viernes, 30 de julio de 2021

CONOCIENDO A SHERLOCK HOLMES

 

—Busco alojamiento —respondí—. Intento resolver el problema de conseguir habitaciones confortables a un precio razonable.

—Qué curioso —observó mi acompañante—. Es usted la segunda persona que me habla hoy en estos términos.

—¿Y quién ha sido la primera? —pregunté.

—Un colega que trabaja en el laboratorio químico del hospital. Se lamentaba esta mañana de no encontrar a nadie con quien compartir unas bonitas habitaciones que había encontrado, y que eran demasiado caras para su bolsillo.

—¡Por Júpiter! —grité—. ¡Si está buscando de verdad a alguien con quien compartir las habitaciones y los gastos, yo soy su hombre! Prefiero tener un compañero a vivir solo.

El joven Stamford me miró de un modo raro por encima de su vaso de vino.

—Usted no conoce todavía a Sherlock Holmes —dijo—. Tal vez no le guste tenerlo constantemente de compañero.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?

—¡Oh, yo no he dicho que tenga nada malo! Alimenta ideas un poco raras, le entusiasman determinadas ramas de la ciencia. Pero, que yo sepa, es un tipo decente.

—Estudia Medicina, supongo.

—No. No tengo la menor idea de lo que pretende hacer. Creo que domina la anatomía, y es un químico de primera, pero, que yo sepa, nunca ha seguido cursos sistemáticos de Medicina. Sus estudios son poco metódicos y muy excéntricos, pero ha acumulado gran cantidad de conocimientos insólitos que asombrarían a sus profesores.

—¿No le ha preguntado usted nunca a qué piensa dedicarse?

—No, no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque puede mostrarse comunicativo cuando le da por ahí.

—Me gustaría conocerlo —dije—. Si he de compartir alojamiento, prefiero a un hombre estudioso y de costumbres tranquilas. No estoy lo bastante fuerte todavía para soportar mucho ruido y barullo. Tuve bastante de ambas cosas en Afganistán para lo que me resta de vida. ¿Cómo podría conocer a ese amigo suyo?

—Seguro que está en el laboratorio —respondió mi compañero—. A veces pasa semanas sin asomar por allí, y otras veces trabaja allí desde la mañana hasta la noche. Si usted quiere, podemos ir en coche después del almuerzo.

—Claro que sí —contesté.

Y la conversación tomó otros derroteros.

Mientras nos dirigíamos al hospital tras abandonar el Holborn, Stamford me informó de otras peculiaridades del caballero con quien me proponía yo compartir alojamiento.

—No me eche a mí la culpa si no se llevan bien —me dijo—. Sólo sé de él lo que he averiguado en nuestros ocasionales encuentros en el laboratorio. Ha sido usted quien ha propuesto este arreglo, de modo que no me haga responsable.

—Si no nos llevamos bien, será fácil separarnos —respondí—. Pero me parece, Stamford —añadí, mirándole Ajamente—, que debe de tener usted alguna razón concreta para lavarse las manos en este asunto. ¿Tan insoportable es ese individuo? Hable sin rodeos.

—No es fácil explicar lo inexplicable —respondió, riendo—. Holmes es un poco demasiado científico para mi gusto… Raya en la falta de humanidad. Puedo imaginarlo ofreciéndole a un amigo una pizca del más reciente alcaloide vegetal, no por malevolencia, entiéndame, sino simplemente porque su espíritu curioso quiere formarse una idea clara de sus efectos. Para hacerle justicia, creo que ingeriría él mismo la droga con idéntica tranquilidad. Parece sentir pasión por los conocimientos concretos y exactos.

—Lo cual está muy bien.

—Sí, pero puede alcanzar extremos excesivos. Si llega hasta el punto de golpear con un palo los cadáveres de la sala de disección, toma una forma ciertamente chocante.

—¡Golpear los cadáveres!

—Sí, para verificar qué magulladuras se pueden producir en un cuerpo después de la muerte. Se lo vi hacer con mis propios ojos.

—¿Y dice usted que no estudia Medicina?

—No. Sabe Dios cuál será el objetivo de sus estudios. Pero ya hemos llegado, y usted podrá formarse su propia opinión.

Mientras él hablaba, doblamos por un estrecho callejón y traspusimos una puertecilla lateral, que daba a un ala del gran hospital. El terreno me era familiar, y no necesité guía para subir la lúgubre escalera de piedra y recorrer el largo pasillo de paredes encaladas y puertas color pardusco. Casi al final se abría un bajo pasadizo abovedado que llevaba al laboratorio de química. Era una sala de techo muy alto, con hileras de frascos por todas partes. Sobre varias mesas, bajas y anchas, se agolpaban retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen de vacilantes llamas azules. En la habitación sólo había un estudiante, que se inclinaba sobre una mesa apartada, absorto en su trabajo. Al oír el sonido de nuestros pasos, dio media vuelta y se levantó de un salto con una exclamación de alegría.

—¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado! —le gritó a mi compañero, corriendo hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. He encontrado un reactivo que se precipita con la hemoglobina y sólo con la hemoglobina.

Si hubiese descubierto una mina de oro, su rostro no hubiera reflejado mayor satisfacción.

—El doctor Watson, el señor Sherlock Holmes —nos presentó Stamford.

—¿Cómo está usted? —me dijo Holmes cordialmente, estrechándome la mano con una fuerza que yo habría estado lejos de atribuirle—. Veo que ha estado en Afganistán.

—¿Cómo diablos lo sabe? —pregunté atónito.

—Carece de importancia —dijo, sonriendo para sí mismo—. Ahora se trata de la hemoglobina. Sin duda usted percibe la importancia de mi descubrimiento, ¿verdad? (…)

—Hemos venido para tratar un asunto —dijo Stamford, sentándose en un alto taburete de tres patas y empujando otro con el pie hacia mí—. Mi amigo anda buscando alojamiento y, como usted se lamentó de no encontrar a nadie con quien compartir un alquiler, pensé que lo mejor sería ponerlos en contacto.

A Sherlock Holmes pareció encantarle la idea de compartir su alojamiento conmigo.

—Tengo echado el ojo a unas habitaciones de Baker Street que nos vendrían que ni pintadas. Espero que no le moleste el olor del tabaco fuerte.

—Yo mismo fumo siempre tabaco de la Marina —respondí.

—Vamos bien. Suelo llevar conmigo sustancias químicas y a veces hago experimentos. ¿Le molestará esto?

—En absoluto.

—Veamos qué otros defectos tengo. A veces me deprimo y no abro la boca durante días. Cuando esto ocurra, no debe pensar que estoy enfadado. Déjeme solo y pronto se me pasará. Y ahora, ¿qué tiene que confesarme usted a mí? Es conveniente que dos individuos conozcan lo peor del otro antes de ponerse a vivir juntos.

Este interrogatorio de segundo grado me arrancó una sonrisa.

—Tengo un cachorro —dije—, y me molesta el barullo porque tengo los nervios deshechos, y me levanto a las horas más intempestivas, y soy extremadamente perezoso. Tengo un surtido de vicios distintos cuando me encuentro bien de salud, pero en el presente estos son los principales.

—¿Incluye usted el violín en la categoría de barullo? —me preguntó con ansiedad.

—Depende de quién lo toque —respondí—. Cuando el violín se toca bien, es un placer de dioses…, cuando se toca mal…

—De acuerdo, pues —exclamó, con una alegre sonrisa—. Creo que podemos considerar zanjado el asunto. Si las habitaciones le gustan, claro.

—¿Cuándo las veremos?

—Venga a recogerme mañana a las doce del mediodía. Iremos juntos y cerraremos el trato —me respondió.

—De acuerdo, a las doce en punto —le dije, estrechándole la mano.

Le dejamos trabajando con sus productos químicos, y regresamos caminando a mi hotel.

—Por cierto —pregunté de repente, parándome y dirigiéndome a Stamford—, ¿cómo demonios supo que vengo de Afganistán?

Mi compañero sonrió con una enigmática sonrisa.

—Esta es precisamente su pequeña peculiaridad —dijo—. Mucha gente se ha preguntado cómo descubre ese tipo de cosas.

—Vaya, ¿se trata de un misterio? —exclamé, frotándome las manos—. Es muy excitante. Le estoy reconocido por habernos puesto en contacto. «El más apropiado tema de estudio para la humanidad es el hombre», usted ya sabe.

—Entonces estudie a Holmes —dijo Stamford, al despedirse de mí—.

Me parece que le va a resultar un problema peliagudo. Apuesto a que él averiguará más cosas de usted que usted de él. Adiós.

—Adiós —le respondí.

Y seguí caminando hacia mi hotel, muy intrigado por el individuo al que acababa de conocer.

Arthur Conan Doyle, Estudio en escarlata

domingo, 25 de julio de 2021

AL LLEGAR A COMPOSTELA

 


Para no darle más vueltas al asunto, se dirigieron al Pórtico de la Gloria, con el fin de que el pesquisidor pudiera admirarlo de cerca. El clérigo le contó que la catedral se mantenía abierta todo el día, debido a que muchos peregrinos querían visitarla nada más llegar a Santiago, fuera la hora que fuera, y pasar la noche en ella. También le dijo que, en la víspera de la fiesta de Santiago, se peleaban con el bordón por quitarse los unos a los otros la guardia nocturna del altar, llegando a haber heridos y hasta algún que otro homicidio. Mientras escuchaba a su amigo, Rojas pudo contemplar las riñas de algunos romeros por ser los primeros en acceder a la catedral.

El clérigo le explicó que, a su llegada a la basílica de Santiago, los peregrinos realizaban un curioso ritual, dirigido a conseguir el perdón de los pecados y la purificación de su alma. «Todo gira aquí en torno a ese asunto», recalcó. Se trataba de un itinerario simbólico en el que estaban representados el principio y el fin, el Génesis y el Juicio Final. Los romeros que venían de hacer el Camino Francés solían entrar por la puerta del Paraíso o Francígena o de Azabachería, situada en el norte, cuyo pórtico mostraba escenas de la creación, del pecado original y de la expulsión del Paraíso, con la intención de recordarles que todos eran pecadores. Ya en el interior, hacían entrega de cera y aceite para las lámparas en su nombre o en el de otros que se lo habían encomendado. Había tantos cirios encendidos que el templo resplandecía como si fuera pleno día.

Muchos donaban también dinero u otras ofrendas de valor, y todo ello se iba guardando en unas arcas de madera vigiladas por un guardián o arqueiro, que anunciaba en varias lenguas las indulgencias concedidas por la peregrinación y por las correspondientes dádivas.

Después, los peregrinos recorrían las capillas del crucero rezando a los distintos santos. Tras confesarse y comulgar en alguna de ellas, cada peregrino recibía, a cambio de unas monedas, la llamada compostela, un documento que acreditaba que había realizado la peregrinación. Continuaban luego por la puerta de Platerías, orientada hacia el sur, donde se mostraba la muerte de Jesús para redimir a los hombres de sus pecados. El ritual culminaba con el abrazo corporal a la figura del santo o apretá, que se completaba con un ruego en voz baja: «Amigo, encomiéndame a Dios», y que simbolizaba la unión con el apóstol, que se encontraba en un camarín al que se subía por unas escaleras que había detrás del altar. Por último, se salía por el Pórtico de la Gloria, donde podía contemplarse el juicio final, según el Evangelio de San Juan. Una vez conseguido el perdón, gracias a Jesucristo, el peregrino ya podía comparecer ante el Juez Supremo sin miedo alguno.

Los dos amigos se dirigieron a la fachada este, donde se encontraba la puerta Santa o puerta del Perdón, que se había construido no hacía mucho y que tan solo se abría en los años santos jacobeos. Para ello tuvieron que pasar por la plaza de Platerías, llamada así por los talleres de orfebrería en los que se vendía, como recuerdo de haber estado en Santiago, toda clase de objetos de plata con motivos relacionados con el Camino. En el atrio o paraíso de la fachada norte, estaban, por otro lado, las tiendas de azabache, muy apreciado por los romeros, así como los puestos de conchas, naturales o de metal, botas de vino, zapatos, escarcelas de piel de ciervo, cinturones, correas, amuletos y figas para combatir el mal de ojo, bordoncillos de hueso, hierbas medicinales…

Luis García Jambrina, El manuscrito de barro

lunes, 19 de julio de 2021

PEQUEÑA MÚSICA NOCTURNA

 


¿Los Beatles?

Sí, los recuerdo. Especialmente al pequeñín, ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Ringo.

¿Los Stones? Claro que los contraté. Aquel Mick Como-se--llame era un tipo raro, qué le voy a contar.

Kiss, Led Zeppelin, The Who, Eddie and the Cruisers..., los he contratado a todos, en uno u otro momento. Después de cierto tiempo, todos acaban por confundirse en la memoria de uno. De hecho, sólo hay un grupo que recuerdo con toda claridad. Y es extraño, porque nunca tuvieron un éxito clamoroso.

¿Oyó hablar alguna vez de Vlad y las Empaladoras?

No lo creo. Diablos, no hay ninguna razón para que haya tenido noticia de su existencia. Yo tampoco había oído hablar de ellos hasta que Benny -no es exactamente mi socio, pero cooperamos de vez en cuando- me llama un día y me dice que tiene un grupo nuevo, y que si yo puedo hacerle algún hueco en mi programación. De modo que miro el calendario, veo que me quedan un par de fechas por cubrir y le digo que sí, qué diablos, que me mande a su agente, y tal vez podamos llegar a un acuerdo. Benny dice que no tienen agente, que ese tipo, Vlad, se ocupa personalmente de todos los detalles.

Bueno, si se ha visto alguna vez obligado a tratar con uno de esos payasos, comprenderá que no me sentí precisamente encantado, pero como el primer guitarra de la banda futurista Cubos de Sangre está en la trena por posesión y no veo que nadie vaya corriendo a depositar su fianza, le digo a Benny que tengo media hora disponible para recibirle, a las tres de la tarde.

-Malo, Murray -contesta-. Este tipo se levanta tarde.

-Como todo el mundo en este negocio -digo-, pero las tres de la tarde ya es casi mañana.

-¿Qué tal si cenáis juntos, a las siete más o menos? -sugiere Benny.

-Descartado, muchacho -contesto-. Tengo una cita importante, y acabo de comprar precisamente un juego de cadenas de oro para impresionarla y llevármela al huerto por la vía rápida.

-A ese tipo Vlad no le gusta esperar -dice Benny.

-Bueno, si quiere un puñetero contrato, tendrá que aprender a esperar.

-De acuerdo, de acuerdo, déjame consultarle -dice Benny, y hay una pausa de un minuto-. ¿Qué tal te va a las tres?

-Creí que acababas de decirme que no podía ser a las tres.

-Me refiero a las tres de la madrugada.

-¿Quién es ese tipo, un enfermo de insomnio? -pregunto.

Pero luego recuerdo el Mercedes 560 SL descapotable de color azul pastel que vi el otro día, y pienso, qué diablos, quizás el grupo de ese tipo me permita pagar el primer plazo, de modo que contesto que de acuerdo con las tres de la madrugada...

Y tal como fueron las cosas, podíamos habernos reunido también a las siete, porque la muy zorra me tiró el plato de sopa a la cara y se largó del restaurante, sólo porque yo había empezado a jugar al pequeño tamborilero en su muslo por debajo de la mesa.

Así que me vuelvo a la oficina, me tumbo en el sofá a echar una cabezada y cuando me despierto, me encuentro delante a ese tipo flaco, vestido todo de negro, sentado en una silla y mirándome fijamente. Me figuro que está colgado o algo por el estilo, porque tiene las pupilas dilatadas de pared a pared, y la piel blanca como una hoja de papel. Yo intento recordar cuánto dinero en metálico tenía en los bolsillos al tumbarme, pero entonces él me saluda con un gesto de cabeza, y habla.

-Buenas noches, señor Barron -dice-. Creo que me esperaba usted.

-¿Ah, sí? -pregunto, incorporándome e intentando enfocar la mirada.

-Su socio me ha dicho que viniera a verle aquí -sigue diciendo-. , Yo soy Vlad.

-Oh, de acuerdo -exclamo, y la cabeza se me empieza a aclarar.

-Encantado de conocerle, señor Barron -dice, tendiéndome la mano.

-Llámeme Murray -le contesto, estrechándole la mano, que está tan fría como un pez muerto y tiene casi la misma textura-. Bueno, Vlad -comienzo a decir después de soltar su mano tan pronto como puedo y de reclinarme en el sofá-, cuéntame algo de ti y de tu grupo. ¿Dónde habéis tocado?

-Sobre todo al otro lado del océano -replica, y me doy cuenta de que tiene un acento raro, pero no consigo localizarlo.

-Bueno, no hay nada malo en eso -le digo-. Algunos de nuestros mejores grupos empezaron en Liverpool. Por lo menos, uno de ellos -añado con una risita.

Se me queda mirando sin sonreír, lo cual me pone fuera de mí, porque si hay algo que no puedo soportar es a un tipo sin sentido del humor.

-¿Va a contratar a mi grupo, entonces? -pregunta.

-Para eso estoy aquí, Vlad, tronco -digo, y empiezo a relajarme a medida que voy acostumbrándome a esos ojos y esa piel-. Precisamente tengo una ocasión inmejorable, un crucero a Acapulco. Seis días. Cinco billetes por noche y todas las camareras a las que consigas echar la zarpa. -Sonrío de nuevo para que sepa que está tratando con un hombre de mundo, y no con algún pequeño usurero judío que no sabe de qué va el rollo.

Sacude la cabeza.

-Nada que tenga que ver con el agua.

-¿Se marea? -pregunto.

-Algo por el estilo.

-Muy bien. -Me rasco la cabeza, y de paso compruebo que tengo el peluquín correctamente colocado-. Aquí tengo una boda que quiere un poco de música en la recepción.

-¿De qué religión? -pregunta.

-¿Tiene alguna importancia? -contesto-. Piden un grupo de rock. Nadie le va a pedir que toque Hava Naguila.

-Nada de iglesias -sentencia.

-Para ser un tipo que anda buscando trabajo, amigo, lo pone muy difícil -le digo-. Si quiere trabajar conmigo, tendrá que recorrer la mitad del camino que nos separa.

-Trabajaremos en cualquier local que no sea una iglesia o un barco -contesta-. Sólo tocamos de noche, y exigimos intimidad total durante el día.

Bien, justo en el momento en que decido que estoy perdiendo el tiempo, y me dispongo a enseñarle la puerta, de pronto va y pronuncia las palabras mágicas.

-Si lo hace tal como le pedimos, le entregaremos el cincuenta por ciento de nuestros honorarios, en lugar de su comisión habitual.

-¡Vlad, cariño! -le digo-. ¡Tengo la impresión de que éste es el comienzo de una larga y hermosa amistad! -Me acerco en un par de zancadas al mueble-bar que está detrás de mi mesa de despacho, y empuño una botella de burbujas-. ¿Lo hacemos oficial? -pregunto, mientras saco también un par de copas.

-No bebo... champaña -contesta.

Me encojo de hombros.

-De acuerdo, dime tu veneno, muchacho.

-Tampoco bebo veneno.

-Vale, me rindo -digo-. ¿Qué te parece un Bloody Mary?

Se relame, y los ojos le brillan.

-¿Cuáles son los ingredientes que lleva?

-Bromeas, ¿verdad? -le pregunto.

-Nunca bromeo.

-Vodka y zumo de tomate.

Bueno, me figuro que podemos pasar la noche jugando al Adivina Qué Bebe Este Capullo, de modo que renuncio, saco un contrato impreso del cajón del centro de mi escritorio, y le pido que eche una firma.

-Vlad Dracule -leo mientras él garabatea su firma-. Dracule, Dracule. Me suena familiar.

Me dirige una mirada fulminante.

-¿De veras?

-Pues sí.

-Me temo que está usted equivocado -dice, y puedo ver que se ha puesto tenso por alguna razón.

-¿No tenían los Piratas un tercera base llamado Dracule hacia los años sesenta? -pregunto.

-No sabría decírselo -contesta-. ¿Cuándo y dónde actuaremos?

-Le llamaré para concretar los detalles -informo-. ¿Dónde puedo encontrarle?

-Creo que será mejor que contacte yo con usted -replica.

-Muy bien -digo-. Llámeme mañana por la mañana.

-No estoy disponible por las mañanas.

-De acuerdo, a mediodía entonces. -Miro sus extraños ojos oscuros, y acabo por encogerme de hombros-. Está bien, aquí tiene mi tarjeta. -Escribo en ella el número de casa- Llámeme mañana por la noche.

Toma mi tarjeta, gira sobre sus talones, y sale por la puerta. De repente, recuerdo que no sé el número de componentes de su grupo, y corro a la portería a preguntárselo, pero cuando llego, él ya ha desaparecido. Miro a uno y otro lado de la calle, pero lo único que consigo ver es una especie de pajarraco negro que parece haberse colado por error entre los edificios; por fin doy media vuelta y paso el resto de la noche en mi sofá, recordando la cena de la noche anterior y meditando en que tal vez mi ritmo estuvo ligeramente pasado de revoluciones.

Bueno, Orgullo y Prejuicio, la banda multírracial que acaba todos sus conciertos levantando el puño en alto, está en chirona por pederastia, y de repente me encuentro con un agujero que llenar en el Palace, de modo que me digo a mí mismo, qué diablos, el 50 % es el 50 %, y coloco allí a Vlad y las Empaladoras para el viernes por la noche.

Me paso por su vestidor una hora antes del concierto, y allí está el viejo Vlad más flaco que nunca, rodeado por tres bombones vestidos con camisones blancos y dándoles mordisquitos en el cuello; y pienso que si eso es lo más depravado que es capaz de hacer, resulta muy preferible a la mayoría de los rockeros con los que tengo que lidiar.

-¿Cómo van las cosas, encanto? -digo, y los tres bombones ponen pies en polvorosa de inmediato-. ¿Listos para dejar difunto al auditorio?

-Difunto no me sirve de nada -contesta sin ni tan siquiera sonreír.

De modo que, después de todo, sí que tiene sentido del humor, aunque un tanto seco y siniestrillo.

-¿Qué puedo hacer por usted, señor Barron? -me pregunta.

-Llámame Murray -le corrijo-. El baranda de las relaciones públicas quiere saber dónde habéis tocado últimamente.

-Chicago, Kansas City y Denver.

Le dedico mi risita más sofisticada.

-¿Quieres decir que hay gente entre L.A. y la Gran Manzana?

-No tanta como solía -me contesta, y me imagino que es su manera de informarme de que la banda no está teniendo precisamente un éxito deslumbrante.

-Bueno, no te preocupes, tronco -digo-. Esta noche todo va a ir perfectamente.

Llaman a la puerta; voy a abrir, y entra un muchacho con una caja de cartón larga y plana en las manos.

-¿Qué es eso? -pregunta Vlad, mientras yo despido al mensajero con una propina.

-Me figuré que necesitaríais un poco de comida energética antes de salir al escenario -explico-, de manera que encargué una pizza.

-¿Pizza? -dice, mostrando el ceño-. Nunca la he probado.

-Estás de broma, ¿verdad? -quiero saber.

-Ya se lo dije antes: nunca bromeo. -Mira fijamente la caja-. ¿Qué hay dentro?

-Sólo lo normal -contesto.

-¿Qué es lo normal? -pregunta en tono suspicaz.

-Salchichón, queso, champiñones, olivas, cebolla, anchoas...

-Ha sido muy amable por su parte, Murray, pero nosotros no...

-Y ajo -añado, después de oler la pizza.

Da un grito y se tapa la cara con las manos.

-¡Llévesela de aquí! -chilla.

Bueno, supongo que debe de ser alérgico al ajo, lo que es una jodida lástima porque una pizza sin un poco de ajo no vale nada; pero llamo al chico, y le digo que se lleve la pizza y vea si me pueden devolver el dinero. Una vez ha salido de la habitación, Vlad empieza a recuperar su compostura.

Entonces llega un tipo y avisa que deben estar en el escenario dentro de cuarenta y cinco minutos. Yo pregunto si quieren que me vaya mientras se ponen los trajes.

-¿Trajes? -pregunta desconcertado.

-A menos que penséis actuar con lo que lleváis puesto -gruño.

-A decir verdad, eso es precisamente lo que nos proponemos hacer -responde Vlad.

-Vlad, tronco, preciosidad -le digo-. No sois simplemente cantantes... ¡sois artistas! Tenéis que dar espectáculo por todo el dinero que ha pagado el público..., y eso quiere decir darle algo que mirar, y no sólo algo que escuchar.

-Nadie se ha quejado de nuestra ropa hasta ahora -dice.

-Bueno, tal vez no en Chicago o en Kansas City; pero esto es L.A., pequeño.

-No pusieron pegas en Saigón, ni en Beirut, ni en Chernobyl, ni en Kampala -rezonga con cara de pocos amigos.

-Bueno, ya sabes cómo son esos poblachos rurales del Medio Oeste -comento con un gesto despectivo-. Ahora estáis en la primera división.

-Actuaremos con la ropa que llevamos puesta -dice, y algo en su expresión me indica que es mejor que tome mi dinero y no haga un caso federal del asunto, de modo que me vuelvo a mi oficina y llamo a Denise, el bombón que me regó de sopa; le digo que la he perdonado y le pregunto si tiene algún plan para la noche, pero tiene jaqueca, e incluso puedo oír a la jaqueca gimiendo y susurrando chorraditas dulces a su oído, de modo que le digo lo que realmente pienso de las zorras sin talento que intentan arrimarse a los agentes de espectáculos realmente importantes, y luego voy a la cabina de control y espero que mi nueva adquisición aparezca en el escenario.

Al cabo de unos diez minutos aparecen Vlad, vestido todavía de negro aunque ha añadido una capa a su traje, y las tres Empaladoras con sus camisones blancos; e incluso desde donde yo estoy puedo advertir que han abusado del lápiz de labios y el maquillaje, porque los labios son de un color rojo brillante, y las caras, tan blancas como los camisones. Vlad espera hasta que el auditorio guarda silencio, y yo me vuelvo loco porque lo que empieza a cantar es una especie de rap, y peor aún, canta en algún idioma extranjero de modo que nadie va a entender la letra; pero en el momento en que mayor es mi aprensión de que los espectadores se pongan a destrozar el local, me doy cuenta de que están sentados absolutamente inmóviles, y pienso que una de dos, o le encuentran algún atractivo al asunto después de todo, o se están aburriendo tanto que no les quedan ni siquiera energías para armar jaleo.

Y entonces ocurre algo todavía más extraño. En alguna parte fuera del edificio un perro se pone a ladrar, y luego otro, y un tercero, y un gato maúlla, y muy pronto aquello suena como una sinfonía de corral, y así sigue durante media hora por lo menos, con todos los animales de diez kilómetros a la redonda aullando a la luna, hasta que Vlad se calla, hace una reverencia, y de repente toda la basca se pone en pie y rompe a gritar, a silbar y a aplaudir con tanto entusiasmo que empiezo a creer que estamos ante un nuevo Liverpool.

Corro a las bambalinas para felicitarle, y cuando llego le veo ocupado en dar mordisquitos a un par de chiquillas que han conseguido sortear la barrera de las fuerzas de seguridad; supongo que no es peor eso que compartir un petardo con ellas. Luego se vuelve hacia mí.

-¿Podremos tener el dinero antes de marcharnos de aquí?

-Imposible, chato -digo-. No tendremos las cifras de la recaudación hasta la mañana.

Frunce el entrecejo.

-Muy bien -dice por fin-. Enviaré a un socio mío a su despacho, para recoger nuestra parte.

-Como quieras, Vlad, tronco.

-Se llama Renfield -añade Vlad-. No se deje impresionar por su aspecto.

Como si pudiera impresionarme el aspecto de alguien después de veinte años de organizar conciertos de rock.

-De acuerdo -digo-. Le espero a, digamos..., ¿las diez en punto?

-Me parece aceptable -contesta Vlad-. Ah, una cosa más.

-¿Sí? -pregunto.

-Ese anillo con el escarabajo que lleva en el meñique de la mano izquierda...

Se lo enseño.

-Es una preciosidad, ¿verdad?

-Le recomiendo encarecidamente que se lo quite y lo esconda en su escritorio antes de que aparezca el señor Renfield.

-¿Un cleptómano? -me asombro.

-Algo por el estilo -contesta Vlad.

En ese momento entra en el vestidor una chica de la Western Union y descarga una tonelada de telegramas encima de Vlad.

-¿Qué es esto? -pregunta.

-Significa que has dado en la diana, tronco -digo yo.

-¿Ah, sí?

-Abrelos y léelos -le animo.

Abre el primero, lo lee rápidamente y lo suelta como si fuera una patata caliente. Luego se refugia en un rincón, silbando como un neumático pinchado.

-¿Cuál es el problema? -digo, después de recoger el telegrama y leerlo: TE AMO Y QUIERO UN HIJO TUYO. AMOR Y XXX, KATHY.

-¡Cruces! -balbucea.

-¿Cruces? -repito, intentando entender por qué se ha asustado.

-Abajo -dice, señalando el telegrama con un dedo tembloroso.

-Son equis -le explico-. Quieren decir besos.

-¿Está seguro? -pregunta, todavía acurrucado en el rincón- A mí me parecen cruces.

-No -insisto, saco el bolígrafo y dibujo dos trazos en el telegrama-. Una cruz es así.

Grita y se encoge en posición fetal; me da la sensación de que ha esnifado un poco de coca, después de todo, o bien le ocurre que no encaja bien el éxito, de modo que me despido dando un beso a cada una de las chicas -tienen las mejillas tan frías como la mano de él, y tomo nota para quejarme del sistema de calefacción-, y me vuelvo a casa soñando con los millones que vamos a ganar en los próximos dos años.

Bueno, Renfield aparece a la mañana siguiente, a la hora en punto en que habíamos quedado, y me pregunto qué será lo que le preocupaba a Vlad, porque comparado con la mayoría de los tipos del heavy metal con los que tengo que tratar, no es más que un hombrecillo pacífico y nada prepotente. Charlamos, y me cuenta que su hobby es la entomología; puedo ver que dice la verdad porque su carita hogareña se ilumina como un árbol de Navidad cada vez que sale a relucir el tema de los escarabajos. Por fin, toma el dinero y se va.

En ese momento, un Mercedes me parece realmente muy poca cosa, y empiezo a pensar seriamente en la posibilidad de comprar en su lugar un Rolls Royce Silver Spirit, pero el hecho es que nunca he vuelto a ver a Vlad y las Empaladoras. Orgullo y Prejuicio consigue reunir la fianza, Cubos de Sangre sale libre por los pelos debido a una apreciación técnica del juez, y de repente me encuentro con que lo único que puedo ofrecer a mi nueva superestrella es un concierto patrocinado por un grupo parroquial local, y él lo rechaza; le llamo a su hotel para explicárselo, y me dicen que se ha marchado sin dejar ninguna dirección.

Hojeando Variety y Billboard, el año siguiente, veo que ha actuado en ciudades muy de segunda fila, como Soweto y Lusaka, y lo último que he sabido de él es que se dirigía a Kuwait City; y opino que es una lástima, con todo el dinero que podríamos haber ganado para los dos, pero jamás he podido entender a las estrellas del rock, y ese tipo era un poco más duro de mollera que la mayoría de ellos.

Bueno, tendrán que perdonarme, pero ahora tengo que marcharme. Voy a la primera audición de un nuevo grupo, Igor y los Ladrones de Tumbas, y no quiero llegar con retraso. Me han dicho que tienen mucho talento, pero que les falta vida. Sin embargo, qué diablos, nunca se sabe cuándo y dónde va a surgir el rayo que haga saltar de nuevo la chispa vital decisiva.

Mike Resnick

martes, 13 de julio de 2021

LOS VIEJOS ROCKEROS NUNCA MUEREN

 

13 de julio

Día internacional del  rock

Pero Samarkanda es, además, el nombre de un grupo de rock de los años 90 del siglo pasado. Desde su origen, sus componentes han ido cambiando y el grupo ha evolucionado, a pesar de que en algún momento estuvo a punto de desaparecer. Las letras de las canciones de Samarkanda fueron una mezcla de poesía y arte callejero, pero sus raíces están en el rock.

La primera vez que vi actuar a Samarkanda fue en agosto de 1992, en el estadio de fútbol Vicente Calderón de Madrid. Fue un concierto memorable en el que actuaron media docena de grupos. El plato fuerte fueron Samarkanda y Rosendo Mercado. Cómo olvidar aquel concierto. Por aquella época yo todavía soñaba con ser crítico musical y publicar reseñas y entrevistas en la revista Rolling Stone. Después la vida me llevó por otros caminos y, aunque mi trabajo siempre ha estado relacionado con la escritura, nada de lo que he publicado en este tiempo tiene que ver con la crítica musical y apenas con el periodismo. Pero eso es otra historia, o a lo mejor no lo es y todo forma parte de la misma historia.

Samarkanda, con dos discos publicados ya en 1992, se había convertido en un referente musical y tocaba en los festivales más importantes del país. Tenía tanta fuerza que sus canciones terminaban sirviendo de inspiración para otros grupos. Sus letras eran magistrales. El guitarrista y cantante del grupo se llamaba Jimi, y cuando lo vi por primera vez en el escenario me pareció el hombre más feo del mundo. Era realmente feo, pero derrochaba un torrente de voz que ponía los pelos de punta y elevaba la temperatura en el estadio.

Jimi era como un terremoto en el escenario. Tenía entonces veintidós años y ya había dejado de ser una joven promesa. Con su fuerza y su magnetismo llegaba a anular en algunos momentos al resto de la banda, que se hacía invisible. Se movía de un lado a otro del escenario como si tuviera alas. Saltaba, cantaba y rasgaba la guitarra con una energía brutal. Todo a la vez. De todos los músicos que he visto actuar en directo a lo largo de mi vida, no hay ninguno que se pueda comparar con él. Desde aquel lejano verano de 1992 me convertí en un seguidor incondicional de Samarkanda y, sobre todo, de Jimi, su líder.

El final de aquel concierto fue apoteósico. Jimi y Rosendo subieron juntos al escenario y cantaron la mítica canción Maneras de vivir, que con el paso de los años se convirtió en uno de los diez mejores temas de rock de todos los tiempos, casi un himno. Todavía me parece escuchar el griterío y los aplausos del público, que se prolongaron cuando los artistas habían bajado ya del escenario y quizás incluso habían abandonado el estadio.

Luis Leante, Maneras de vivir

PREMIO EDEBE LITERATURA JUVENIL 2020

sábado, 10 de julio de 2021

MARILYN LEYENDO ULISES

 


“¿Lo hizo o no lo hizo?” Una pregunta casi inevitable. ¿Leía Marilyn Monroe, símbolo sexual del siglo XX, el Ulises de James Joyce, un icono de la intelectualidad del siglo XX y el libro que muchos consideran como la mayor creación de la narrativa moderna, o sólo estaba fingiéndolo? Porque, como surge sin lugar a dudas de otras imágenes de la misma sesión fotográfica, es Ulises el libro que la rubia Marilyn tiene entre sus manos.

El profesor de literatura Richard Brown quiso conocer la respuesta y treinta años después de la sesión escribió a la fotógrafa, convencido de que ella despejaría la incógnita. Eve Arnold le contestó enseguida que al ir a ver en ese entonces a Marilyn se la había encontrado ya concentrada en el libro de Joyce. La actriz le había confiado que le gustaba el estilo de la novela y que la leería en voz alta para comprenderla mejor, pero que eso implicaba un arduo trabajo. Cuando las dos mujeres se detuvieron en el sitio convenido para realizar las fotografías, Marilyn leía el Ulises mientras Eve Arnold cargaba su cámara. Y así la había fotografiado. No necesitamos seguir al profesor Brown en sus elucubraciones cuando imagina que Marilyn prosiguió su lectura de la novela, se inscribió en una universidad y entró en contacto con el círculo de especialistas de Joyce, después de lo cual habría abandonado su vida de actriz de cine y de modelo para terminar como profesora universitaria retirada que mira retrospectivamente los días de su agitada juventud.

Pero podemos adherirnos al profesor Brown cuando recomienda leer el Ulises como lo hizo Marilyn: no respetando el orden de los capítulos ni leyendo de la primera a la última página, sino hacerlo por episodios, abriendo de vez en cuando el libro en diferentes sitios y leyendo pequeños pasajes. Podríamos tal vez llamar a este desordenado método de lectura el método Marilyn. En cualquier caso, el profesor Brown lo recomienda a sus alumnos.

Stefan Bollmann, Las mujeres, que leen, son peligrosas

miércoles, 7 de julio de 2021

DE ACAMPADA

 


—Odio ir de camping —protestó Lauren al tropezar con la lona arrugada.

—Ya, bueno, es mi cumpleaños y a mí me gusta —dijo Cara leyendo las instrucciones de montaje con la lengua asomando entre los dientes.

Era el último viernes de las vacaciones de verano y las tres chicas se encontraban en el pequeño claro de un hayedo a las afueras de Kilton. La elección de Cara para celebrar que cumplía los dieciocho: dormir al aire libre y mear agachada detrás de árboles oscuros en plena noche. Desde luego no habría sido la elección de Pip; no veía la lógica de prescindir de los avances en materia de aseo y confort. Pero sabía bien cómo disimular y fingir que sí.

—Técnicamente, la acampada libre es ilegal —dijo Lauren dando una patada a la lona como forma de protesta.

—Bueno, esperemos que la policía de los campings no investigue Instagram, porque se lo he contado a todo el mundo. Y ahora cállate —ordenó Cara—, estoy intentando leer.

—Eeeh... Cara —intentó Pip—, sabes que esto que has traído no es una tienda, ¿verdad? Es una carpa.

—Para el caso es lo mismo —dijo—, y tenemos que caber nosotras tres más los chicos, o sea, seis.

—Pero es que no tiene suelo —Pip señaló con el dedo el dibujo de las instrucciones.

—Tú sí que no tienes suelo. —Cara la apartó con un golpe de cadera—. Mi padre metió otra lona para la parte de abajo.

—¿Cuándo llegan los chicos? —preguntó Lauren.

—Mandaron un mensaje hace un momento para avisar de que estaban saliendo. Y no —soltó Cara—, no vamos a esperarlos para que nos monten ellos la tienda, Lauren.

—No pretendía sugerir eso.

Cara hizo crujir sus nudillos.

—Si con el patriarcado quieres acabar, tu propia tienda de campaña has de montar.

—Carpa —corrigió Pip.

—¿Quieres que te dé un puñetazo?

—No... rpa.

Diez minutos después, una gran carpa blanca de tres por seismetros se erguía en el suelo del bosque, con un aspecto que no podía estar más fuera de lugar. En cuanto se dieron cuenta de que el armazón era de automontaje, todo se había vuelto más fácil. Pip comprobó su móvil. Ya eran las siete y media y su aplicación meteorológica decía que el sol se pondría en quince minutos, aunque tendrían aún un par de horas más de luz en el crepúsculo antes de que todo se volviera completamente oscuro.

—Nos lo vamos a pasar genial. —Cara se alejó para contemplar su obra—. Me encanta acampar. Voy a tomar ginebra y regalices hasta vomitar. Mañana no quiero acordarme de nada.

—Unas metas muy elevadas —dijo Pip—, ¿podéis ir al coche a coger el resto de la comida? Yo voy a extender los sacos de dormir y ajustar los laterales de la lona.

El coche de Cara estaba en un pequeño aparcamiento de cemento a unos doscientos metros del lugar donde habían acampado. Lauren y Cara se alejaron hacia allí a través de los árboles, con el bosque iluminado por el brillo de la luz anaranjada que precede a la oscuridad de la noche.

—No olvidéis las linternas —les gritó justo antes de que se perdieran de vista.

Pip juntó los lados de la gran lona a la carpa y maldijo cuando el velcro se soltó y tuvo que empezar otra vez desde el principio. Luchó con la lona que hacía de suelo, feliz cuando oyó los crujidos de ramas partidas que anunciaban que Cara y Lauren estaban de vuelta.

Pero cuando salió de la carpa y fue a mirar, allí no había nadie. Era solo una urraca que se mofaba de ella desde la copa en penumbra de algún árbol, con su risa chirriante y espinosa. La saludó de mala gana y se puso a extender los tres sacos en fila; intentaba no pensar en el hecho de que Andie Bell podría, perfectamente, estar enterrada en algún sitio de este bosque, en la profundidad del suelo.

Cuando estaba acabando de colocar el último saco, el sonido de ramas rompiéndose bajo pisadas se hizo más intenso, y un estruendo de risas y gritos anunció que los chicos habían llegado. Los saludó a todos, pues las chicas, cargadas, volvían también con ellos. Ant, quien —como su nombre indicaba— no había crecido mucho desde que se habían hecho amigos a los doce años, Zach Chen, que vivía cuatro casas más allá de los Amobi, y Connor, a quien Pip y Cara conocían desde primaria. Últimamente, Connor había estado demasiado detrás de Pip. Por suerte, se le pasaría pronto, como aquella vez que estuvo convencido de que tenía un futuro prometedor como psicólogo de gatos.

—Hola —dijo Connor, que, ayudado por Zach, cargaba una nevera portátil—. Mierda, las chicas se han cogido los mejores sitios para dormir. Os lo estáis pasando Pippa, ¿eh?

No, desde luego que no era la primera vez que Pip oía esa broma.

—Me parto contigo, Con —dijo con desgana apartándose el pelo de delante de los ojos.

—Ouch —intervino Ant—, no te lo tomes muy a pecho, Connor. Si fueras un ejercicio de clase, seguro que le interesabas.

—O si fueras Ravi Singh —le susurró Cara al oído con un guiño.

—Los ejercicios de clase son mucho más satisfactorios que los chicos —dijo Pip dándole a Cara un codazo en las costillas—. Y estás tú bueno para hablar, Ant, que tienes la vida sexual de un molusco argonauta.

—Y ¿eso qué quiere decir?

—Bueno —respondió Pip—, el pene de un molusco argonauta se rompe y se cae durante el acto, así que solo pueden tener sexo una vez en la vida.

—Lo confirmo —dijo Lauren, que había tenido un tonteo fallido con Ant el año anterior.

El grupo se echó a reír y Zach le dio a Ant una palmadita conciliatoria en la espalda.

—Qué movida —se rio Connor.

Holly Jackson, Asesinato para principiantes

domingo, 4 de julio de 2021

UN PRIMER SUSTO

Vivimos en un castillo o schloss, en Estiria. De ninguna manera nos consideramos una familia señorial, pero en esa región del mundo, una pequeña renta de ochocientas o novecientas libras al año hace maravillas. En nuestra tierra de origen —mi padre es inglés e inglés es mi apellido, aunque nunca he visto Inglaterra—, apenas habríamos podido contarnos entre la gente acomodada. Sin embargo, en este lugar solitario y primitivo, donde todo es tan extraordinariamente barato, tenemos tantas comodidades, e incluso lujos, que no concibo que tener más dinero pudiera sernos de mucho provecho (...)

El primer acontecimiento que produjo una impresión terrible en mi vida —tan terrible que nunca he podido borrarla de mi mente— es al mismo tiempo uno de mis recuerdos más antiguos. Algunas personas lo considerarán tan banal que podrían pensar que no merece ser consignado en este relato, pero a su debido tiempo se verá por qué lo menciono. La guardería infantil —así la llamábamos, aunque en realidad era solo para mí— era una amplia habitación en el piso superior del castillo, con un alto techo de roble. Yo debía tener unos seis años cuando una noche desperté repentinamente; miré a mi alrededor y no vi a la sirvienta encargada de la guardería; tampoco vi a mi aya, y pensé que estaba sola. No tenía miedo, pues yo era una de aquellas felices criaturas que, por la diligencia de sus protectores, ignoraban las historias de fantasmas, los cuentos de hadas y todas las leyendas que hacen que nos ocultemos bajo las sábanas cuando cruje una puerta o cuando la luz vacilante de una vela hace que las sombras dancen en las paredes acercándose a nosotros. Sin embargo, me sentía abandonada e indignada aquella noche, por lo que comencé a lloriquear, preparándome para un estallido de sonoros berridos. Fue entonces que vi, con sorpresa, un rostro solemne y bello. Era una joven que me contemplaba, arrodillada junto a mi cama y con las manos bajo la colcha. La miré con una especie de plácido asombro y dejé de llorar. Ella sonrió y me acarició; se acostó en la cama a mi lado y me cogió en sus brazos; de inmediato me encontré deliciosamente aliviada y volví a dormir. Había pasado un rato, cuando sentí como si dos agujas se clavaran al mismo tiempo hasta el fondo de mi pecho y desperté lanzando un alarido. La joven retrocedió sobresaltada, manteniendo sus ojos fijos en mí; se deslizó hacia el suelo y me pareció que se escondía bajo la cama.

Por primera vez sentí miedo y grité con todas mis fuerzas. El aya, la sirvienta y el ama de llaves entraron corriendo y, tras escuchar mi historia, le restaron importancia a la vez que intentaban tranquilizarme; pero, aun siendo solo una niña, pude darme cuenta de que habían palidecido y tenían un aspecto de inusitada ansiedad. Las vi buscar bajo la cama y por toda la habitación; se asomaron bajo las mesas y abrieron los armarios, y el ama de llaves susurró al aya:

—Toca ese hueco en la cama. Está tibio: alguien estuvo acostado ahí, tan seguro como que no fuiste tú.

Recuerdo que la sirvienta de la guardería me acarició con cariño; las tres mujeres me examinaron el pecho en el lugar donde les dije que había sentido la punzada y declararon que no había ningún indicio de que me hubiera sucedido tal cosa. El ama de llaves y las otras dos sirvientas que estaban a cargo de la guardería se quedaron despiertas toda la noche. Desde entonces hasta que tuve alrededor de catorce años, siempre hubo una sirvienta velando mi sueño.

Después de este suceso, estuve muy nerviosa durante un largo tiempo. Llamaron a un anciano doctor, muy pálido; recuerdo muy bien su largo rostro taciturno, algo picado de viruela, y su peluca castaña. Durante una larga temporada me visitó cada tercer día para darme una medicina que yo, desde luego, detestaba.

La mañana siguiente a la aparición, yo me sentía aterrorizada; ni siquiera a plena luz del día soportaba que me dejaran sola un momento. Recuerdo también que mi padre entró y se paró junto a la cama, hablando en tono jovial. Hizo algunas preguntas al aya, y una de las respuestas lo hizo reír enérgicamente. Me dio unas palmadas en el hombro y un beso; me dijo que no tuviera miedo, que no era más que un sueño y que nadie me haría daño.

Pero no me sentí tranquila, porque sabía que la visita de aquella extraña mujer no había sido un sueño, y tenía un miedo atroz. Me consoló un poco que la sirvienta de la guardería me asegurara que había sido ella quien había entrado a mirarme y se había acostado a mi lado; dijo que yo debía estar medio dormida para no reconocer su cara, pero esto no terminó de convencerme, a pesar de que el aya le dio la razón.

En el transcurso de ese día, recuerdo que un venerable anciano de sotana negra entró en la habitación acompañado del aya y el ama de llaves. Habló un poco con ellas y luego, muy amablemente, conmigo. Tenía un rostro dulce y bondadoso; me dijo que él y las mujeres iban a rezar, y juntó mis manos para que mientras oraban yo dijera en voz baja: «Señor, escucha todas nuestras plegarias, por el amor de Jesús»; creo que esas fueron las palabras exactas, pues a menudo las repetí para mis adentros, y durante años mi aya tuvo la costumbre de hacerme repetirlas en mis oraciones.

Recuerdo muy bien el dulce y pensativo rostro de aquel anciano de blancos cabellos, con su sotana negra, de pie en esa tosca y alta habitación oscura, rodeado de pesados muebles de más de tres siglos de antigüedad, e iluminado por la escasa luz que penetraba la atmósfera sombría a través de la pequeña celosía. Se arrodilló con las tres mujeres, y con voz trémula rezó en voz alta por un tiempo que me pareció muy largo. He olvidado toda mi vida anterior a aquel acontecimiento, y muchos recuerdos posteriores son confusos; pero las escenas que acabo de describir destacan en mi memoria como las imágenes de una fantasmagoría rodeada de oscuridad.

Sheridan Le Fanu, Carmilla


jueves, 1 de julio de 2021

EL TERROR

Enviado por Pedro:

En 1847, dos barcos de la Armada británica, el HMS Erebus y el HMS Terror, que navegaban bajo el mando de sir John Franklin, están atrapados en el hielo del Ártico. En su anhelada busca del paso del Noroeste, parecen haber fracasado. Sin poder hacer nada por continuar su marcha y completar su expedición, rodeados del frío polar y de inminentes peligros, sólo pueden esperar a que llegue el deshielo que les permita escapar.

Poco a poco, los días van pasando y las condiciones de supervivencia se vuelven más extremas; temperaturas que superan los cincuenta grados bajo cero, provisiones de comida escasas, el deterioro de los barcos o la llegada de enfermedades van mellando la esperanza de la tripulación Por si fuera poco, la extraña presencia de una criatura bestial y misteriosa hace que los hombres crean que se enfrentan no sólo a las condiciones naturales más adversas, sino también a fuerzas sobrenaturales que superan, por momentos, sus creencias y su razón. Con el tiempo y la llegada de las primeras muertes, fantasmas como el de la rebelión, el motín o el canibalismo hacen su entrada en escena, en un panorama desolador.

Basada en hechos reales, El Terror es una magnífica novela en la que Dan Simmons consigue que el lector se sienta, aterido, uno más de los tripulantes extraviados en el Polo.

Tras un trabajo previo de documentación e investigación, Simmons construye una inquietante novela histórica de terror, con algunos elementos de literatura fantástica, que ayudan a crear la agobiante atmósfera que impregna el libro. Tal vez, uno de los aspectos más complicados que tenía era transmitirnos toda esa sensación de agobio, de desesperanza que siente la tripulación de los dos barcos en esa situación inhóspita y terrible: hambre, hacinamiento, frio, el egoísmo y la traición…

 La perspectiva desde la que nos cuentan los hechos en cada capítulo va variando según el personaje principal que tomamart el autor (algo parecido a lo que ocurre en Juego de Tronos, de G. R. R. Martin), así los de Crozier, el Capitán del HMS Terror, o los del doctor Goodsir. De esta forma, el autor se adentra en la psicología y en las motivaciones de los personajes.

                Toda la trama de novela histórica, la expedición en el Ártico, podría ser propia de las novelas de Patrick O’Brian, pero todos los elementos fantásticos y esa sensación de agobio y terror nos recuerda la Narración de Arthur Gordon Pym, de Poe. Pero también encontramos referencias a la propia obra de Simmons, pues ese monstruo de ojos inquietantes, enorme estatura y garras como cuchillos con su comportamiento nos trae a la memoria el Alcaudón, la criatura de  la mítica serie Hyperion (Premio Locus y Hugo 1991).