabras sin poder disimular el arrobamiento que le producían.
Hasta ese momento, Nuria no había considerado el mar como otra cosa que una
inmensa llanura azul en cuyo interior revolvían algunos hombres para ganarse el
sustento. Hombres tan barbados y fieros como su padre, que se echaban a la mar
con los primeros fulgores del alba, dejando a sus espaldas la rémora de una
familia que solo parecían amar verdaderamente cuando mediaba entre ellos la
distancia. Nunca se le ocurrió que el océano albergara otra cosa que el pescado
ceniciento que exhibían los tenderetes del mercado sobre un lecho de hielo
picado y hojas de lechuga, relumbrando bajo los focos como alfanjes
herrumbrosos. Pero de las redes de su padre surgían a veces criaturas
fabulosas, como si los aparejos hubiesen buceado en los sueños de un Dios que,
cansado de modelar el barro con solemnidad, envidiara a los niños que jugaban
sin trabas con la plastilina. Sobre la cubierta, entre el palpitante botín de
rapes y merluzas, podía infiltrarse también el pez trompeta, con sus labios de
trovador; el pez gato, con su mirada de mujer fatal, o el pez ángel, arrancado
del retablo de alguna basílica submarina. El océano se le antojaba ahora a
Nuria un arcón rebosante de leyendas, un escenario capaz de rivalizar en
atractivo con los castillos espectrales o los bosques encantados.
Pero no fue el
mar lo único que cambió para ella. El hombre que conducía a su lado pareció
transformarse también, alcanzar una dimensión humana de la que antes carecía.
Nuria no sabía que durante los periodos en los que su padre permanecía
embarcado, el tiempo goteaba con una lentitud huraña y dolorosa. Ni que para
aquellos hombres a merced de los elementos, cada minuto arrancado a la vida era
el motivo de una celebración íntima que les amansaba la expresión con una
sonrisa apenas sugerida. Expuestos a los caprichos de un mar que lo mismo podía
colmarle las redes que ahogarlos bajo un golpe de agua, cada amanecer sin bajas
era un humilde triunfo del que solo cabía regocijarse en silencio, conscientes
en el fondo de que el mérito no era suyo, pues desde que escogieron esa vida su
destino lo reescribía la espuma sobre la arena. Ahora sabía Nuria que mientras
ella disponía de toda la casa para sí, su padre convivía con otros muchos en un
mundo oscilante que medía treinta y dos metros de eslora y siete de ancho,
hecho de espacios angostos cuyas paredes estaban empapeladas de vírgenes
llorosas y hembras desnudas, porque tanto valían unas como otras si ayudaban a
mantenerse firme en medio de un temporal. Y sintió una punta de piedad hacia
aquel hombre curtido en la adversidad, que cada vez que ponía pies en tierra
debía experimentar un alborozo de superviviente que no podía compartir con su
familia por temor a estremecerle las esperas, que solo podía festejar en alguna
taberna con otros como él, entendiéndose a gritos porque todavía conservaban en
los oídos el estruendo infernal de los motores.
Fue aquella
piedad, sumada a las migajas de confianza que los viajes compartidos habían
hecho surgir entre ambos, la que movió a Nuria a interrogar a su padre sobre
los motivos que le habían llevado a huir del medio que tanto parecía amar. Se
lo preguntó con un hilito de voz dulce, aprovechando el distendido silencio que
siguió a una de sus joviales risotadas. Pero Tomás Vallejo no contestó. Al oír
la pregunta, giró la cabeza hacia su hija con lentitud de fiera, y le dedicó
una mirada entre enojada y sombría que le hizo comprender que la amistad que
había creído percibir entre ellos no era más que un espejismo. Sea lo que fuere
que su padre había visto, solo llegarían a saberlo los gusanos que habrían de
devorarle el corazón.
Tomas Vallejo
nunca había creído en las leyendas del mar hasta aquella guardia fatídica que
cambió el curso de su vida. Había oído cientos de historias, a cuál más
descabellada, pero hasta esa noche las había considerado hijas de las fiebres y
el escorbuto, cuando no del tedio de las largas travesías. Sin embargo, todavía
conservaba en las venas el temor que había experimentado durante aquella
guardia, cuando un rumor siniestro que parecía provenir del mar lo sobrecogió en
mitad de su tercer café. El lúgubre soniquete le hizo levantarse para asomarse
a la borda con cautela. En un principio, no logró discernir nada en la
oscuridad reinante, pero no había duda de que aquel chirrido quejumbroso
anunciaba la inminente llegada de algo que se deslizaba hacia el pesquero
lentamente, sin alterar el sueño de las aguas. Desconcertado por el hecho
imposible de que el mar no acusara su avance, Tomás Vallejo contempló surgir de
la negrura el maltrecho casco de un velero. Tanto por lo antiguo de su diseño
como por la podredumbre de la madera, supo que aquella embarcación había sido
construida hacía siglos. Poseía dos mástiles provistos de sendas velas
cuadradas, y en el costado, bajo un recamado de algas acartonadas, aún podían
apreciarse las cuencas vacías de una hilera de portas por donde antaño asomaron
las fauces de los cañones. Dedujo que debía tratarse de un bergantín de los
muchos que ejercían de naves corsarias en el pasado. Aterrado, conteniendo el
vómito ante el hedor a leprosería que exhalaba la aparición, la contempló
desfilar procesionalmente ante él, cruzándose con su embarcación a una
distancia tan íntima que le hubiese bastado con alargar la mano para poder
acariciar su lomo repujado de sargazos. Pudo observar entonces que en su
arboladura anidaban unos albatros enormes. Algunos planeaban sobre la nave como
pandorgas fúnebres, y otros permanecían sobre las jarcias y obenques, no sabía
si dormidos o acechantes. Pero la sangre acabó de helársele en el corazón
cuando reparó en la silueta que se encontraba de pie sobre la cubierta de proa.
Por su tamaño, parecía una niña. Cuando la tuvo cerca, pudo ver el rostro de su
hija. Nuria, vestida con un abrigo rosa con dibujos de osos y el cabello
recogido en trenzas, le dedicó una mirada indescifrable mientras pasaba ante
él. Y Tomás Vallejo tuvo que apretar los dientes con fuerza para no lanzar un
alarido desgarrador con el que se le hubiera escapado también la cordura.
Lo encontraron
al amanecer encogido en la cubierta, suplicando el regreso entre lágrimas de
mujer. Tomás Vallejo sabía lo que significaba aquel barco. Algunos años antes,
bebiendo en una taberna del puerto, un marinero le había hablado de la
existencia de un bergantín que surcaba los mares al servicio de la muerte.
Entre confidentes susurros con olor a vinazo le contó que, durante el
transcurso de una guardia, un compañero suyo había sido sorprendido por la
espectral aparición de una nave que parecía navegar a la deriva, escoltada por
una decena de albatros, en cuya proa alcanzó a distinguir, sobrecogido, la
silueta de un hombre que era él mismo. Tras aquella visión, el marinero no
volvió a echarse al mar. En tierra, nadie creyó su relato. Se atrincheró en el
diminuto apartamento donde vivía con su numerosa familia, negándose a salir de
allí bajo ninguna circunstancia, pues estaba seguro de que haberse visto como
pasajero de aquel navío fantasma solo podía significar que su muerte estaba
próxima. El marinero dejó pasar los días postrado en el lecho, como un enfermo
sin más dolencia que el horror de una muerte trágica que no sabía cuándo
ocurriría, pero a la que pretendía esquivar sin demasiada fe. Una mañana, al
regresar de la compra, su mujer se lo encontró tendido sobre la alfombra con la
cabeza reventada y la Luger que había heredado de su abuelo todavía empuñada en
la mano, y supo que su marido, incapaz de soportar la angustiosa espera, había
decidido embarcar en la nave de los albatros antes de tiempo, ayudándose de una
bala que guardaba ayuno desde la guerra civil. Tomás Vallejo había escuchado
aquella leyenda entre los vapores del vino, asintiendo con una gravedad
teatral, convencido de que esa historia, como la mayoría de las que circulaban
por las tabernas, no era más que la fábula de algún marino aburrido o febril,
una invención que el roce del tiempo habría ido puliendo, y estaba seguro de
que ni siquiera la versión que acababa de oír sería la definitiva. Eso era lo
que ocurría siempre con las leyendas; travesaban los siglos trasmitiéndose como
un virus, estremeciendo almas a la lumbre de las hogueras. Hasta que de tanto
ser relatadas acababan haciéndose realidad.
Tomás Vallejo
había regresado a tierra para salvar la vida de su hija. Hubiese querido
abrazarla y retenerla para siempre entre sus brazos, pero solo pudo convertirse
en su enemigo. Lo primero que hizo fue someterla a un chequeo médico, al que,
para evitar sospechas, también tuvo que obligar a su mujer e incluso prestarse
él mismo. Cuando obtuvo los resultados, que disipaban cualquier duda de que la
muerte ya hubiese sembrado su oscura semilla en las entrañas de su hija, Tomás
Vallejo comprendió que el ataque habría de llegar desde fuera, e hizo todo lo
que estuvo en su mano para mantener a Nuria vigilada la mayor parte del día,
confiando en que la Parca se cansara de esperar su oportunidad para robarle el
aliento. Eso le había canjeado la aversión de Nuria, un odio visceral que había
intentado combatir durante los viajes en la furgoneta, tratando de hacerle ver
a su torpe manera cuánto la quería. Al principio, había creído que podría
conseguirlo, pero su forma de reaccionar ante el deseo de su hija por conocer
aquello que él jamás podría decirle, había arruinado para siempre sus
esperanzas. Tras aquel interrogatorio fallido, nada volvió a ser como antes.
Tomás Vallejo se afanó en reanudar sus historias, pero, para su desazón, le
resultó imposible reparar el daño que su mirada había causado en su hija, quien
había vuelto a refugiarse en un hiriente distanciamiento.
¿Hasta cuándo
lograría tenerla vigilada?, se preguntaba ahora con la mirada fija en la puerta
cerrada del cuarto de Nuria. ¿Cuánto tardaría su hija en rebelarse? Los días se
sucedían lentamente, como un castigo para ambos, y él no acertaba a entrever el
desenlace que podía tener aquel encierro cada vez más injusto.
Una noche se
despertó sobresaltado, con la seguridad de que Nuria habría recurrido a la
cuchilla para arrancarse a tirones de las venas aquella vida de reclusión
insoportable. Al descubrirla dormida en su cama, los ojos se le habían inundado
de lágrimas. Extremadamente cansado de todo aquello, se había sentado en la
silla del escritorio donde su hija estudiaba, y había velado su sueño un largo
rato, dejándose conmover por el aire de terrible vulnerabilidad de aquel
cuerpecito arrebujado en la madriguera de las mantas. Se acostumbró a visitarla
de aquella manera por las noches, y siempre, al abandonar su habitación, Tomás
Vallejo se preguntaba si ya podría devolverle la libertad, si habría logrado
evitar su muerte o todavía la reclamaban los albatros.
La respuesta
la obtuvo el día del cumpleaños de Nuria, cuando su hija, tras apagar las
catorce velas de su tarta, rasgó el envoltorio del paquete que su madre le
había regalado para mostrar, con un entusiasmo que contrajo de terror la
expresión de su padre, un abrigo rosa con dibujos de osos. Tomás Vallejo
comprendió entonces que aquella alegre escena escondía una amarga consigna que
solo él podía descifrar, que aún no había logrado desbaratar el trágico destino
de su hija. Cerró los ojos para no verla dando vueltas vestida con el abrigo,
haciendo girar las dos trenzas con que ese día había decidido recogerse el
cabello.
Tomás Vallejo
asistió a la lenta extinción de la fiesta mudo en su rincón, como un púgil
reuniendo valor para subir al cuadrilátero, y no le sorprendió que, una vez
llegada la noche, su mujer se sentara a su lado por primera vez en mucho tiempo
y, tras varios rodeos, le rogase que le diese permiso a Nuria para ir de
excursión a la sierra con el colegio a la mañana siguiente. A Tomás Vallejo
acabó de partírsele el alma mientras sacudía la cabeza en una negativa que no
admitía discusión, no supo si por el daño que su nueva oposición causaría en su
hija o porque su cabeza, adelantándose a los acontecimientos, ya le mostraba la
imagen del autobús escolar volcado en el asfalto, rodeado de una confusión de
cristales rotos y cuerpos destrozados entre los que despuntaba un abrigo rosa.
La muerte jugaba al fin sus cartas, y él no podía hacer otra cosa que tratar de
retener a su lado el objeto de su codicia. Desde el sillón, contempló a su
mujer entrar en el cuarto de Nuria para trasmitirle su negativa, y permaneció
toda la noche allí, centinela de su descarnado llanto, queriendo irrumpir en su
cuarto para consolarla, pero consciente de que las palabras de aliento de quien
todavía conserva en la mano el puñal ensangrentado, pueden hendir más profundo
aún que la propia puñalada.
Lo despertó el
calor amigo de una taza de café entre las manos. Abrió los ojos y, en el
barrunto de luz que perfilaba el salón, pudo ver la sonrisa sin rencor de su
hija. No hubo palabras entre ellos. Tomás Vallejo le sonrió agradecido, y dejó
que Nuria le acariciara el cabello con ternura, en un gesto casi maternal con
el que tal vez tratase de decirle que la mujer que ya iba siendo comprendía
aquella forma de protegerla, pese a considerarla desorbitada. Mientras el café
dulzón le cartografiaba la garganta, la observó conmovido regresar al encierro
de su dormitorio, para continuar destejiendo en silencio el velo de su juventud
hasta que él quisiera devolverla a la vida. Tomás Vallejo apuró la taza con la
mirada absorta en la puerta cerrada que lo separaba de su hija, preguntándose
cuál debía ser su movimiento ahora que ella había dado el primer paso hacia la
reconciliación. Finalmente, decidió que quizá fuese oportuno abandonarse al
deseo de abrazarla, que tal vez su hija no estuviese sino esperando una muestra
de cariño que le insinuara que, pese a todo, contaba con un padre que la
quería.
Secándose las
lágrimas con el dorso de la mano, Tomás Vallejo se acercó al cuarto y abrió la
puerta con cautela de confidente. Le desconcertó no encontrarla en el
dormitorio. Luego reparó en la ventana que daba al patio interior, abierta de
par en par, y comprendió, sintiendo cómo una mano de hielo le trenzaba las
vísceras, que Nuria al fin había decidido rebelarse. Salió del cuarto dando
tumbos, cogió las llaves de la furgoneta y se precipitó escaleras abajo
convenciéndose de que aún quedaba tiempo, que la estación de autobuses de donde
debía partir el autocar escolar no estaba demasiado lejos. Arrancó la furgoneta
y surcó las todavía entumecidas calles aplastando el acelerador con saña.
Arribó a la estación a tiempo para ver cómo su hija, plantada ante la puerta
del autobús con su abrigo rosa y el cabello recogido en trenzas, le dedicaba
una mirada indescifrable antes de subir al autocar que la conduciría a las
tinieblas.
Nuria se sentó
en el último asiento del autobús con una débil sonrisa de triunfo en los
labios, una mueca apenas imperceptible que se amplió aún más cuando, al girarse
en la butaca, observó cómo la miserable furgoneta de su padre se internaba
también en la carretera en pos del autocar. Según decía la etiqueta del bote de
somníferos de su madre, sus efectos eran casi inmediatos, y ella no había
escatimado en pastillas a la hora de disolverlas en el café. Tuvo que
esconderse la sonrisa entre las manos al contemplar los primeros bandazos de la
tartana, que no tardaría en irrumpir en el carril contrario, donde su padre
encontraría el fin que merecía, liberándola de su tormento, de todas aquellas
noches en que, muerta de miedo, le oía entrar furtivamente en su dormitorio
para observarla dormir, temiendo el momento en que su mano se internase entre
las sábanas en busca de sus recientes formas de mujer. Pero aún tuvo tiempo,
antes de que la furgoneta se fuera a la deriva, de cruzar una última mirada con
aquel hombre al que nunca había considerado su padre, y Tomás Vallejo pudo
comprender, a pesar del pegajoso sopor que amenazaba con vencerlo sobre el
volante, que durante aquella guardia fatídica, la nave de los albatros no le
había avisado del trágico final de su hija, sino que le había mostrado el
rostro mismo de la muerte.